sábado, 28 de abril de 2012

JUEGO DE TONTOS

EL eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar ha vuelto a mentar la bicha al referirse a una de las más estridentes vergüenzas que exhiben las siglas a las que ha jurado fidelidad, escarnio que comparten con las del PP: la incapacidad de ambas formaciones de plantearse en serio la posibilidad de establecer un pacto de gobierno conjunto en Canarias. Ese empeño en negar la esencia misma de la política, que bebe de las fuentes del diálogo y el acercamiento de posturas; esa vocación de eternos segundones que les caracteriza —para atestiguarlo basta con comprobar los colores de la Presidencia y la Vicepresidencia durante los últimos ¡20 años!— hacen las veces de poderoso complejo vitamínico en beneficio del argumento al que con tanta frecuencia y suma vehemencia recurren los nacionalistas: PP y PSOE actúan en las islas como burdas marionetas plegadas a los intereses estatales de sus respectivas organizaciones.
Coalición Canaria lleva dos décadas besándose con uno mientras de soslayo, a hurtadillas, le guiña un ojo al otro y le regala una sonrisa picarona. Y el otro, porque la carne es débil, cae rendido a sus encantos. De la misma forma que dos tetas tiran más que dos carretas, según reza el dicho popular, unas llamaditas desde la capital y unos pocos cargos por estos lares pueden más que la coherencia en el discurso y los requerimientos del electorado.
Populares y socialistas, socialistas y populares, carecen de la legitimación necesaria para arremeter contra la hidra de siete cabezas que ellos mismos han alimentado. Cada vez que enumeran el cúmulo de despropósitos que asola a las islas, un canario se queda sin empleo, un enfermo sufre un nuevo aplazamiento de su intervención quirúrgica, una playa se contamina y un amigote de un amigo se ubica en algún empleo público irrelevante para cualquiera, salvo para el director de su entidad bancaria. Y es que populares y socialistas, socialistas y populares, han adquirido la fea costumbre de decir digo donde antes decían diego y, para más inri, parecen empecinados en tratar de convencernos de que un demonio adquiere la santidad en su compañía. En román paladino: insisten en que seamos imbéciles y nos alegremos por ello.
Populares y socialistas, socialistas y populares, solo lograrán redimirse de sus pecados cuando dejen de prestarse al juego que ha convertido en imposible la alternancia y, por ende, ha transformado la política canaria en un absurdo; cuando abandonen la pubertad, atraviesen el umbral de la madurez y logren deshacerse del arraigado complejo de dama de compañía que tanta risa y pena, a un tiempo, nos provoca; cuando, sencillamente, se muestren dispuestos a dejar de hacer el tonto.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 21 de abril de 2012

LO PÚBLICO Y LO PRIVADO


Los trabajadores que ha despedido la empresa pública Proexca lo están pasando igual de mal, igual de peor que mal, que los cerca de trescientos mil ciudadanos de las islas que en los últimos años han pasado a engrosar las listas del paro. A fin de cuentas, nada les diferencia: unos y otros son víctimas de una crisis económica que a estas alturas se caracteriza por una total falta de sutileza. Pero de lo que acaso no seamos tan conscientes es del flaco favor que las sociedades de capital público han prestado al tejido empresarial del archipiélago, incidiendo de forma directa en el agravamiento de un paisaje decadente que amenaza con instalarse más tiempo del debido.
Las administraciones canarias, en su haber con las mejores intenciones, en su debe haciendo gala de una escasa capacidad de prever las consecuencias de sus propias decisiones, se embarcaron décadas atrás en una vorágine que les llevó a aventurarse en toda suerte de aventuras empresariales, empeño que ha devenido en un doble efecto: por un lado, la dilapidación de fondos públicos en ámbitos que una economía moderna deja al libre albedrío de la iniciativa privada, mejor gestora de la cabeza a los pies e incluso con los ojos cerrados; por otro, una competencia desleal y desigual en diversos frentes que ha tenido como consecuencia el debilitamiento de la iniciativa privada. Al confundir inversión con intervención, los ayuntamientos, los cabildos y la administración autonómica han acabado por convertirse en patrocinadores de una de las más arraigadas taras de la economía isleña: la escasa competitividad.
La sombra de lo público ha sido tan alargada durante tantos años que lo privado ha carecido de la luz necesaria para fortalecerse, crecer y desarrollarse. Ahora, cuando las instituciones echan de menos aquellas suculentas cuentas corrientes de las que durante años se enorgullecieron, el precio de tamaña distorsión lo pagamos convirtiéndonos en víctimas de nuestra propia incapacidad para crear oportunidades de negocio y generar puestos de trabajo, una misión que en una economía real, alejada de los presupuestos de las administraciones, sólo pueden desempeñar los empresarios. Los privados, porque aunque esta simple aclaración resulte una redundancia, no lo es tanto en una tierra donde los conceptos han llegado a solaparse.
La omnipresencia de lo público, incluido el desorbitante protagonismo de unas subvenciones que para algunos subsectores hace tiempo que dejaron de ser un medio para tornarse en un fin, carga buena parte de las culpas de un escenario de depresión económica en el que las administraciones dan muestras de carecer de medios e ideas y los empresarios de andar faltos de esa pericia que solo se logra con el ejercicio diario.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 14 de abril de 2012

¿QUÉ HAY DE LO MÍO?


Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, habló días atrás de la posibilidad de que las autonomías devuelvan a la administración estatal las competencias en Sanidad, Educación y Justicia, un retorno que en la práctica supondría el desmantelamiento del organigrama de descentralización del poder que establece la Constitución de 1978, un ejército de militantes de partidos políticos de diferente signo, incluido el de la propia gerifalte madrileña, sintió que un desagradable escalofrío le recorría el cuerpo al tiempo que el estómago se le achicaba. A fin de cuentas, Aguirre acababa de poner en tela de juicio sus garbanzos, que muchos de ellos difícilmente se ganarían fuera de un sector público al que han accedido gracias a la intermediación de las organizaciones a las que han jurado fidelidad.
Dejémonos de ambages y reconozcamos a las claras que los partidos se han convertido en una suerte de oficinas de colocación que hacen uso indiscriminado de unas administraciones sobredimensionadas para situar en puestos más o menos relevantes a sus acólitos y, de esa forma, pagar adhesiones. Poco importa que el perfil del beneficiado no responda a los requisitos del cargo, porque ya se ocuparán los técnicos, especialmente aquellos que puedan presumir de no haber sido designados a dedo —¡también!—, de sacarle las castañas del fuego.
La costumbre de levantar el teléfono y preguntar «¿qué hay de lo mío?» es una constante tras cada cita electoral, sin distingos entre siglas, administraciones ni enclaves. Y Canarias, donde difícilmente podríamos embarcarnos, con posibilidades de éxito, en la búsqueda de referentes de racionalidad política, no es la excepción. Nada menos que tres administraciones, en el ámbito autonómico con cometidos que se repiten en ambas capitales, cuando no en las siete islas, sirven de sustento a cientos de militantes que han convertido el otrora noble arte de la gestión pública en un mero empleo, que no es poco en estos tiempos que corren.
Con todo, el aviso a navegantes de Aguirre se queda en un ligero chaparrón que cae sobre mojado, porque la reducción de los presupuestos públicos, una contundente consecuencia del deterioro económico, ha provocado de facto un enflaquecimiento de las administraciones del archipiélago que lastra la maniobrabilidad de los partidos a la hora de contentar a sus adláteres. Unos, los dirigentes, ven con preocupación como se reducen sus opciones de emular a los Reyes Magos; otros, los afiliados, comprueban que se aminoran sus posibilidades de medrar. Y es que la crisis no respeta a nadie, ni siquiera a enchufadores, enchufados y enchufables.
Santiago Díaz Bravo
ABC