DICIEMBRE DE 2002. SINGAPUR. Ladan y Laleh deshacen las maletas en la habitación del hotel. Sus ojos reflejan un brillo especial; sus labios se revelan incapaces de contener un esbozo de sonrisa. Ladan guarda la ropa en el armario y se imagina en el probador de una boutique. Dentro de poco se verá obligada a renovar su vestuario, que no habrá mejor forma de empezar con buen pie que la elegancia y la lozanía. Laleh no la acompañará, que sus gustos son diferentes y no es lo mismo acudir a un diario que a la facultad de Derecho. Y tampoco un reportero que un estudiante, ni por posibles ni por carácter, aunque a Ladan, lo que de verdad le importa, es que la quieran mucho. Se imagina cogida de un brazo paseando entre los quince mil árboles de Yamshidieh, el bello parque de Teherán, y bajo las luces de los Campos Elíseos, y en las concurridas aceras de Oxford Street, y junto a los carteles luminosos de Time Square. Qué maravilloso es el mundo. Qué agradable sensación sentirse deseada y que el fruto del amor gatee y se coja berrinches por cualquier nimiedad.
Laleh se mira en el espejo y suspira. A pesar de todo, la vida no se va a portar tan mal con ella, que ni le ha hecho daño a nadie y nada desea más que el bien para todos. Cuánto quiere a mamá. Y a papá. Y a Ladan, cuyo rostro reflejado le sonríe cómplice. Cómo la echará de menos cuando se decida a abrirse camino en Teherán. Se promete escribirle cada día, que cosas que contar no van a faltarle. La ciudad se ve enorme, y sus calles lucen preciosas. Pero Ladan está fatigada y mañana tienen cita con el doctor Goh.
8 DE JULIO DE 2003. SINGAPUR. Los cuerpos que eran uno yacen ahora separados. Un abismo de veinte centímetros separa a Ladan de Laleh, más que suficiente para que Ahmad ajuste las mortajas. Familiarizado con el frío aroma de la muerte, el enfermero observa con sorpresa el rictus de alegría que envuelve ambos rostros. Una extraña sensación se adueña de él, y dos lágrimas, dulces como la felicidad, se escapan para siempre de sus ojos.
Santiago Díaz Bravo