martes, 31 de enero de 2012

EL INJUSTO OLVIDO DE LOS OLVIDADOS

En mis años mozos, un amable pariente preocupado por mi educación se echó las manos a la cabeza tras descubrir en mi modesta biblioteca un ejemplar de Mein Kampf. Con suma urgencia, no fuese a sufrir una severa taquicardia de infaustas consecuencias, me apresuré a aclararle que aquel muchacho que se hallaba ante sí no era, ni pretendía serlo, un espíritu renacido de las juventudes hitlerianas, sino un esforzado estudiante de periodismo, embarcado en la realización de un trabajo acerca de la génesis de la Segunda Guerra Mundial, que se había visto obligado a adquirir el libro en un puesto de segunda mano en la madrileña Cuesta de Moyano. Y era cierto, aunque también lo era que ya por entonces me fascinaba la biografía de los jerarcas nazis, unosiluminados lo suficientemente cuerdos para hacer valer en su provecho las desgracias de un país y lo bastante locos para hacer partícipes de su demencia a millones de personas. No obstante, con la sana intención de evitarle un disgusto a mi interlocutor, obvié mi querencia por la historiografía nacionalsocialista.
Aquella afición fue alimentada durante años por un sinfín de habladurías acerca de supuestos prófugos, incluidos destacados mandamases de las SS, que se habían instalado en el norte de Tenerife al concluir la contienda bélica, siempre con la connivencia del general Franco. La proliferación de germanos de avanzada edad en urbanizaciones de La Orotava, Puerto de la Cruz, Santa Úrsula, La Matanza o La Victoria no hacía sino acrecentar mis sospechas y las de mis amigos. Y tanto nos seducían aquellas teorías que llegamos al extremo de entablar conversaciones supuestamente casuales, aunque minuciosamente planeadas, con algunos de ellos en supermercados, talleres y tabernas con vistas a sonsacarles valiosas informaciones. Para nuestra decepción, tan arriesgadas misiones obtuvieron como única recompensa frases huecas, sonrisas displicentes y algún que otro desaire.
Tal era nuestra determinación que en una ocasión nos decidimos a seguir a un sospechoso. Turnos de vigilancia y toma de imágenes de por medio, husmeamos en los alrededores de su flamante aunque discreto chalé, donde nos percatamos de la existencia de descomunales medidas de seguridad que incluían cámaras de vigilancia en los rincones más variopintos. La idea de remitir aquellas señas al Centro Simon Wiesenthal rondó nuestras cabezas, pero contábamos con tantas pruebas del pasado delictivo de aquel buen señor como de la relación amorosa entre Keith Richards e Isabel Pantoja.
Con tales precedentes, comprenderán que mis juicios acerca de cualquier libro que aborde el periodo nazi se hallan impregnados de una ferviente pasión, la suficiente para que quien se enfrente a ellos adopte todo tipo de precauciones. Así que, una vez advertidos, me permito pasar a mayores y rendir los debidos honores a una obra de reciente lectura que me ha impactado sobremanera: HHhH, primera novela del francés Laurent Binet, cuyo extraño título obedece a las iniciales de la frase Himmler Hirn heisst Heydrich (el cerebro de Himmler se llama Heydrich), el dudoso halago que los miembros de la Gestapo dedicaban al que puede ser considerado como uno de los más viles asesinos del siglo XX.
Reinhard Heydrich, un militar para quien la única salida ‘honrosa’ —añádanse todas las comillas que se desee— tras ser expulsado del ejército fue el ingreso en las SS, vivió desde temprana edad bajo el yugo de la peor de las ignominias: la posibilidad de que fluyese por sus venas sangre hebrea. Fuese por su carácter en extremo violento, fuese por la necesidad de erradicar cualquier atisbo de duda acerca de sus ancestros, acabó convirtiéndose en el más cruel de los gerifaltes del Tercer Reich. Respetado y admirado por el mismísimo Führer, poco dado a los halagos, e irreemplazable mano derecha del Reichsführer Heinrich Himmler, fundó los einsatzkommandos, una fuerza represora que hacía gala de una crueldad inhumana, e ideó junto a Adolf Eichman, su fiel escudero, la Solución Final, uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad.
Con todo, a Binet, cuya obra ha logrado el prestigioso Premio Goncourt de primera novela, no cabe reconocerle originalidad alguna en lo que a la elección del personaje se refiere, porque aunque siempre a la sombra de sus superiores, sobre Reinhard Heyndrich se han escrito ríos de tinta y se han consumido miles de metros de material fílmico. La grandeza de HHhH no reside en la enumeración de los qués y los porqués del lugarteniente de Himmler, sin que ello sea óbice para reconocer las virtudes de tal narración, sino en la reivindicación de un lugar en la historia para los impertérritos luchadores que, al igual que los checos y eslovacos que desfilan por sus páginas, perpetraron valerosas acciones —en el caso del atentado contra Heydrich sin parangón en la Segunda Guerra Mundial— a sabiendas de que llevaban aparejadas la entrega de sus propias vidas.
Porque los méritos no se limitan a Jan Kubiš y Jozef Gabčík, los héroes que ejecutaron el célebre ataque en las calles de Praga. A fin de cuentas, ambos cuentan con cenotafios y plazas que llevan sus nombres, se les ha citado y se les seguirá mentando en no pocos discursos y han hecho acopio de numerosos homenajes. Los entrañables Jan y Jozef se tornan en una mera excusa para recordar, reconocer y admirar a Valčík, Ata, Jindriska, Hanka y tantos otros hombres, mujeres y niños —sí, niños que se convertían en personajes clave dentro de las operaciones de la resistencia— que lejos de resignarse a la fatalidad de la historia, trataron de variar su curso. ¿A cambio de qué? En la mayor parte de los casos, a cambio de la muerte. Triste premio. Hagamos lo posible entonces, debió pensar el autor galo, para cuando menos evitarles la injusticia del olvido.
Laurent Binet realiza un sano ejercicio de transparencia a lo largo de la novela, de sincera inseguridad me atrevo a apuntar, al expresar sin ambages al lector sus permanentes e irresolubles dudas acerca de la adecuación entre la realidad de los hechos y la realidad que plasma el papel —a estas alturas, tras ejercer más de dos décadas como periodista, pocas dudas me caben de que el papel, trate o no de adecuarse a la realidad, genera una realidad paralela—. Pero tamaña inseguridad por el continente trasluce una aguda incertidumbre por el trasfondo, porque escribir en negro sobre blanco los nombres de Valčík, Ata, Jindriska y Hanka, aún siendo personajes desconocidos para la generalidad del público, se torna en un nuevo acto de olvido, como consecuencia de injusticia y afrenta, hacia la memoria de tantos otros luchadores anónimos en ese y otros frentes, en esa y otras guerras.
HHhH convierte la literatura en una restitución de honores sin perder de vista sus limitaciones. Alejada de pavoneos, expresa a las claras una categórica conjetura: tal vez los más importantes no sean quienes están, sino quienes faltan. Y es precisamente esa humildad, ese contundente reconocimiento de sus propias carencias, lo que convierte a esta obra en una parada imprescindible tanto para los amantes de las letras como para los entusiastas de la historia, cuánto más para los afortunados en quienes confluyen ambas apetencias. Después de todo, convertir en protagonista al olvido acaso sea la única forma de rendir justas cuentas con los olvidados.

Santiago Díaz Bravo
Creativa Canaria




Reinhard Heydrich from Shankar Nandi on Vimeo.

sábado, 28 de enero de 2012

CAJAS: LO BUENO, LO MALO Y LO PEOR


Hasta hace poco, lograr financiación pública era una misión harto sencilla: el político de turno descolgaba el teléfono e intercambiaba unas pocas palabras con un representante cualificado de la caja de ahorros que, casualidades de la vida, bien había sido designado por el partido, bien se encontraba a las órdenes de algún comisionado. Ante tamaña tesitura, porque donde manda capitán a los marineros no les queda otra que callar y asentir para evitar servir de merienda a los tiburones, arrancar un sí se tornaba en un mero trámite. Esa práctica se repitió durante décadas en todas las provincias, convirtiendo estos organismos en burdos instrumentos partidistas y distorsionando con ello el mercado. La manida burbuja inmobiliaria, una de las causas de la crisis económica, se explica en buena medida por tales cambalaches. Y hasta aquí lo malo, que no es poco y ha motivado varias quiebras, inevitables fusiones y la posible conversión de los nuevos conglomerados en bancos al uso.
Porque también ha habido aspectos positivos, toda vez que, de forma paralela, las cajas de ahorro han desempeñado un papel crucial en el sostenimiento de proyectos sociales y culturales tan imprescindibles como imposibles de rentabilizar desde un punto de vista económico. La ley les obliga a adentrarse en territorios baldíos para la iniciativa privada a los que los bancos, por mucho que se esmeren en disimularlo, ni siquiera han hecho amago de asomarse.
Pero ha llegado la hora de lo peor, porque los desmanes cometidos y la necesidad de reorganizar el panorama de estas entidades, so pena de que definitivamente arrastren al país hacia el colapso, han mermado considerablemente los fondos que antaño se destinaban a un sinfín de servicios sin ánimo de lucro. La paradoja luce cruenta: el período de mayor debilidad de las cajas, incluida su posible extinción, coincide con el momento histórico en el que resultan más necesarias, imprescindibles incluso para llegar a aquellos recovecos de la sociedad a los que ni siquiera la administración es capaz de acceder.
La situación es especialmente dramática en Canarias, una comunidad con un sector público acuciado por los acreedores y un empresariado endeble y timorato. Las respectivas cajas provinciales han servido tradicionalmente de sostén a buena parte de la maquinaria social y cultural. Pero ahora, tras la anexión de CajaCanarias y La Caja de Canarias a grupos de ámbito nacional, donde las decisiones tienen mucho que ver con la supervivencia propia y poco o nada con la de las actividades a las que antaño apoyaban, todo ha comenzado a cambiar.
Una vez más, y van unas cuantas, los partidos políticos se ven abocados a resolver los problemas que ellos mismos han provocado.
Santiago Díaz Bravo
ABC

domingo, 22 de enero de 2012

CAMINANDO DEMASIADO TIEMPO HACIA NINGUNA PARTE


—¿Sigues trabajando?
—Y además cobro a final de mes.
Esta conversación, protagonizada por dos treintañeros en la cola de un hipermercado tinerfeño, refleja en pocas palabras el sombrío estado de ánimo de la población de las islas, embarcada en una travesía de dudoso destino con la única compañía de la inseguridad en las posibilidades propias y la desconfianza en la capacidad de maniobra de agentes sociales y poderes públicos. Si el estado de ánimo de una sociedad cabe considerarlo crucial para superar situaciones estructurales y coyunturales adversas, Canarias parece condenada a vagar durante largo tiempo por un desierto a cientos de kilómetros del mar, sin otra esperanza que la de hallar de vez en cuando algún oasis donde calmar la acuciante sed.
Medidas macroeconómicas aparte, la historia da fe de cuán determinante llega a ser el carácter de los pueblos a la hora de hacer frente a los contratiempos. Los milagros alemán y japonés serían difícilmente comprensibles sin tomar en consideración la extrema confianza de los derrotados en sus propias fuerzas y la asunción de los obstáculos como parte ineludible del devenir humano. Tal predisposición se vio potenciada en ambos países por dirigentes conscientes del momento histórico que les había tocado vivir y dispuestos a situarse a la altura de tan complicadas circunstancias. Desgraciadamente, por estos lares ni concurren ambos supuestos, ni se les espera.
En la cola de un hipermercado, en un encuentro casual entre amigos, en el recibidor de una consulta médica, en una reunión familiar, el sentimiento trágico de la vida que tan profusamente abordó Miguel de Unamuno parece haberse adueñado del antaño vivaz espíritu de los isleños. Quien más, quien menos, cuenta con algún pariente o amigo en paro; quien más, quien menos, ejerce de testigo de algún caso de penuria económica; quien más, quien menos, sufre de cerca el lacerante retardo de las listas sanitarias; quien más, quien menos, mira allende el océano a la búsqueda de la solución a sus males, igual que hicieron nuestros padres y abuelos.
Nos envuelve la sensación de que llevamos demasiados años caminando a toda prisa en dirección a ninguna parte. Nos preguntamos de qué sirvieron los desvelos de quienes nos precedieron, de qué nuestros propios esfuerzos. Y no nos valen respuestas ambiguas que convierten la desgracia de muchos en consuelo de tontos, porque si en otras latitudes andan mal las cosas, aquí andan peor.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 14 de enero de 2012

CONSUELO DE TONTOS


En los estertores de la década de los 80, casi cada mañana durante tres años, los mismos que residí en la calle Hermosilla de Madrid, desayuné en la cafetería Amazonas, un pequeño establecimiento atendido por cuatro camareros donde servían, a un precio inmejorable, un generoso zumo de naranja y unas deliciosas tostadas. Veinte años después, cada vez que visito la capital, suelo parar en el Amazonas, si no con vistas a desayunar, al menos con la intención de tomar un café y sumergirme unos instantes en los reconfortantes aromas del pasado. Allí siguen tres de aquellos cuatro camareros, más orondos, encorvados y canosos —adivino que ellos me verán a mí de la misma guisa—. El cuarto se jubiló hace un lustro.
Jamás les he preguntado la razón por la cual permanecen detrás de esa barra, cómo es posible que en veinte años no se hayan decidido a cambiar de trabajo, ni ellos ni la mayoría de los camareros y cocineros de los bares, cafeterías y tabernas que frecuentaba en mi etapa de estudiante a lo largo y ancho de aquella fascinante ciudad. En cualquier caso, no hace falta indagar demasiado. Los motivos resultan obvios: un sueldo cuando menos aceptable y unas condiciones dignas.
Ese vivificante paisaje humano que caracteriza a los establecimientos hosteleros y de restauración de Madrid, por extensión a los de muchos otros enclaves de la España peninsular, dista un abismo del que contemplamos en Canarias, donde las pésimas condiciones laborales obligan al profesional a convertirse en una suerte de nómada condenado a errar de por vida. La búsqueda de un nuevo destino, qué remedio, aunque siempre con la incertidumbre de si realmente mejorará lo que parece fácilmente mejorable, se convierte en su principal objetivo desde que asienta las posaderas en una determinada colocación. En tal tesitura, el correcto servicio al cliente se torna en un poder pero no querer. A fin de cuentas, de tontos sería dejarse la piel a cambio de tan poco y a sabiendas de que sus días entre esas cuatro paredes se hallan contados.
Es esa la razón por la que me asalta la sonrisa cada vez que los sabiondos se refieren al turismo y sus aledaños como la gallina de los huevos de oro. Hoteles, apartamentos, bares, restaurantes, salas de fiesta, emplean a cientos de miles de canarios, quién lo duda, pero no es menos cierto que el deslumbramiento provocado por tales cifras impide advertir la flagrante precariedad de esos cientos de miles de empleos. Mejor que nada, por supuesto. Consuelo de tontos, también.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 7 de enero de 2012

UN TRAMPOLÍN EN LA CAPITAL DEL REINO


UNA de las peculiaridades del carácter isleño es la permanente dicotomía entre el chauvinismo extremo y la necesidad de refrendo exterior. En un pispás pasamos de disfrutar del mejor clima, de los paisajes más bellos, de vinos fastuosos, de Carnavales inigualables, de una localización geoestratégica privilegiada, a envidiar los frescos veranos nórdicos, los verdes prados centroeuropeos, los sofisticados caldos riojanos y las carnestolendas de Notting Hill. En los segundos supuestos nos asalta la sensación de que a la hora del reparto nos tocó en suerte un emplazamiento ubicado bajo el coxis del planeta, desazón que sólo superamos cuando el foráneo nos regala unas siempre ansiadas alabanzas. Y es que los canarios tendemos a valorarnos en la medida que nos valoran.
Esa forma de ser, que compartimos con insulares de otras latitudes, se reproduce en el ámbito político, donde el reconocimiento allende el océano se ha tornado en una garantía de éxito. Jerónimo Saavedra, Lorenzo Olarte, Adán Martín, Paulino Rivero, Juan Fernando López Aguilar, adquirieron la mayoría de edad política en las islas después de haber desempeñado destacadas responsabilidades en la capital del Reino, bien en el Congreso de los Diputados, bien en el Gobierno de la nación. Y a ellos se suma ahora, como un torbellino si nos atenemos al apoyo logrado en las urnas y a su creciente protagonismo en el ámbito estatal, José Manuel Soria, investido con una de las varas de mando del Ejecutivo que, crisis de por medio, más expectativas ha despertado tras la restauración de la democracia.
Será el flamante ministro de Industria quien decida si su futuro político se halla a la sombra de la Puerta de Alcalá o en un Binter entre Los Rodeos y Gando, pero lo que parece evidente es que su designación le ha insuflado mayor fuerza si cabe dentro del panorama electoral canario, como ya ocurrió anteriormente con el ex ministro socialista López Aguilar o con el ex portavoz nacionalista en el Congreso Paulino Rivero, a la sazón presidente de la comisión parlamentaria que trató de dilucidar la verdad sobre los atentados de Madrid.
Soria no es ajeno a que los mullidos sillones de la Carrera de San Jerónimo, sean granates o azules, robustecen los liderazgos en Canarias, circunstancia de la que también es perfectamente consciente la nacionalista Ana Oramas, pero que, para su desgracia, parece haber pasado por alto José Miguel Pérez, el actual líder de los socialistas en el archipiélago, tan centrado en las islas que, llegado el momento, corre el riesgo de cosechar un cruento ninguneo por parte de los electores.
Santiago Díaz Bravo
ABC