sábado, 24 de septiembre de 2011

GUAPAS, GUAPOS Y CASPOSOS

A las cosas antiguas hay que hacerles sitio, porque aunque a menudo las nuevas sean mejores, siempre habrá alguien, por costumbre o convicción, que prefiera lo de antaño. Por ello resulta aconsejable que los cambios se lleven a cabo poco a poco, sin rupturas extremas, evitando en lo posible que los amantes del pasado se sientan ninguneados. Es el caso de los concursos de belleza femenina, esos ridículos acontecimientos adornados de cutrerío y caspa donde hermosas señoritas se exhiben como ganado, el súmmum del anacronismo en una sociedad que presume de moderna y hasta de vanguardista.
Sin embargo, en contra de lo que cabría imaginar y en una suerte de huida hacia adelante, los defensores a ultranza de tamaña perversión, lejos de amilanarse, se han decidido a sortear las acusaciones de machismo recalcitrante organizando concursos de belleza masculina, como si la solución al dolor de muelas fuese una patada en el estómago. Y es que tales eventos son la evidencia irrefutable de que la estrategia de los patronos del cutre business pasa por igualar en lo malo e indeseable a ambos sexos. Siguiendo el orden lógico de unos planteamientos harto sencillos, entienden que las chicas de feria se sienten demasiado solas, así que nada mejor que hacerlas acompañar por chicos y que juntos se paseen y hagan gracietas por doquier.
Pero hasta ahí nada que objetar salvo el mal gusto, y siempre en la humilde opinión de este escribidor, porque si un promotor, en el sano ejercicio de su voluntad y respetando la ley, se aventura en la organización de uno de tales certámenes, si una esbelta moza, si un musculado efebo, se avienen a convertirse en reses glamurosas, libres son de hacerlo. Otra cosa es que un ayuntamiento, en este caso el de La Laguna, incluya en su programa de actos festivos la elección de miss y mister Tenerife, gastando dinero de todas, guapas y feas, y de todos, guapos, feos y feísimos, en un espectáculo donde el apoyo público resulta más que discutible. Como consuelo, incluso como argumento, sus valedores siempre podrán atribuir esta velada crítica a la manifiesta fealdad de quien esto suscribe que, no obstante, y gracias a la alopecia, puede presumir de hallarse falto de caspa.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 17 de septiembre de 2011

LAS CONSECUENCIAS DE UNA INDEFINICIÓN HISTÓRICA

Cuando Manuel Fraga Iribarne, uno de los padres de la Constitución de 1978, lanzó la idea de la administración única en un discurso ante el Parlamento gallego el 10 de marzo de 1992, ya era demasiado tarde. Por aquel entonces los gobiernos autonómicos se hallaban inmersos en una descontrolada carrera para conformar un ejército de funcionarios y habían constituido en algunos casos, proyectaban en otros, todo tipo de instituciones que tomaban como referencia el organigrama estatal, a veces rozando el esperpento.
La extrema falta de imaginación de las Cortes a la hora de diseñar el Estado de las autonomías, un modelo que promovía en la práctica un sistema cuasi federal, pero mantenía los viejos pilares administrativos, se tradujo en la creación de diecisiete miniestados cuya estructura imitaba en lo esencial el diseño del poder central, o lo que es lo mismo: el texto que legitimaron los españoles el 6 de diciembre de 1978 asentó los cimientos para que tanto las organizaciones nacionalistas, las de siempre y las recién llegadas, como las delegaciones regionales de los partidos de ámbito nacional perseveraran en el desarrollo de diecisiete modelos que se asemejasen al estatal.
El resultado no ha podido ser más anacrónico y sinsentido: la estructura del Estado se ha mantenido en todo su esplendor y en algunas áreas incluso se ha agigantado; al mismo tiempo, las autonomías han ido asumiendo competencias y medios. De forma inexplicable, en ningún momento se ha producido un intento serio de simbiosis que compatibilice esfuerzos y objetivos. Como cualquier familia mal avenida, cada cual ha marchado por su lado.
El texto constitucional, por lo demás un instrumento que se ha revelado útil para superar las heridas de la Guerra Civil, ha patrocinado de forma involuntaria, con unas devastadoras consecuencias para la hacienda pública, una duplicidad administrativa que ha alcanzado extremos caricaturescos. En la práctica, España se ha convertido en una suma de 18 estructuras gubernamentales en permanente conflicto de intereses y cada vez más ajenas unas a otras.
Dicho paisaje político ha devenido en bretes como el de la disparidad de los límites de endeudamiento y en galimatías como el de las calificaciones crediticias, en el que Canarias ha salido tan mal parada. Pero nada sería más injusto que adjudicar todas las culpas a los actuales gestores porque, como reza el dicho, aquellos polvos trajeron estos lodos, y la situación que hoy sufrimos, en las islas y en el resto de la nación, mucho tiene que ver con las decisiones que se adoptaron 33 años atrás.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 10 de septiembre de 2011

CASIMIRO Y POMPEYA


Julio César, el mayor de los conquistadores hasta la irrupción de Bill Gates, es el artífice de una de las frases más contundentes de la historia. Ocurrió allá por el año 60 antes de Cristo, cuando un patricio de nombre Publio Clodio Pulcro, haciendo honor al populachero dicho de que tiran más dos tetas que dos carretas, osó adentrarse en la residencia del ahijado de los dioses para ganarse los favores de la bella Pompeya, a la sazón primera dama de la corte romana.
El imprudente Publio, a quien más le habría valido una terma de agua fría, fue descubierto antes de que lograra ejecutar tan temerario plan, y sólo el soborno a los jueces impidió que fuera enviado al averno de forma precipitada. Desfecho el entuerto, el emperador rubricó su propio divorció y, según narra Plutarco, se dirigió de forma tajante a su esposa con la siguiente sentencia: “La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo”.
De poco sirvieron los ruegos y llantos; de nada que clamara su inocencia.Qué pensaría tan excelso gestor de la res publica si levantase la cabeza y comprobase que las Fortunatae Insulae a las que se refirió Plinio el Viejo se han convertido dos mil años después en el perfecto laboratorio para la aplicación de aquella clarividente máxima, aunque con una sustancial variación: sustituyamos a Pompeya, hija de Cornelia Sila y Quinto Pompeyo Rufo, segunda mujer del gran Cayo Julio César, salvando toda suerte de disparidades históricas y estéticas, por Casimiro Curbelo, presidente de la ínsula gomera y ex senador del reino de España, a quien el pretor de su partido en Canarias ha mostrado la senda de regreso a las listas senatoriales.
Curbelo, ni es culpable, ni lo será hasta que la Iustitia así lo dicte, pero igual que el emperador instó a su cándida cónyuge a recapacitar acerca de su papel ejemplarizador, alguien debería hacerle ver que “el aspirante a un cargo público no sólo debe ser honesto, sino parecerlo”. Y es que el ex senador es tan honesto hoy como lo era la madrugada del 14 de julio, cuando dejó de parecerlo tras ser detenido por un presunto delito de agresión a un agente de la autoridad y su buen nombre sufrió un mancillamiento tal, la paradoja del legislador que incumple la ley, que le incapacita para representar a los ciudadanos. Como consuelo, hasta que los jueces se pronuncien disfrutará del beneficio de la duda que tanto echó de menos la infortunada Pompeya.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 3 de septiembre de 2011

LOS APRENDICES INOPORTUNOS


La democracia, el más justo y menos dado a los excesos de los sistemas políticos, cuenta entre sus grandezas la posibilidad de que cualquier ciudadano acceda a cargos de representación pública. Esa imprescindible apertura de la maquinaria de mando no se topa con más filtro que el de la nacionalidad y las sanciones penales y administrativas. Listos y tontos, hábiles e incapaces, honrados y corrompidos, tienen las puertas abiertas de par en par para convencer a sus iguales de que se hallan ante la persona idónea para manejar el timón de la nave. En tal tesitura, la virtud corre el riesgo de tornar en decadencia.
La mayoría de los ciudadanos que hoy en día se adentran en el laberinto político carecen de un bagaje vital, profesional y académico lo suficientemente extenso para ser plasmado en más de siete u ocho líneas de texto. Deciden dedicarse a tan honroso menester a muy temprana edad, las más de las veces ingresando en organizaciones juveniles vinculadas a partidos políticos poderosos, y a pesar de que en muchos casos atesoran el deseo de mejorar su entorno, la disciplina ideológica cuasi militar que caracteriza a tales organizaciones acaba matando cualquier atisbo de disentimiento.
El objetivo de los partidos es acaparar poder, el máximo posible y durante el mayor tiempo posible, porque el poder resulta imprescindible para justificar su propia existencia. En ocasiones, la única vía para lograrlo es exprimir las leyes, independientemente de cuál haya sido la voluntad de los electores y de si los necesarios aliados se encuentran en el vecindario o en las antípodas ideológicas.
Esas ansias de mando inmediato explican paisajes políticos como el que puede contemplarse estos días en el Cabildo de El Hierro, donde PSOE y PP se han unido para apartar del poder a la nueva presidenta nacionalista, cuya toma de posesión ha sido tan reciente, su gestión tan exigua, que sus verdugos han sido incapaces de argüir una sola razón de peso para justificar tamaña celeridad a la hora de guillotinarla.
El asalto al poder al menor resquicio, desde el mismo momento que las matemáticas políticas lo hagan posible y sin atender a situaciones reales de desgobierno, se ha convertido en un fenómeno intrínseco a la política canaria cuyos detractores probablemente mañana se conviertan en cómplices. Y viceversa. Y precisamente por ello, porque las hemerotecas existen, resulta tan grotesco escuchar los lamentos de quienes se rasgan las vestiduras por la actitud de unos consejeros insulares cuyo único pecado es seguir las enseñanzas del padre.

Santiago Díaz Bravo

ABC