La televisión lo puede todo. En la cada vez más lejana niñez, un partido de fútbol entre la Unión Deportiva Orotava y el Club Deportivo Puerto Cruz, vecinos y encarnizados rivales, se tornaba en un acontecimiento social de la máxima relevancia. Los días previos no se hablaba de otra cosa en tiendas, bares y tabernas. Los padres, pero también las madres, azuzaban a sus retoños en pro de los colores amados y en no pocas ocasiones esos mismos niños, ganados para la causa, llegaban a las manos en el recreo como consecuencia de alguna insalvable diferencia de criterio sobre las grandezas y miserias de uno y otro equipo. Si alguien se tropezaba por la calle a algún jugador de los suyos no dejaba pasar la oportunidad de insuflarle ánimos y desearle la mayor de las suertes, que no podía ser otra que la victoria, con una amistosa aunque respetuosa palmada en la espalda. Una palmada suave, eso sí, no fuera a provocar una contractura al valiente guerrero.
Cuando el esperado día llegaba los nervios del respetable se hallaban a flor de piel desde primeras horas de la mañana. A algunos infantes, y también a quienes sumaban unos cuantos cumpleaños, les había costado un suplicio conciliar el sueño la noche anterior, pero allí estaban junto a la familia, los amigos y miles de hinchas más en las gradas de Los Cuartos o El Peñón, participando en una fiesta donde ganar era sinónimo de felicidad y perder, Dios no lo quisiese, de desoladora desdicha. Qué grandiosas tardes de fútbol y emociones.
Pero la televisión lo puede todo, tanto que ha sido capaz de vaciar las gradas de ambos estadios a cambio de llenar los sillones de los hogares y de las cafeterías con canal de pago. Las camisetas de los clubes locales yacen en el olvido porque acaso hayamos llegado a la estúpida conclusión de que merece más la pena ser espectador que protagonista.
Santiago Díaz Bravo
La Opinión