martes, 5 de mayo de 2009

AQUEL FÚTBOL NUESTRO


La televisión lo puede todo. En la cada vez más lejana niñez, un partido de fútbol entre la Unión Deportiva Orotava y el Club Deportivo Puerto Cruz, vecinos y encarnizados rivales, se tornaba en un acontecimiento social de la máxima relevancia. Los días previos no se hablaba de otra cosa en tiendas, bares y tabernas. Los padres, pero también las madres, azuzaban a sus retoños en pro de los colores amados y en no pocas ocasiones esos mismos niños, ganados para la causa, llegaban a las manos en el recreo como consecuencia de alguna insalvable diferencia de criterio sobre las grandezas y miserias de uno y otro equipo. Si alguien se tropezaba por la calle a algún jugador de los suyos no dejaba pasar la oportunidad de insuflarle ánimos y desearle la mayor de las suertes, que no podía ser otra que la victoria, con una amistosa aunque respetuosa palmada en la espalda. Una palmada suave, eso sí, no fuera a provocar una contractura al valiente guerrero.
Cuando el esperado día llegaba los nervios del respetable se hallaban a flor de piel desde primeras horas de la mañana. A algunos infantes, y también a quienes sumaban unos cuantos cumpleaños, les había costado un suplicio conciliar el sueño la noche anterior, pero allí estaban junto a la familia, los amigos y miles de hinchas más en las gradas de Los Cuartos o El Peñón, participando en una fiesta donde ganar era sinónimo de felicidad y perder, Dios no lo quisiese, de desoladora desdicha. Qué grandiosas tardes de fútbol y emociones.
Pero la televisión lo puede todo, tanto que ha sido capaz de vaciar las gradas de ambos estadios a cambio de llenar los sillones de los hogares y de las cafeterías con canal de pago. Las camisetas de los clubes locales yacen en el olvido porque acaso hayamos llegado a la estúpida conclusión de que merece más la pena ser espectador que protagonista.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

sábado, 2 de mayo de 2009

UN PLANETA 'AGRIPADO

La Organización Mundial de la Salud certifica que la gripe común afecta cada año a entre el 5 y el 15% de la población mundial, provocando de 3 a 5 millones de casos graves y entre 250.000 y 500.000 muertes. Sólo en los Estados Unidos, el país más poderoso del planeta, el virus influenza, tal es su denominación científica, acaba anualmente con una media de 30.000 vidas. En España la cifra de fallecimientos por año se sitúa en torno a los 3.000. Ante tales evidencias resulta sorprendente que asistamos a una suerte de psicosis planetaria por causa de la gripe porcina cuando el número de afectados en todo el mundo se sitúa en torno a 500 y los fallecidos ya confirmados apenas llegan a la veintena. Si las estadísticas de años anteriores se cumplen, durante la semana que llevamos inmersos en el día a día de la gripe porcina habrán muerto, en el mejor de los casos, unos 5.000 seres humanos como consecuencia de la gripe común.
Los expertos se afanan en explicar, hasta ahora sin demasiado éxito, que la también denominada nueva gripe o A/H1N1 es un virus de fácil contagio y baja mortalidad. De forma paralela, los medios de comunicación parecen entusiasmados con la utilización de la palabra pandemia, un término cuya invocación provoca sudores fríos pero cuyo significado en el RAE es harto inocente y clarificador: enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región. No tiene necesariamente que ver con la peste negra, con la lepra ni con la tristemente célebre gripe española de 1918, sencillamente porque la gripe común, esa que nos provoca dolor de cabeza y molestias de todo tipo casi cada año, que se encuentra en el origen del 25% de las bajas laborales en España, es también una pandemia aunque, por lo que podemos apreciar, sin tan buenos amigos entre los periodistas como su prima mexicana.
La tendencia humana a la hipérbole, a ocuparnos con desmesurada intensidad de unos aspectos de la realidad al tiempo que a desdeñar otros acaso de igual o mayor trascendencia, es la culpable de un espectáculo planetario en cuyo atrezo han encontrado acomodo elementos tan habituales como las mascarillas y el Tamiflú. Asistimos impertérritos a la materialización del sueño de los amantes del cine de serie B, de quienes recostados en un sillón cualquier tarde de domingo,con los ojos en la televisión y el oído en el Carrusel, disfrutan con una de esas películas estrambóticas cuyo mayor mérito es servirnos de antesala a una plácida siesta.


Santiago Díaz Bravo
La Opinión