jueves, 16 de octubre de 2003

AQUELLA NOCHE

AÑOS ATRÁS, a las puertas de una animada cervecería portuense, hacía partícipe a un amigo de lo injusta que había sido la vida conmigo, al menos aquella tarde. A un dramático roce de cinco centímetros de longitud en el lateral derecho de mi flamante Renault 19 se había sumado, momentos después, aún sumido en un profundo disgusto, una multa por estacionar en un área de carga y descarga. Mis ruegos ante el estricto agente fueron en vano. Para más inri, aquel mes escaseaban mis recursos crematísticos, y la espera por el ingreso de la nómina se me antojaba eterna. Una mueca gentil y una seña para que el camarero escanciara una siguiente ronda sirvieron para escenificar su apoyo. Tampoco había sido un buen día para él, harto como estaba de aguantar excentricidades laborales y, cuando no, de soportar reiteradas reprimendas maritales. Me vi en la obligación de hacerle una seña al camarero. Continuamos largo rato enfrascados en una conversación sobre nuestras mutuas desgracias, hasta que mis ojos advirtieron en la acera de enfrente, entre dos coches, a un joven cuyo cuerpo reposaba sobre un artilugio parecido a una silla de ruedas. Carente de piernas y por ello dependiente de aquella suerte de soporte rodado (no se trataba de una silla de ruedas al uso), había intentado sortear dos vehículos aparcados en batería para cruzar la calle, sin advertir que la diagonal que marcaba uno de ellos hacía que, a la altura del maletero, se acercase en exceso al otro y le impidiese el paso. El joven se había enfrascado en una batalla perdida: volver hacia atrás y buscar otra ruta; el empedrado de la calzada y el bordillo de la acera se lo impedían. No supimos cuánto tiempo llevaba allí, tal vez en algún momento mirando hacia nosotros y nuestro universo de preocupaciones mientras realizaba algún esfuerzo estéril por liberarse. No se lo preguntamos. Lo ayudamos a cruzar y nos ofrecimos a llevarlo adonde quisiera. Rechazó cortésmente el ofrecimiento y, tras estrecharnos la mano, continuó su camino. Volvimos a la cervecería. Estuvimos largo rato en silencio. La noche lucía estrellada. Maravillosa.


Santiago Díaz Bravo
El Día

jueves, 9 de octubre de 2003

¿TONY O CHAGO?

ARNOLD SCHWARZENEGGER, alias Terminator, se ha convertido en el nuevo gobernador de California, el estado más poderoso de los Estados Unidos, casi del mismo tamaño que España y con un potencial económico muy superior. Su elección se quedaría en la mera anécdota si no fuera porque, más pronto que tarde, tal situación encontrará reflejo en la vieja Europa. Si Washington ha asumido el papel de indiscutible capital del mundo es porque se ha especializado en la exportación de modas y modelos de conducta, paso previo a la exportación de productos e ideologías. El cine, Hollywood, se tornó tras la segunda gran guerra en una suerte de avanzadilla que con el paso de las décadas, y con el indiscutible apoyo de la lúgubre etapa de la "guerra fría", se ha descubierto fundamental para la entronización planetaria de todo aquello que huela a estadounidense. Somos lo que somos, el mundo entero es lo que es, en buena medida debido a los magníficos guiones que han pergeñado durante décadas los sesudos guionistas de la Universal, a los fastuosos decorados de la Paramount, al indiscutible sentido mitad artístico, mitad comercial, de los productores de la Century, a la estudiada pose de Humprey Bogart, a la embriagadora belleza de Ava Gadner, a las imbecilidades de Jerry Lewis, a la virilidad de Harrison Ford, a las piernas de Cameron Díaz y a los indestructibles tornillos de Arnold Schwarzenegger Si el bueno de Terminator, siguiendo el camino abierto por su colega Ronald Reagan, ha logrado que sus conciudadanos le otorguen el cargo de mandamás californiano, créanme si les digo que dentro de poco seremos testigos de una encarnizada lucha por la presidencia española entre Emilio Aragón y Antonio Ozores. ¿Tiene dudas? Yo, ninguna; votaré a Ozores. Donde no lo tengo tan claro es en el ámbito de la política local porque, si le soy sincero, a la hora de elegir al futuro presidente del Gobierno de Canarias no encuentro grandes diferencias entre Tony Santos y Chago Melián.


Santiago Díaz Bravo
El Día

jueves, 2 de octubre de 2003

EL PARAÍSO DE LA MEDIOCRIDAD


LA LLEGADA DEL OTOÑO televisivo ha evidenciado un año más los síntomas de una de las enfermedades que acucia a la sociedad actual: el nihilismo. Dos esperpénticos programas, "Operación Triunfo" y, sobre todo, "Gran Hermano", muestran año tras año hasta qué punto la televisión ha transgredido el sistema tradicional de valores, que aunque lleno de injusticias, incoherencias e incongruencias, jamás había convertido a la molicie, la mediocridad y la estupidez en objeto de la admiración popular, en paradigmas del comportamiento humano. En un mundo de iletrados, la pantalla catódica se ha hecho dueña y señora de las salas de estar, de las conversaciones en cafeterías, bares y parques, de acuerdos y discusiones, de fobias y filias. Dentro de ese maremagnum de imágenes, un grupo de personajillos cuyo único mérito conocido es el lloriqueo desmedido se convierte temporada tras temporada en el delirio de la audiencia. Es la fama por la fama, el salto a la popularidad sin que medie mayor esfuerzo que el coito bajo un edredón. La admiración pública, el odio del populacho, ya no encuentran su origen en el esfuerzo, en los logros, en la bondad, en la maldad, en la suerte. La fama ha dejado de ser "consecuencia de" para convertirse en el primer y único fin. No se es conocido por ser alguien: se es conocido para ser alguien. Y claro que resultaría injusto meter en el mismo saco al abominable "Gran Hermano" y a "Operación Triunfo", o lo que es lo mismo: a un clan de parásitos y a un grupo de jóvenes esforzados. El inconveniente del segundo es otro: parafraseando su propio título, el triunfo de lo mediocre, de lo convencional, el imperio absoluto del estereotipo. No deja lugar a la variedad, a la distorsión. Visto uno, vistos todos, y en ninguno de los casos el objetivo de los concursantes es la música como vehículo de expresión, el canto como actividad creadora. El fin del camino es la fama, el triunfo, ser conocido para ser alguien. Es la caligrafía que sustituye a la literatura, la nada que se adueña de todo.


Santiago Díaz Bravo (2/10/2003)