sábado, 31 de marzo de 2012

MÁS ALLÁ DE LA REFORMA LABORAL


Convocar una huelga general en un país con cinco millones de desempleados es como empezar un partido de fútbol ganando cinco a cero, porque poco más se va a detener una nación que en la práctica se halla cuasi paralizada por la decadente situación económica. Tal parón de facto, unido a un latente temor hacia posibles represalias del empresariado y al descrédito social, poco a poco tornándose en antipatía, que sufren unas organizaciones sindicales anacrónicas —se empeñan en seguir dividiendo a la población por clases— a las que se identifica como parte inseparable del problema, se hallan detrás del, cuando menos, dudoso éxito de la convocatoria del pasado jueves, sin obviar que conviven cifras de todos los tipos y colores. Cosa distinta fueron las manifestaciones con las que concluyó la jornada, especialmente multitudinarias en Canarias, la comunidad autónoma cuyos ciudadanos cuentan con más motivos para tomar las calles y protestar a diestra y siniestra contra los que están, los que se fueron, los de más allá y los de más acá. A fin de cuentas, en el fondo del conflicto que se escenificó anteayer subyace la incapacidad de la economía para generar y mantener un volumen de puestos de trabajo acorde con la realidad demográfica y con ciertos parámetros de calidad, y en eso, por estos lares, somos campeones de campeones.
Pero el análisis al que nos hallamos abocados tras el 29M no debe limitarse a discernir si la reforma laboral aprobada por el Gobierno de Rajoy concita un mayor o un menor rechazo entre la población de las islas, porque aunque los participantes en las manifestaciones no representan a la totalidad de la ciudadanía, la respuesta callejera fue lo suficientemente contundente para que haya quedado claro que malestar, haberlo, haylo. Y mosqueo mayúsculo, sin lugar a dudas, también. Por ello, el esfuerzo extra a la hora de interpretar lo acaecido debe permitirnos averiguar si esas decenas de miles de gargantas arremetían en exclusiva contra la modificación de la legislación laboral o dirigían su ira contra un estado de las cosas que va más allá de un mero, aunque determinante, cambio normativo. O lo que es lo mismo, si nos hallamos ante un caudal portentoso o ante la gota que ha acabado por desbordar el vaso.
Resolver tamaño dilema no es asunto baladí, porque poco tiene que ver una sociedad encabritada por una reforma concreta que otra iracunda por el funcionamiento de unos poderes públicos, incluyendo, como no podría ser de otra forma, a todas las administraciones, cuyo desprestigio sólo resultase comparable a la desconfianza hacia la capacidad de esos mismos poderes para reconducir la complicada situación que atravesamos.
Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 27 de marzo de 2012

SOSTIENE DÍAZ BRAVO


Puede que la razón estribe en los consabidos impedimentos para ejercer de profeta en tierra propia, puede que hallemos la respuesta en el síndrome del perro abandonado, ese entrañable ser capaz de regalar a su inesperado amo más fidelidad de la física y emocionalmente asumible. El caso es que pasado y presente lucen plagados de personajes que se convierten en santo y seña de un enclave ajeno que ni los vio nacer, ni contaba con motivos aparentes para que el destino estableciera tan sólidos vínculos. Y yo siempre he sentido cierta curiosidad por tales personajes además de una pizca de devoción, acaso porque me identifico con su causa debido a razones tan sólidas como peregrinas, valga la incoherencia, que ahora no vienen a cuento; acaso porque un buen día cayó en mis manos una obra maestra que me hizo reflexionar sobre ello.
Mi primer encuentro con la capital lusa se remonta a un par de años antes de que siguiendo la insistente recomendación, casi súplica, de un amigo, me sumergiese en las exquisitas páginas de Sostiene Pereira. Encantador y romántico son los términos que con mayor propiedad definen aquel desembarco inaugural en la desembocadura del Tajo. Nada menos; nada más. Un lustro más tarde, en mi siguiente visita, obediente lectura, magno descubrimiento y súbito enamoramiento literario de por medio, Lisboa se había convertido en la ciudad de mi admirado Pereira, a quien presentía caminando sosegadamente por sus aceras, discutiendo en cualquier esquina con el joven Monteiro Rossi, dando cuenta de una opípara comida en alguna vieja taberna de La Alfama al tiempo que charlaba de lo humano y lo divino con el doctor Cardoso o apoyado detrás de una vieja fachada de los barrios altos justificándose ante su santa, o más correctamente, ante su fotografía, por el tardío regreso al hogar.
Lo cierto es que tras acompañar durante tantos días al periodista Pereira a la vetusta redacción del diario Lisboa en la Rua Rodrigo Da Fonseca, visitar con suma frecuencia el Café Orquídea y, siguiendo sus consejos, combatir el verano lisboeta con limonadas dulces y frescas; recorrer a su vera la Avenida da Liberdade, la Praça do Rossio y los aledaños del Castillo de San Jorge, donde abandonábamos el tranvía en dirección a su modesto domicilio en la Rua da Saudade; atravesar el umbral de su casa y, antes de nada, saludar, imitándolo, a su fallecida esposa para luego narrarle las vicisitudes de la jornada; compartir con él sus disquisiciones sobre la vida, la muerte, el amor, la juventud, la religión, la enfermedad, la política y el periodismo, sostengo que en mis adentros nació una nueva Lisboa que permanecerá unida para siempre a su anciana figura.
Y eso que el bueno de Pereira poco tenía que ofrecerme. A su edad andaba sobrado de achaques y si su corazón latía era gracias a los avances de la medicina, sus posibles le permitían sobrevivir a secas, su carrera periodística se había estancado en la misión de dirigir una sección en la que era el único redactor, le hablaba al retrato de su esposa para tratar de convivir con su irreemplazable pérdida y se hallaba en esa etapa de la vida donde un amanecer más se convierte en uno menos. Cierto es que su rencuentro con las inquietudes juveniles despertó en él toda suerte de sensaciones, ansias de libertad y maquiavélicos planes, pero sostengo que para alguien que pocos años antes sentía fascinación por Capitán América, Thor, Ironman e individuos de tal calaña, la irrupción de aquel viejo maniático se convirtió en un seísmo vital.
Pereira carecía de cualquiera de los condimentos necesarios para tornarse en héroe, pero sostengo que lo logró ante mis ojos y ante los ojos de millones de lectores que hallamos en esta magistral obra de Antonio Tabucchi, un italiano tan enamorado de la ciudad lisboeta que no sólo ha logrado vincularse para siempre a ella, sino que le ha legado a uno de sus personajes más entrañables y reconocibles, el alivio a no pocos dilemas existenciales. Tal vez no haya allanado todas nuestras dudas; puede, incluso, que ninguna de ellas, pero sostengo que ha conseguido mitigarlas, que no es poco, y siempre he albergado la sospecha de que tamaño logro pueda ser considerado como la única solución ante la falta de cualquier otra opción real.
El mérito de Pereira, que es el de Tabucchi, consiste en demostrar con pruebas fehacientes e incontestables que el heroísmo, si es que existe, sostengo, nace de las debilidades, de las incongruencias, de la dudas, de los miedos, de la vejez, de todo aquello en principio alejado de los estereotipos propios de una adolescencia tan imberbe en lo capilar y en lo intelectual como limitada por el desconocimiento del mundo. Eso si existe, que dudas, haberlas, haylas, sostengo con contundencia.
Ahora sé que la próxima vez que me adentre en la Praça do Comercio y vislumbre la inconfundible estampa de Pereira, éste no vagabundeará en soledad. Sostengo que le acompañará quien tras su muerte, porque la muerte tiene esas cosas, se ha convertido en uno de los profetas de tan bella urbe. De tierra ajena, como mandan los cánones. Porque fue Antonio Tabucchi quien halló acomodó en la literatura con mayúsculas al bueno de Pereira, uno de los personajes lisboetas más universales, sostengo, si bien no cabe apuntarle al autor toscano el mérito de haberlo concebido, toda vez que admitió haber conocido en París a un periodista que se había exiliado tras sufrir serios problemas con el régimen de Salazar. En él se inspiró para plasmar sobre el papel la magistral novela. Y es que, a fin de cuentas, si un enclave tan portentoso como Lisboa, la ciudad que el escritor italiano amaba, figura en los mapas, nada más apropiado que homenajearla en lo literario con un hijo legítimo, debió sostener Tabucchi igual que lo hacía Pereira. Y yo, humildemente, me limito a sostener que se trata de uno de los libros más maravillosos que se han cruzado en mi vida.
Santiago Díaz Bravo
Creativa Canarias

viernes, 23 de marzo de 2012

CUANDO LA POLÍTICA ES PURO TEATRO


Sea sincero y reconozca que cada vez que un objetivo fotográfico pulula por las inmediaciones opta bien por contraer su prominente barriga, bien por estirar hasta lo imposible su encorvada espalda, bien por esconder la papada bajo un mentón artificioso, bien por adoptar una pose tan natural como la de Belén Esteban deleitándose con la lectura de «Parerga y Paralipómena», de Schopenhauer. En el caso de que admita su afición a tales prácticas, tan humanas, tan mundanas, convendrá conmigo en que exigir a los participantes en un debate parlamentario que abran de par en par las puertas de su adusta fachada, que intercambien ideas según la fórmula aristotélica de la dialéctica, deberíamos considerarlo, además de una perversión, una supina desfachatez.
En estos tiempos que corren, la clase política (¿debería decir casta?) no sólo carece de virtudes que la encumbren sobre el resto de los mortales, sino que encarna como nunca las más pedestres singularidades de la plebe. Atrás, muy atrás, quedan aquellas tardes en las que la tribuna se convertía en podio de malabaristas del verbo; atrás, muy atrás, aquel fluir de reflexiones que provocaba en el respetable una suerte de sentimiento a mitad de camino entre la admiración y la devoción. A veces hasta daban ganas de aplaudir al adversario ideológico, igual que cuando el delantero del equipo rival nos endosa un gol tras someter a nuestros defensas a un sinfín de meritorias cabriolas.
Así las cosas, nada debe sorprendernos que el supuesto debate sobre el estado de la nacionalidad canaria ni haya sido debate, ni nos haya aclarado el estado de la región. Si es que algo había que aclarar, que esa es otra. Uno y otros, otros y uno, cumplieron a rajatabla la máxima que pregonó a los cuatro vientos el gran Paco Umbral: «Yo he venido aquí a hablar de mi libro». Y de su libro hablaron, cada uno del suyo, sin pronunciar una sola palabra que no pudiéramos prever, sin pestañear ni despeinarse para evitar salir mal en la foto, convirtiéndose de facto en protagonistas de una película digna de una tarde de domingo, de ésas que aún cuando nos abandonamos a los cantos de Morfeo sobre el mullido sofá, podemos retomar en cualquier momento sin esfuerzo alguno, tan burda es la trama.
Los soliloquios acerca de un lugar llamado Canarias, porque así debería haberse denominado la ceremonia acaecida días atrás en la santacrucera calle Teobaldo Power, han evidenciado una vez más, y van unas cuantas, que la política, parafraseando la sentida canción de La Lupe, en ocasiones no es otra cosa que puro teatro.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 17 de marzo de 2012

EL SÍNDROME DEL PERRO DEL HORTELANO


Emulando al perro del hortelano del gran Lope de Vega, parte de la clase política de las islas parece empeñada en mantener al archipiélago anclado en el inmovilismo económico que lo ha llevado a encabezar las listas de desempleo, porque no olvidemos que si el resto de las comunidades de la piel de toro cuentan con sobrados motivos para lamentarse, por estos lares faltan muros donde golpearnos la cabeza. Tales dirigentes, que llevan décadas llenándose la boca con la palabra diversificación sin pasar del verbo a los hechos, que a poco que sean observadores habrán comprobado que el turismo, con ser importante, no lo es todo, se aferran ahora a una contundente campaña contra unas prospecciones petrolíferas que podrían suponer el primer paso para una regeneración de facto de la estructura económica, el antes y el después de la manida diversificación.
La razón asiste a quienes se desgañitan afirmando que la industria petrolera ni por asomo se convertirá en el ansiado maná generador de puestos de trabajo, también a quienes reiteran con vehemencia que se corren serios riesgos medioambientales. No obstante, los primeros olvidan que el objetivo nunca debe pasar por incidir en el error y sustituir un bicultivo, turismo y construcción, por otro, turismo y petróleo, sino por abrir la puerta a una actividad generadora de riqueza capaz de franquear, a su vez, otras puertas, incluyendo la de las energías renovables, en auge aunque incapaces aún de hacer sombra a los hidrocarburos; los segundos obvian que los riesgos ya forman parte de la cotidianidad de unas islas que además de contar con una importante refinería, se han convertido en ruta de paso de cientos de gigantescos buques rebosantes de crudo. El incremento del peligro que conllevaría la extracción de petróleo resultaría considerablemente inferior a los beneficios que devendrían.
Con todo, lo más preocupante de tan acentuada obcecación política es el tiempo y la energía que se malgastan en un repudio anacrónico y baldío. El reparto competencial manda y, guste o disguste, las prospecciones se van a realizar y el hidrocarburo se va a extraer. Se trata de decisiones que se enmarcan en el entramado legal que fija la Constitución, lo que las puede convertir en criticables, no podría ser de otra forma, pero jamás en ilegítimas, como pregonan los más drásticos opositores al proyecto.
Tal panorama debería hacer reflexionar a las autoridades locales y convencerlas de que la mejor opción pasa por aparcar los grandilocuentes discursos de reafirmación política y negociar el mayor número posible de prebendas para Canarias. Siempre podrán argüir ante sus correligionarios que, lejos de unirse al enemigo, se han aprovechado de él.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 10 de marzo de 2012

COMPLEJOS TELEVISIVOS


Uno de los rasgos que definen el carácter isleño es la tendencia a minusvalorar lo propio y sobrevalorar lo ajeno, un complejo que ha provocado el destierro de un sinfín de profetas al tiempo que ha facilitado la llegada de un ejército de anodinos expertos en casi cualquier materia. Esa es la única explicación de que una conferencia dictada en Las Palmas de Gran Canaria por la directora general de Televisión de Cataluña, Mónica Terribas, mandamás de uno de los entes autonómicos que más fondos públicos ha dilapidado, defensora de una fórmula caduca en continente y contenido, haya recibido el entusiasta aplauso de buena parte de la clase política y periodística, al extremo de que sus argumentos se han convertido de la noche a la mañana en el paradigma de la televisión pública. Nadie parece haber caído en la cuenta de que el modelo que defiende se encuentra en entredicho en su propia casa, nadie en que la crisis de dicho modelo obliga a renovarlo de la cabeza a los pies. Terribas vino a Canarias con la intención de vender restos de temporada y regresó a Barcelona con las manos felizmente vacías.
Ese provincianismo recalcitrante, unido a la urgente necesidad de justificar ante la opinión pública la existencia de medios de comunicación de titularidad autonómica, convirtió a Terribas en el ansiado salvavidas. Si la directora de la televisión catalana lo dice, tiene que ser verdad, parecía la consigna. Tristemente, nadie se percató de que la invitada, en lugar de impartir docencia, acaso debería haberla recibido. Nadie reparó en la posibilidad de que el modelo aplicado en Canarias supere con creces al catalán en equilibrio, sostenibilidad y eficiencia; nadie en la posibilidad de que en éste y algunos otros asuntos, al menos en éste y algunos otros, nos hayamos adelantado al común de las autonomías.
Esa evidente sensación de inseguridad que embarga tanto a dirigentes políticos como a responsables de medios públicos nace de la sospecha de que las cosas, bien por imposibilidad, bien por impericia, se están haciendo regular tirando a mal. El modelo, aunque fundado en el sentido común, no lo es todo, resulta necesario dotarlo de alma, y una televisión pública, en el caso de que convengamos en las bondades sociales de su existencia, debe ceñirse a unos objetivos concisos en sus fines y a una estructura diáfana en su funcionamiento, virtudes ausentes en lo que se ha convertido en una suerte de cajón de sastre. Por ello, recurrir a Terribas es visitar a un médico que se limita a contarle al paciente lo que éste ansía escuchar.
Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 6 de marzo de 2012

MI PRIMERA VEZ


Allá por el año 2002, cada mañana abandonaba durante veinte minutos mi despacho en el barrio de Vegueta para dirigirme a una entrañable cafetería en la calle Reyes Católicos, donde daba buena cuenta de un café con leche, un pincho de tortilla y un modesto zumo de naranja. Día sí, día también, desembolsaba 230 pesetas por mitigar la gazuza matutina, a las que se sumaban otras 20 que iban a parar a un nutrido bote. Los fines de semana solía desplazarme a Tenerife, donde, en parte por aminorar los gastos del viaje, en parte porque la pitanza bien lo merecía, visitaba con frecuencia un recóndito guachinche en los altos de Santa Úrsula. Allí, rendir homenaje a Dionisos y colmar con desmesura  las oquedades del estómago suponía abonar en torno a 600 pesetas. Tan módica resultaba la cuenta que la propina fluía con sobrada generosidad.
Pero una mañana que creía como las demás, grata y fructífera, plácida y soleada, a estas alturas de aciago recuerdo, el hasta entonces amable camarero de Reyes Católicos cometió la osadía de reclamarme dos euros. Fue mi primera vez. Tras ordenar a unas atrabancadas seseras que realizaran una sencilla operación matemática, aplasté sobre el mostrador un par de lustrosas monedas con la efigie de Su Majestad, expresé con tono airado mis críticas hacia el café con leche cuasi frío, la tortilla poco hecha y un zumo que, en lugar de con naranjas, parecía haber sido elaborado con limones, y puse asfalto de por medio. Para mi disgusto, el episodio se repetiría días más tarde en el remoto figón chicharrero, que, iluso yo, imaginaba ajeno a la locura monetaria que acababa de invadirnos.
De nada sirvió que los gobiernos europeos se apresuraran a divulgar a los cuatro vientos una imperceptible inflación, a buen seguro con los dedos cruzados detrás de la espalda; de nada que entonces, ahora y probablemente dentro de un mes, dos meses, un año, dos años, los prebostes de las finanzas santifiquen al euro a pesar de todos los pesares. Usted y yo sabemos que aquel fue el principio de nuestros males, máxime en una comunidad como la canaria, caracterizada por unos sueldos exiguos y especialmente sensibles a los encarecimientos.
En pocas ocasiones macroeconomía y microeconomía se han hallado tan distanciadas. La primera, en manos de quienes adoptan las grandes decisiones y, ocurra lo que ocurra, se niegan a reconocer sus errores, desvaríos y precipitaciones, cuanto más a rectificar; la segunda, condenada a asumir las miserias de la primera, con el pataleo como único recurso y sumida en la añoranza de aquellos tiempos en los que dejábamos propina.

Santiago Díaz Bravo
ABC