sábado, 23 de julio de 2011

UNA ODA AL OPTIMISMO... Y A LA PACIENCIA


“Jamás en la historia ha habido un mejor momento para ser periodista”. Jacob Weisberger, director de slate.com, una publicación digital vinculada al Washington Post que se sitúa entre las más exitosas de los Estados Unidos, se mostraba así de contundente el pasado mes de septiembre en el Hay Festival de Segovia.Y la razón le asiste, porque la eclosión de internet no sólo ha permitido que los informadores contemos con más fuentes que nunca y dispongamos de herramientas inimaginables hace unos años para narrar la realidad, sino que ha creado una audiencia potencial que supera ya los mil millones de lectores. Antaño, una crónica publicada en un diario canario, por brillante que fuese y a pesar de que su temática trascendiese las fronteras del archipiélago, nacía condenada a morir en veinticuatro horas y con el triste sino de que su repercusión se quedase entre cuatro paredes, en no pocas ocasiones harto mohosas. En la actualidad, por mor de las nuevas tecnologías, largos son los días y ancho es el mundo.
Sin embargo, nos enfrentamos a una rotunda paradoja: ¿cómo es posible que en medio de tan idílico paisaje el periodismo se halle inmerso en una crisis sin precedentes que conlleva despidos masivos y un paulatino cierre de medios? La respuesta acaso sea tan sencilla como controvertida: esa supuesta crisis a la que con tanto denuedo se recurre es una absurda falacia, la consecuencia de una metonimia que confunde el continente con el contenido. Y es que nunca ha habido tantos lectores ni tantas expectativas de que su número siga creciendo; nunca los periodistas han sido tan leídos; nunca la firma de un informador profesional, esa suerte de sello de garantía que diferencia sus palabras de las de cualquier otro mortal y las convierte, si no en objetivas, cuando menos en veraces, había sido tan valorada. Internet, mal que les pese a tantos ejecutivos agresivos de los diarios tradicionales, mal que nos disguste a quienes despertamos a la profesión entre pliegos de papel y barriles de tinta, ha tornado en una bendición divina. Tan de sopetón nos ha llegado que ni siquiera hemos tenido tiempo de valorarla en su justa medida.
La crisis, o más correctamente, la doble crisis, por un lado la que encuentra su origen en la desaceleración económica y atañe a todos los sectores productivos; por otro la motivada por el anacronismo del papel, que no por el mayor protagonismo de internet (sería como culpar a los médicos de la desaparición de los curanderos), es a las empresas a quienes afecta. Cierto es que tal afección repercute directamente, y de qué triste manera, en las condiciones laborales de los profesionales, pero sería incorrecto, además de socialmente preocupante, aseverar de forma taxativa que el periodismo como tal se halla en sus horas más bajas. Cosa distinta es el flaco favor que hacen a la causa determinados medios, calificados como serios, al transgredir el sancto sanctorum de la profesión, es decir, la jerarquización de los contenidos, y empeñarse en llamar la atención del respetable a través de toda suerte de banalidades y al grito de 'poderoso caballero es don dinero'. Pan para hoy, pero ese es otro debate.
El anacronismo del papel es tal que ni siquiera una reformulación de los diarios que los aparte de la actualidad pura y dura y tienda hacia el análisis y el gran reportaje, como proponen buena parte de los santones del sector, se adivina como una medicina capaz de paliar la enfermedad que aqueja a tan moribunda industria. Y es que no existe ni uno solo de tales contenidos que no pueda ser incluido y, lo que resulta más relevante, enriquecido y revalorizado, en internet. Sirva de ejemplo que el propio Arthur Sulzberger Jr., presidente del New York Times, augurase hace unos meses la desaparición de los quioscos de su añejo y prestigioso tabloide. El futuro, según Sulzberger, es internet, una conclusión con la que coinciden, entre otros, el director de El País, Javier Moreno, quien se ha mostrado convencido de que el papel desaparecerá en pocos años. Probablemente sin excepciones.
Pero ni Sulzberger ni Moreno tienen motivos para perder el sueño, porque los internautas han decidido respetar los galones y decantarse por las cabeceras de toda la vida. A lo largo y ancho del planeta, y Canarias no iba a ser la excepción, la ediciones digitales de los diarios convencionales encabezan los listados de audiencia. Incluso aquellos que han eliminado de su agenda la cita diaria con la rotativa y han optado por dedicar todos sus esfuerzos al universo digital mantienen una posición de privilegio. La mayoría han sumado, incluso, nuevos adeptos, acaso porque la multiplicación de contenidos hace más necesario que nunca diferenciar entre lo importante y lo anecdótico, y la marca informativa adquiere en ese supuesto un valor sobresaliente. Así las cosas, cabe desechar la segunda falacia: internet dará sepultura los diarios. A lo único que los obliga es a cambiar de soporte. El mundo avanza, e incluso los fastuosos carruajes tirados por caballos, que tanto bien hicieron durante siglos, han tornado en una mera atracción turística.
Pero si las empresas las tienen todas consigo para salir del paso, ¿qué ocurrirá con los periodistas, una profesión a la que algunos agoreros conceden un índice de supervivencia equiparable al de un vendedor de paraguas en el desierto del Sáhara? Por increíble que parezca tras echar un vistazo al desolador panorama laboral, las expectativas cabe calificarlas de excelentes, precisamente gracias al desarrollo de esas nuevas tecnologías a las que con tamaño entusiasmo se ha denostado. Y esa es la otra gran paradoja.
Los diarios digitales, con la impagable colaboración de dispositivos como el Ipad y similares, tienden a convertirse en un soporte donde converjan los contenidos escritos y audiovisuales. A los textos y fotografiás se van sumando vídeos, sonidos, infografías y toda suerte de transmisores de información ya existentes o por inventar, para cuya elaboración, al menos de momento, no se han inventado máquinas. Si a ello añadimos la imperiosa actualización permanente, la conclusión es que los diarios digitales que vienen en camino necesitarán unas plantillas más pobladas que las actuales. Otra cosa será el modelo de relación laboral que se establezca entre la empresa y el trabajador. Y otra el modelo de negocio que permita la financiación de los medios. Pero trabajadores, necesitarse, se necesitarán. Y muchos.
Y ahora, vayamos a lo que de verdad nos interesa: ¿se han convencido los diarios canarios de la necesidad de renovarse? ¿Dedican los medios precisos para ello? Lo del convencimiento va por barrios, y la cerrazón ante la evidencia, por edades. Las primaveras disfrutadas por algunos de los próceres de los consejos de administración se convierten en un sólido obstáculo, pero, sobre todo, la condena a un limbo donde la pérdida de lectores en papel es permanente (los de verdad, los del quiosco), la suma de lectores digitales constante y, a pesar de ello, la única fuente de ingresos continúan siendo los primeros. Dedicar demasiados recursos a unas ediciones digitales cuya rentabilidad continúa siendo insignificante debilitaría aún más las ya socavadas redacciones convencionales, y aunque la integración de ambas ediciones se adivina como la fórmula idónea, en la práctica coinciden un sinfín de problemas operativos, las más de las veces motivados por la carencia de asalariados.
La prensa escrita canaria, como la del resto del mundo, se enfrenta a un cambio de modelo cuyos tempos son impredecibles y sus fuentes financieras se hallan en proceso de experimentación, originando una incertidumbre que deviene en un querer y no poder y acaba por afectar sobremanera al balance de resultados. Que el esfuerzo por trasladar el fuerte del contenido periodístico a internet es exiguo, casi ridículo, resulta fácilmente constatable. Basta con comprobar el reducido número de profesionales encargados de tales menesteres. Que la situación financiera de las empresas concede a sus gestores excusas sobradas para impedir alegrías digitales también resulta fácilmente verificable. Que, guste o disguste, a periodistas y empresas no les va a quedar otro remedio que plegarse a la dictadura de las nuevas tecnologías, ¿de verdad hay alguien que aún lo dude?

Santiago Díaz Bravo
Anuario 2010 de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife (APT)

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viernes, 15 de julio de 2011

LA CONFESIÓN DE CURBELO

Ningún hijo de vecino se halla libre de cometer una, varias o un sinfín de tonterías a lo largo de su vida, bien en su propia casa, bien en un parque público, bien en el trabajo, bien de madrugada en una vía de la capital de España. Y la policía, a la ley y la Constitución gracias, no suele andar por esas calles de Dios deteniendo a los ciudadanos porque sí. Porque le caigan mal, le parezcan feos o exhiban un pésimo gusto a la hora de combinar la camisa y la corbata. La recurrente relación causa-efecto entre un comportamiento inadecuado y la reacción de la autoridad se torna en evidente en estos tiempos que corren. Y es eso lo que convierte en inaceptable la intención del presidente del Cabildo de La Gomera y senador por dicha isla, Casimiro Curbelo, de despachar su paso durante unas horas por una comisaría madrileña calificándolo de mera anécdota. Porque a diferencia de cualquier otro hijo de vecino, Curbelo ejerce un cargo de representación pública y las peripecias que protagoniza, máxime cuando se convierten en incidente, se sitúan dentro de la esfera del interés general. Por sus hechos los conoceréis, reza el lema evangélico. Una perogrullada a fin de cuentas porque ¿existe acaso otra manera de alcanzar tal conocimiento?
Tan evidente resulta que el bueno de Curbelo no cometió delito grave­ alguno (de haberlo hecho el sobrepeso de la administración judicial le habría aplastado y hubiera acabado por trabar amistad con el personal de la comisaría) como que una callada por respuesta sólo provocaría conjeturas, sospechas y un sinfín de inconvenientes para su buen nombre y la ya de por sí deteriorada imagen de la clase dirigente. Si injusto es que paguen justos por pecadores, más lo sería que pagasen como consecuencia de un silencio mal entendido o, peor aún, de una huida hacia adelante sin ton ni son en el caso de que, como mantiene el senador, se trate de “una tontería”.
Por intrascendente que haya sido el motivo de su detención, si es que fue intrascendente, Curbelo, igual que cualquier otro representante público que se hallase en una situación similar, está obligado a dar la cara, a sonrojarse ante las cámaras si fuese menester y explicar los porqués de tan desagradable experiencia. Con arrojo, sin miedo, aún a sabiendas de que leyes y política no siempre comparten el mismo código de valores, de que a un representante público se le exige más que a cualquier otro ciudadano, de que pegarle a un policía, si es que fue eso lo que ocurrió, es tan feo como pegarle a un padre en cualquier caso, pero mucho más si el agresor es un cargo electo.


Santiago Díaz Bravo
ABC