sábado, 29 de octubre de 2011

RECORTES, CULTURA Y PROSPERIDAD

Los libros de historia constatan que los intentos de la administración por asumir el protagonismo en la economía se han saldado con estrepitosos fracasos. Tal evidencia ha provocado, no obstante, dos riesgosos efectos: por un lado, la creencia de que los poderes públicos deben ceñirse al papel de observadores; por otro, la identificación entre desarrollo económico y prosperidad, o lo que es lo mismo: la tesis de que el gasto sólo halla justificación cuando el resultado del desembolso es directamente proporcional al beneficio monetario que genera. Y aunque a los defensores de ambos argumentos les asiste la razón que otorgan los números, cabe reprocharles su exacerbado empeño por meterlo todo en el mismo saco y permitir que tales números, importantes sin duda, tornen en una suerte de deidad pagana, como si una sociedad funcionara a modo de empresa y su éxito dependiera en exclusiva de la cuenta de resultados, ignorando que el desarrollo económico sólo adquiere sentido cuando se acompaña del científico y cultural.
Porque la historia, máxime los renglones escritos el último lustro, también prescribe el término medio como la vía adecuada, de forma que si bien la administración está obligada a autoexcluirse de los procesos productivos al tiempo que a velar por su transparencia y limpieza, también lo está a esforzarse para que el desarrollo económico no se convierta en el último peldaño, que debe reservarse a la búsqueda de la ya mencionada prosperidad en su más amplia acepción, es decir, el compendio que conforman el bienestar monetario, el avance de la ciencia y el desarrollo cultural.
Exijamos entonces a los servicios de recogida de basuras, de suministro de agua, de limpieza, que, cuando menos, no generen pérdidas, pero no apliquemos tal requisito a ámbitos como el de la cultura, y mucho menos los castiguemos por ello. Porque la cultura rara veces satisfará las exigencias de un contable, pero dudar de su aportacion a la prosperidad concedería argumentos sobrados a quienes se limitan a evaluar los logros sociales desde un punto de vista economicista.
Ello no debe ser óbice, sin embargo, para que Canarias, atendiendo a intereses superiores, limite los fondos destinados a la cultura, pero tal recorte sólo resultará aceptable si se aplica con mesura y, sobre todo, como remedio coyuntural. Lo primero, de momento, parece lejano, aunque no imposible teniendo en cuenta que los presupuestos para 2012 deben superar el trámite parlamentario. Lo segundo permitirá discernir a unos años vista si al frente de estas islas se sitúa un gobierno o un consejo de administración.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 22 de octubre de 2011

UNA DEUDA CON MARISA

Septiembre de 2003. Un buen amigo, excelente periodista, cubre el sepelio de Marisa Hernández, una joven discapacitada que días antes había sido violada, asesinada y arrojada al mar en la localidad de San Juan de la Rambla. En su afán por obtener las mejores fotografías, ruega a una anciana que presencia la llegada del cortejo fúnebre desde la puerta de su casa que le permita subir a la segunda planta, emplazamiento idóneo para tomar unas instantáneas. La mujer le sonríe antes de franquearle el paso y anunciarle que “un compañero suyo ya está arriba”. Pero el rostro del camarógrafo que filma la ceremonia le resulta desconocido, acaso porque no trabaja para medio de comunicación alguno, según le confiesa con retraimiento, temeroso de que le recrimine haberse hecho pasar por informador. Se trata de un guardia civil de paisano que graba los gestos de los asistentes al luctuoso evento a través de un potente objetivo. “A menudo los asesinos pertenecen al círculo de la víctima y se ven obligados a acudir al entierro. Su actitud puede delatarles”, se sincera conforme van entablando una amistosa conversación. Aquellas imágenes, que van a ser escrutadas por avezados investigadores, tal vez ofrezcan alguna pista.
Transcurridos ocho años, lo unico que sabemos es que o bien el autor, o autores, no asistieron al funeral, o bien, si lo hicieron, fueron lo suficientemente precavidos para merecer un reconocimiento teatral. El caso, cuyo expediente se halla paralizado a la espera de unas pruebas de ADN, continúa envuelto en el misterio, uno más en la lista de desapariciones y crímenes irresueltos que enturbian la placidez de estas islas y evidencian que los métodos de investigación policial a veces se quedan en la buena voluntad de sus responsables.
Pero el tirón de orejas debe incluir a unos medios de comunicación que, tan dados al alumbramiento de noticias fútiles como al inexplicable homicidio de hechos relevantes, llevan años centrando su atención en Yéremi Vargas y Sara Morales, de nuevo en la palestra tras la desaparición de los hermanos cordobeses Ruth y José Bretón, mientras relegan a un segundo plano otras señaladas páginas de la reciente crónica negra de Canarias. La crisis que sufre el sector es probable que les haga dudar de su innegable poder de influencia y olvidar su deber de fiscalizar a las administraciones públicas. Líbrenos el destino de cometer un doble agravio: que a la impericia en las pesquisas se sume el injustificable olvido de una víctima que aún clama justicia.

Santiago Dïaz Bravo
ABC

viernes, 21 de octubre de 2011

UN BRINDIS POR LOS LITERATOS MANCOS

1960. El crudo invierno ha hecho acto de presencia en las montañas leonesas con temperaturas bajo cero. El reloj marca las nueve de la noche. La oscuridad se ha adueñado de la humilde cabaña. Tres finas velas de cera han permitido a la familia tomar la cenar tras una dura e ingrata jornada de trabajo que se remonta a la salida del sol. Gruesos troncos de leña arden para mitigar el intenso frío y todos, abuelos, padres e hijos, se acomodan entorno a la lumbre. Han oído hablar de la existencia de una máquina llamada televisión a través de la cual se ven personas y lugares que se hallan a mucha distancia. Cosa de brujas. En cualquier caso, de ricos. Aparatos de radio sí que han visto, y una vez tuvieron la oportunidad de escuchar uno de ellos en un viaje a Ponferrada, pero por aquellos lares no llega la señal con la potencia adecuada. Los mayores no saben leer. Los jóvenes, a duras penas. El único libro que descansa en la desolada repisa junto a la puerta de la alacena es una biblia desvencijada. De repente, el abuelo carraspea. Todos le miran con atención. Hace un gesto con la mano derecha y toma la palabra:

Ha regresado, veinte años después, a la ciudad de su infancia y adolescencia, al otro lado del océano. Recorre las antiguas calles observando con extrañeza los cambios en los colores de las casas y en los trazados callejeros. Se le revela de repente el parque de los juegos de niños, el lugar en el que conversó y paseó con muchachas por primera vez. Vuelven a él los ojos negros de Rosa, sus manos blancas y suaves, la separación dolorosa, cuando él tuvo que acompañar a su familia en el traslado a la ciudad donde ha crecido. Recuerda que antes de separarse escribieron una carta en la que pretendían conjurar el futuro: su amor no se extinguiría, volverían a reunirse para no separarse nunca más. La firmaron con sangre, un alfilerazo en la yema del índice de cada mano izquierda, la introdujeron en una botella pequeña y, tras cerrarla, la escondieron en la enorme hendidura de un árbol muy viejo, que alza todavía sus ramas negruzcas en el extremo más frondoso del lugar. En un impulso que lo avergüenza un poco, rebusca entre las hojas secas, los papeles, las piedras y los desperdicios antiguos que ocupan la cavidad, hasta encontrar la botella. La abre y saca el papel, pero cuando lo lee, el mensaje ha cambiado: Lo siento, Joaquín, dice. El tiempo pasa, no vuelves, y he conocido a Alberto, un chico muy majo. Y firma Rosa, esta vez sin sangre”.

Surgen las sonrisas. “Magnífico”, dice alguien. “¡Qué triste!”, añade una segunda voz. Entonces la madre se mesa el cabello y se humedece los labios con la lengua. Hace ademán de hablar, pero una conversación sobre la suerte de los emigrantes que un día deciden regresar ha copado el protagonismo de la concurrencia. La abuela se da cuenta y ruega silencio. Los comentarios continúan. Hace acopio de autoridad y ordena a todos que callen. Lo hacen de inmediato, sin pestañear. La nuera toma la palabra:

Pedro no era capaz de relacionarse con mujeres. Lo intentaba una y otra vez porque era muy enamoradizo. Braulio, su amigo del alma, se empeñaba en animarle.
Todas las que me gustan son encantadoras conmigo en principio, pero luego, cuando quiero tener alguna intimidad, tomarles la mano o un simple beso, se me tornan una montaña inaccesible -decía Pedro.
Un día Braulio le presentó a una prima suya argentina, María Luján. Se gustaron a primera vista. Las manos juntas, besos y un día se acostaron. Nunca lo hiciera. A la mañana siguiente apareció su cadáver a los pies de la cama, descalabrado
”.

Y le llegó el turno a la abuela, y al padre, y a alguno de los hijos. Y aquel singular divertimento que se remonta a la noche de los tiempos continuó al día siguiente, y al otro, y así hasta llegar a nuestros días, si bien en estos tiempos que corren ha aminorado como consecuencia del binomio electricidad-televisión, que ha terminado por generalizar la brujería en todas y cada una de las aldeas leonesas y del resto del país.
Filandón es el nombre con el que se denomina a cada una de esa historias cortas que amenizaban las sobremesas nocturnas en León, Asturias y Galicia y de cuya existencia tuve conocimiento hace seis años, en la primera edición del Hay Festival segoviano, donde coincidieron los escritores leoneses Luis Mateo Díez, José María Merino (autor del primero de los filandones a los que he recurrido para ilustrar este artículo) y Juan Pedro Aparicio (autor del segundo de los filandones aquí reproducidos) con el también escritor y narrador oral leonés Antonio Pereira. Su objetivo: reivindicar un merecido protagonismo en el panorama de las letras patrias para esta forma de narrativa.
A pesar de haber nacido y residir en Tenerife, una isla que se caracteriza por atesorar una importante tradición oral que abarca desde historias sobre incestos protagonizadas por reyes hasta ajusticiamientos a profanadores de doncellas, pasando por suicidios pasionales, féminas salteadoras, embarazos eclesiásticos, rescates en tierra de moros o porfías y duelos entre amigos, si bien es cierto que, en mi modesta opinión y hasta donde llegan mis conocimientos, insuficientemente plasmadas en el necesario soporte escrito, siempre había considerado la narración oral un subgénero de segunda categoría, indigna de ser considerada literatura. Y es que la ignorancia, cuando toma las riendas, amamanta la osadía.
El sublime espectáculo intelectual que ofrecieron los cuatro literatos leoneses, rebosante a partes iguales de sentido común, sapiencia y humor, me convenció no sólo de la calidad e ingenio de las narraciones que durante siglos habían ideado los campesinos del noroeste de la Península, la mayoría de ellas tristemente olvidadas, sino, sobre todo, de la importancia sociológica que habían adquirido unos textos convertidos a un tiempo en desahogo emocional y soporte histórico e intelectual de un sinfín de generaciones. Aquellas historia, a fin de cuentas, creaban mundos paralelos a través de la palabra, en algunos casos sublimes mundos paralelos, y como tal podían considerarse literatura. Errare humanum est. Y tras entonar un sentido mea culpa me autopropiné dos series de sonoros golpes en el pecho. Mi hasta entonces confusa sesera había caído en la cuenta de que la tradición oral ha sido inmensamente más importante que la escrita en el devenir de la historia, sencillamente porque durante miles de años no hubo libros, ni imprenta, ni población alfabetizada. Sin embargo, desde que el hombre es hombre han confluido imaginación y lenguaje, y con ello la capacidad de concebir historias y transmitirlas.
Y ruego me perdonen que haya dado este inmenso rodeo por las geografías leonesa y tinerfeña, también a través de los siglos previos al nacimiento de Gutemberg y de los posteriores, para desembocar en el acontecimiento que para satisfacción de muchos, y para disgusto de otros tantos, ocupa estos días los titulares literarios: la entrega del premio Príncipe de Asturias de las Letras al canadiense Leonard Cohen, que aunque suma a su faceta de compositor y cantante la de poeta, es la primera la que lo ha convertido en una personalidad capaz de concitar el interés de millones de personas a lo largo y ancho del planeta y el origen del reconocimiento que hoy se materializa en el ovetense teatro Campoamor.
Con música de por medio y a través de ese vozarrón que parece surgido del fondo de un profundo pozo, las palabras han sido, a fin de cuentas, la materia prima con la que Leonard Cohen ha trabajado a lo largo de su productiva vida. Las más de las veces con las propias, en ocasiones transformando las de autores como su bienamado Federico García Lorca, con ellas, cual incansabe orfebre, ha concebido mundos ficticios que ha tenido a bien legarnos, mal que les pese a los puristas del papel, a esos cruzados de la escritura para quienes lo literario empieza y acaba en el libro. Con ellas ha logrado estremecermos, entristecernos, emocionarnos y, en algunos casos, hacernos llorar. Rara vez hemos saltado de alegría con sus canciones, bien es cierto, pero no se trata de un argumento que lo inhabilite.
Con este premio se reconocen los méritos de un autor sin libros, de un literato que ha cambiado la estilográfica y la máquina de escribir por la guitarra y el micrófono, de un artista que se sentiría la mar de cómodo contando historias, y escuchándolas, junto a la luz de una lumbre en una cabaña de las montañas leonesas. Pero, además de sus indudables méritos, hoy, en Oviedo, se evocan de forma casi subrepticia los de cientos, miles, millones de autores que a lo largo de los siglos han ideado fantásticas historias que jamás se plasmaron en un papel y que, desafortunadamente, han caído en el olvido eterno Y es que la literatura, amigos míos, no se limita a los márgenes de una página, aunque a mí, imbécil, tanto me costase admitirlo.

Santiago Díaz Bravo
creativacanaria.com








sábado, 15 de octubre de 2011

CONFESIONES DE UN VOLCANÓFILO

Mis padres lo hacían. Y mis tíos. Y seguramente mis abuelos. Y yo, ignoro si por imitación o por predisposición genética, mantengo la costumbre. Cada mañana, recién levantado, con el pijama como atuendo y el bostezo como condena, mis pies me guían hacia la ventana del salón. Corro la cortina y alzo la vista. Si la bruma lo permite, su mastodóntica figura reluce en lo más alto. Aún bajo los efectos de los cantos de Morfeo, le doy los buenos días. Jamás me ha respondido, ni siquiera en los amaneceres protagonizados por la resaca, aunque en ocasiones me haya parecido que me obsequiaba con un tímido guiño. Sin embargo, cosas de la vida, nuestra relación, de siempre afectuosa, ha variado en las últimas fechas. Y no es que le haya retirado el saludo al Teide, carezco de razones para ello, pero no puedo evitar mirarlo con cierto recelo, como cuando surge la sospecha de que un buen amigo anda conspirando a nuestras espaldas.
Porque cuando usted lea estas líneas el magma seguirá manando a quinientos metros de la costa de El Hierro, a ochocientos, a cien o a través de cualquier fisura sobre su superficie. En cualquiera de los supuestos, nada volverá a ser igual. La mayoría de quienes exhibimos con orgullo el título de residente en esta suerte de campo minado de cráteres, producto de millones de años de acontecimientos geológicos como el que nos ocupa y de otros cuyas dimensiones difícilmente podríamos concebir, acaso no hayamos sido conscientes hasta ahora de la esquizofrenia paisajística que nos rodea, de que esos miles de volcanes que dormitan a nuestra vera, abruptamente majestuosos, vanidosos de su inmenso poderío, son tan capaces de saciar nuestras ansias de belleza como de rociarnos con la abrasadora savia que fluye por las entrañas de la tierra.
A los ríos subterráneos de lava les debemos buena parte de lo que felizmente somos de la misma forma que desde siempre, pero desde hace pocas fechas con mayor conocimiento de causa, nos provocan un nada infundado temor. Bellos y espantosos, alegres y desazonadores, amigos y enemigos, cielo y averno a un tiempo, los volcanes son el origen de nuestra suerte y el riesgo de nuestra desgracia. Pero eso, a fin de cuentas, ya lo sabíamos, porque en ningún lugar está escrito que el paraíso se halle exento de ciertas inconveniencias.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 8 de octubre de 2011

ÁFRICA DICE ADIÓS

LA Unión Europea, tan dada a evidenciar su flagrante desunión, esa preocupante incapacidad para funcionar como un todo, al menos parecía haberse convencido años atrás de que cualquier posibilidad de desarrollo de los vecinos del sur pasaba por potenciar las economías nacionales a través del libre mercado. Pero ese convencimiento, del que afortunadamente participan los dirigentes de los principales Estados africanos, ha resultado imposible plasmarlo en acuerdos concretos, en convenios comerciales que sean capaces de materializar lo que de momento, debido a la inquietante rigidez de los planteamientos europeos, no ha pasado de ser una simple declaración de intenciones. La máquina burocrática de la Unión, tan indecisa y tan exasperantemente lenta como de costumbre, se ha limitado a propiciar pintorescas fotografías de esperanzadoras reuniones entre los antiguos colonizadores y los antaño colonizados, una suerte de reconciliación histórica que corre el riesgo de quedarse en una mera imagen para el álbum de recuerdos.
Mientras Barroso, Sarkozy, Merkel, Zapatero y compañía posan sonrientes junto a Mugabe, Wade, Jonathan o Sassou-Nguesso, un ejército de cargos de segunda y tercera fila de los Estados Unidos y, sobre todo, de China, aquellos que ejecutan las decisiones políticas, se esmera en cerrar acuerdos mercantiles de todo tipo con sus homólogos africanos. El propio Abdulaye Wade, presidente de Senegal, subrayaba hace unos años, sin tapujos diplomáticos, que Europa había perdido ante China la batalla por África. Fue enormemente magnánimo el bueno de Wade, porque lo cierto es que la UE ni siquiera se ha dignado aún a entrar en dicha batalla.
Las antiguas metrópolis se han limitado a presenciar mitad asombradas, mitad impotentes, como chinos y estadounidenses se hacen fuertes en un territorio que los europeos de alguna manera continúan considerando propio, sin entender que los tiempos cambian, el mundo se globaliza y los beneficios son para quienes los buscan, negocian y suscriben.
Europa ha tenido ante sí la posibilidad de ayudar a África y de ayudarse a sí misma desde la caída del bloque del Este y la consiguiente finalización de los conflictos bélicos vinculados a la Guerra Fría. Sin embargo, los sucesivos líderes de las potencias del vetusto continente no han sido lo suficientemente diligentes para advertir que buena parte del futuro económico de Europa en general, de Canarias en particular, pasa por el desarrollo de África. Si un urgente cambio de actitud no lo remedia, puede que este arroz ya se haya pasado y nos esperen décadas de lamentos por lo que pudo haber sido pero nunca fue.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 1 de octubre de 2011

SI CARLOS III LEVANTARA LA CABEZA

Si Carlos III levantara la cabeza, entre las preguntas que realizaría a los aterrados testigos a buen seguro figuraría el estado en el que se halla una de sus más notables creaciones: el Jardín de Aclimatación de La Orotava, hoy en día conocido como Jardín Botánico de Puerto de la Cruz, una joya biológica e histórica. El ilustrado monarca probablemente se congratulase de que la presión urbanística no haya convertido tal oasis vegetal en un complejo de apartamentos plagado de rótulos con la leyenda zu verkaufen, pero junto a ese sentimiento de satisfacción acaso surgiría otro de sorpresa, puede que de irritación, al saber de la desidia mostrada por los gobernantes contemporáneos hacia esa perla que su excelsa majestad regaló a Canarias, que lleva más de una década esperando por una ampliación que jamás concluye.
Habría que conminarlo entonces a que no se sintiese ofendido, convencerlo de que nada tienen los actuales mandamases en contra del Jardín que decidió crear en 1788 en aquellas lejanas islas a mitad de camino del Nuevo Mundo, de que la evidente dejadez la sufre todo el norte de Tenerife, por extensión el de Gran Canaria, de que hace mucho tiempo que lo que está de moda son los sures, territorios prósperos, al menos hasta hace unos pocos años, donde se ha registrado una presión demográfica tal que ha obligado a, sabiamente, destinar la mayoría de los esfuerzos pecuniarios a su desarrollo, y de que como consecuencia de ello los nortes se han convertido en comarcas inanimadas que asisten mitad sorprendidas, mitad enojadas, a una muerte lenta y dolorosa.
El ilustre antepasado de Don Juan Carlos tiene derecho a saber que los nortes hace años que esperan por puertos, por carreteras, por auditorios como los que se han levantado en los sures, por extensión en las áreas metropolitanas, pero no hay forma porque quienes manejan los fondos públicos entienden que todas las muestras de cariño hacia los sures son pocas, que gracias a ellos comemos y no basta con dedicarles un par de mimos: es necesario que se sientan los reyes de la casa, que de eso Su Majestad podría dictar una interesante conferencia.
Pero los nortes no piden que se les trate igual que a los sures, sólo faltaría. Se conforman con que se les recuerde, con que de vez en cuando quienes guardan las llaves de las arcas públicas les dediquen unos ahorrillos para pequeñas obras como las del Jardín Botánico. Si no es molestia, por supuesto, y aunque sea por darle una satisfacción al rey resucitado.

Santiago Díaz Bravo
ABC