¿Debe contar el Estado con la potestad de tomar decisiones que afecten al uso del propio cuerpo aún en el caso de que no se perjudique a terceros? La anunciada prohibición de los anuncios de prostitución en la prensa, que cuenta con el apoyo del Diputado del Común, abre un debate que se adentra en el complejo ámbito de la libertad individual, tantas veces socavada por unos poderes públicos tendentes a pecar de exceso de celo, máxime cuando los argumentos esgrimidos se quedan en un compendio de inexactitudes y planteamientos morales fácilmente rebatibles.
La existencia de redes que secuestran a mujeres para explotarlas sexualmente es una espantosa realidad. Miles de personas sufren los crímenes de tales organizaciones, que actúan con una impunidad rayana en lo caricaturesco. Decenas de bares de carretera ofertan sus servicios con gigantescos carteles luminosos sin haber sido objeto siquiera de una inspección rutinaria. Sería de justicia propinar cuando menos un prolongado tirón de orejas a las autoridades por tal desidia, pero también, echando mano de un popular dicho patrio, por confundir el tocino con la velocidad al meter en el mismo saco a delincuentes, víctimas y ciudadanas y ciudadanos libres, honrados y en sus cabales que optan por ganarse la vida a través de las relaciones sexuales, a quienes la posibilidad de anunciarse de forma individual les evita, precisamente, el riesgo de caer en manos de las mafias.
Por otra parte, el Estado no es quien para dificultar a un administrado que comercie con su cuerpo arguyendo criterios éticos, toda vez que comportamientos inaceptables para determinados individuos resultan a un tiempo aceptables para otros, cuanto más tratándose de una práctica objetivamente menos censurable que contaminar con tabaco los pulmones de quienes se encuentran alrededor.
El tan manido concepto de dignidad, mentado hasta la extenuación, difiere sensiblemente según quién lo interprete. ¿Es más digno limpiar restos de defecaciones en un urinario que practicar una felación? ¿Es más digna la labor de un matarife que la de quien consiente un coito remunerado? No pocos prostitutos y meretrices optarían por las segundas opciones, porque si bien es cierto que alquilan su cuerpo, ¿es menos cierto que el operario de una fábrica renta el suyo al patrón durante ocho horas al día?
La prostitución responsable no debería encontrar impedimentos legales en una sociedad que se considera desarrollada, pero que es víctima aún de estigmas y tópicos absurdos. Prohibir que sus profesionales se publiciten no puede considerarse sino un acto de hipocresía y un atentado contra la libertad de funestas consecuencias.
Santiago Díaz Bravo
ABC