domingo, 18 de octubre de 2009

LA PACIENCIA TIENE PREMIO


La política es una disciplina harto fluctuante. A principios de la década pocos daban un duro por ella como candidata a la Alcaldía lagunera; transcurridos los años, Ana Oramas amasa una fortuna de posibilidades de suceder a Paulino Rivero.

Una mañana años atrás, poco después de que los gallos se explayaran, Ana Oramas telefoneaba al subdirector de un periódico para expresarle una amarga queja: una redactora había despachado la crónica sobre una entrevista televisiva a su persona con un titular en el que revelaba su rotundo desinterés por la candidatura a la Presidencia del Gobierno de Canarias. A la entonces primera dama de la ciudad de los adelantados se le había atragantado el desayuno tras leer una frase entrecomillada cuyo origen, según subrayó, se debía exclusivamente al afán de la periodista por regalar a sus lectores una noticia altisonante. Tanto insistió en que no había dicho aquello que todos quienes estaban al tanto del asunto llegaron a idéntica conclusión: Ana Oramas bebe los vientos por situarse algún día al frente de los designios de los canarios.
Y no era para menos, porque a la alcaldesa lagunera hacía tiempo que se le había quedado pequeño el despacho, justo tras vencer en unas elecciones municipales en las que se había visto obligada a hacer frente a una doble rémora: por un lado, un candidato que repetía tras haber ganado los comicios anteriores y se había convertido en una suerte de mártir político; por otro, las acusaciones y reproches que dicho candidato y muchos otros representantes de la oposición le habían dirigido durante un cuatrienio por haberle arrebatado el poder a la lista ganadora, muestra más que contundente de su apego a los cargos y de un notorio desprecio por la democracia. Pero en el caso de que aquellas maledicencias hubieran sido ciertas, los ciudadanos se las habían perdonado. Es más: la habían premiado con el empujón necesario para una carrera política fulgurante.
La victoria de Ana Oramas en las elecciones locales de 2003 sorprendió a extraños y a propios. A extraños porque los socialistas se las prometían enormemente felices frente a una usurpadora que, sin lugar a dudas, iba a ser castigada por el espíritu justiciero de los laguneros. A propios porque eran contados quienes en su propio partido estaban dispuestos a dar un duro por ella. Aquel triunfo, en el que siempre creyó su principal confidente y mentor, nada menos que el hoy presidente del Gobierno canario, Paulino Rivero, al que se sumó cuatro años más tarde una aplastante mayoría absoluta, la convirtió a los ojos de los dirigentes nacionalistas en una persona llamada a grandes retos. Cosas de la vida, transcurridos dos lustros se ha tornado en una de las hipotéticas amenazas para que quien apostó por ella con todas sus fuerzas repita como candidato a la jefatura del Ejecutivo autonómico.
Después de acceder a su segundo mandato como alcaldesa no ha pasado ni un solo día en el que no se haya especulado acerca del futuro político de Ana Oramas. Las primeras quinielas la situaban como sucesora de Ricardo Melchior al frente del Cabildo de Tenerife, máxime tras las continuas insinuaciones de éste sobre su pronta retirada, pero una decisión anunciada por sorpresa hace un año, el adiós al Ayuntamiento para dedicarse en exclusiva a su labor como diputada nacional, truncó las apuestas y confundió a los parroquianos de la política canaria. La génesis de su exilio en la Carrera de San Jerónimo jamás quedó suficientemente explícita, sencillamente porque los siempre recurrentes motivos personales, en este caso la necesidad de prestar mayor atención a la familia, difícilmente casan con una persona a la que se le presupone una considerable ambición política.
Pero el tiempo todo lo aclara, y el transcurso de los meses ha dado la razón a quienes aquella mañana de primavera, alrededor de una mesa de redacción y tras una airada llamada telefónica, llegaron a la conclusión de que las miras de Ana Oramas eran muy altas.El abandono de los quehaceres municipales, la posibilidad de codearse con lo más granado de la política nacional, es un paso más dentro de un proyecto, o lo que es lo mismo, la antesala de su despegue hacia la candidatura a la Presidencia del Ejecutivo autonómico. La mayoría absoluta lograda en 2007, lejos de afianzar su apego a la gestión local, acabó por convencerla de que contaba ante sí con un universo de posibilidades.
La cuasi desaparición de Coalición Canaria en las islas orientales deja el camino expedito a los aspirantes de la provincia occidental al trono de Paulino Rivero, y no parece que su número sea elevado. De hecho, una vez eliminados el alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Miguel Zerolo, como consecuencia de la devaluación de su imagen tras aparecer vinculado a diferentes procesos judiciales, y el presidente del Cabildo, Ricardo Melchior, quien en realidad nunca ha sentido demasiado interés por emprender aventuras más allá del Palacio Insular, se reducen a dos: Ana Oramas y el sempiterno candidato de las islas menores, Antonio Castro Cordobez.
A Oramas y Castro les une el deseo de aspirar a la Presidencia del Gobierno de la misma forma que les diferencian las prisas. La primera se plantea tal objetivo a medio y largo plazo; el político palmero teme que el tiempo se le venga encima sin haber alcanzado la tan ansiada meta.La ex alcaldesa, que entiende la política como una carrera de fondo, no vería con malos ojos una segunda designación como cabeza de lista de CC al Congreso, tanto por el bagaje parlamentario que ello le acarrearía como por la posibilidad de fortalecer su proyección pública en todo el Archipiélago durante cuatro años más. Evidentemente, en esa actitud de admirable paciencia tienen mucho que ver unas perspectivas electorales poco halagüeñas para los nacionalistas. Y es que para quien cuenta la paciencia entre sus virtudes, esperar es sinónimo de asegurar.Así las cosas, a Paulino Rivero sólo podría sorprenderle un adversario a batir, Antonio Castro Cordobez, cuya capacidad de influir en las decisiones del partido ha quedado de sobra contrastada en los últimos años.
De momento, Castro aparenta tranquilidad desde su reclusión en las dependencias del Parlamento canario, pero nadie ignora que sueña con poner un broche de oro a su dilatada carrera. Además, lleva años reivindicando un papel protagonista en las listas de CC para una isla ajena a Tenerife, una suerte de exigencia que suma cada vez más adeptos en las siempre revueltas filas nacionalistas. De sobra sabe el veterano político palmero que nada ganaría abriendo el debate sucesorio antes de tiempo. Su momento, si finalmente se postula, llegará poco antes de que el partido se aventure a elegir al candidato.
Pero si hay conflicto, Oramas lo observará desde la distancia, asumiendo lo que decida la organización y esperando a que se materialice su oportunidad, probablemente en 2015, porque es consciente de que tiene todo a su favor. Lo primero, la falta de rivales. Lo segundo, el tiempo. Lo tercero, su condición femenina, porque pocas iniciativas lucen tan originales e innovadoras en la política moderna como presentar a una mujer de candidata. El único riesgo es que pueda adelantarse el adversario, en este caso el PSOE, donde la figura de la delegada del Gobierno estatal en las islas, Carolina Darias, sube enteros de forma paralela al debilitamiento de Juan Fernando López Aguilar. Si la opción de Darias se concretase, muchas de las miradas dentro de Coalición Canaria convergerían en la ahora diputada nacional, quien acaso vería adelantarse sus planes.
Mientras, con la estimable colaboración del que fuera mano derecha del ex presidente Adán Martín, Daniel Cerdán, un hombre con experiencia, conocedor de los entresijos del poder y capaz de tejer un estrategia sólida, Ana Oramas, cuyo don de gentes quedó en evidencia en su etapa municipal, va ganando adhesiones al tiempo que contempla el devenir de los acontecimientos. Nadie mejor que ella sabe que la paciencia tiene premio.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

domingo, 11 de octubre de 2009

SI PLATÓN ALZARA LA CABEZA


Las mociones de censura proliferan en Canarias como nunca antes. En el origen del fenómeno subyace el surgimiento de una clase política profesionalizada y la pérdida de los valores ideológicos. Ha llegado la temida hora del poder por el poder.

Si Aristocles Podros, alias Platón, hubiese tenido la oportunidad de asistir a la sesión plenaria celebrada el martes en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, en la que la alcaldesa Dolores Padrón fue obligada a ceder el bastón de mando al incombustible Marcos Brito, probablemente habría llegado a la conclusión de que la más conocida de sus obras, La República, cuyos radicales planteamientos en pro del gobierno de los sabios suavizó posteriormente en otro de sus textos célebres, Las Leyes, es perfectamente aplicable a la realidad política del siglo XXI, nada menos que 2.300 años después de haber sido escrita. A fin de cuentas, la idea que subyace en La República es harto simple: la práctica política, en manos de gentes inadecuadas, acaba por banalizarse y corre el riesgo de deteriorarse en exceso.
Pero las tesis de Platón, pensador universal y padre de buena parte de los planteamientos filosóficos que se han sucedido a lo largo de los siglos, trascienden lo que pueda acaecer en una pequeña localidad turística del norte de Tenerife para ser susceptibles de aplicarse a la praxis política del resto de los municipios canarios y del país. Y también, cómo no, a la restantes administraciones, porque en un mundo sin fronteras el trasvase de los modus operandi afecta a lo bueno, lo malo y lo peor.
La democracia, el más justo y teóricamente menos dado a los excesos de los sistemas políticos puestos en práctica por el hombre, cuenta entre sus grandezas la posibilidad de que cualquier ciudadano acceda a cargos de representación pública. Esa imprescindible apertura de la maquinaria de mando no se topa con más filtro que el de la nacionalidad y las sanciones penales y administrativas. Listos y tontos, hábiles e incapaces, honrados y corrompidos, tienen las puertas abiertas de par en par para convencer a sus iguales de que se hallan ante la persona idónea para manejar el timón de la nave. En tal tesitura, la virtud corre el riesgo de tornarse en decadencia.
Hasta hace unos años, el perfil del aspirante a ocupar un cargo de responsabilidad política era el de una persona entrada en años, por lo general con una contrastada experiencia en los ámbitos profesional o académico, las más de las ocasiones con la vida resuelta en lo económico y, condición sine qua non, acreedora de un notable prestigio social bien entre la mayoría de los paisanos de su demarcación política, bien entre sus acólitos ideológicos, porque la ideología, la defensa de un determinado modelo de organización política y económica, unida al ansia de transformar la sociedad hacia dicho modelo, era la fuente de energía capaz de comprometer a tales personas con los siempre complejos quehaceres de la cosa pública.
Tal perfil se ha ido convirtiendo en objeto de museo de forma directamente proporcional al preocupante proceso de conformación de una clase política profesionalizada, que precisamente por esta última condición contraviene el espíritu mismo del "gobierno de todos".
La inmensa mayoría de los ciudadanos que hoy en día se adentran en el laberinto político carecen de un bagaje vital, profesional y académico lo suficientemente extenso para ser plasmado en más de siete u ocho líneas de texto. Deciden dedicarse a tan honroso menester a muy temprana edad, las más de las veces ingresando en organizaciones juveniles vinculadas a partidos políticos poderosos, y a pesar de que en muchos casos atesoran el deseo de mejorar su entorno, la disciplina ideológica cuasi militar que caracteriza a tales organizaciones acaba matando cualquier atisbo de disentimiento.
El pensamiento único se ha convertido, valga la redundancia, en la única tarjeta de visita aceptada. Basta con echar un vistazo a los ayuntamientos de las islas, los cabildos y la propia administración autonómica para advertir la existencia de contundentes prototipos de esa nueva clase política, una estirpe que se ha doctorado en el ámbito nacional con la llegada al Palacio de La Moncloa de José Luis Rodríguez Zapatero, uno de los más claros exponentes del político profesional, que a su vez se ha hecho rodear en puestos de responsabilidad por jóvenes sin profesión conocida y con una experiencia vital que va poco más allá de la emancipación familiar y las primeras riñas de pareja.
Los partidos políticos modernos han perdido el horizonte ideológico para tornarse en oficinas de colocación. El objetivo es acaparar poder, el máximo posible y durante el mayor tiempo posible. La paciencia no encuentra acomodo en tales organizaciones, cuyo éxito depende en exclusiva del favor de la opinión pública. Y precisamente por ello han dejado de lado los planteamientos ideológicos, porque predicar unas determinadas ideas requiere tiempo para quien las expone y tiempo para quien las escucha, unos condicionantes que se antojan imposibles en un mundo donde impera lo efímero.
La vorágine de un periodo histórico marcado por la preeminencia de los medios de comunicación audiovisuales, en el que los partidos se las ven y desean para intercalar sus mensajes entre los cada vez más competitivos contenidos televisivos, ha enviado a los ideólogos a las oficinas del paro y ha dejado vía libre a los publicistas. Nada que objetar desde un punto de vista estrictamente laboral cuando lo cierto es que la ideología ha pasado a mejor vida. Su espacio ha sido ocupado por lemas del tipo "yes, we can", que lo mismo sirve para ganar unas elecciones presidenciales en los Estados Unidos que para vender millones de botellines de Coca Cola Zero.
Los partidos carecen de planteamientos ideológicos de peso, y los ciudadanos que se aferran a unos líderes y a unos colores lo hacen de forma visceral, como quien se transforma en incondicional seguidor de un equipo de fútbol. Si un defensa propio le rompe la crisma al delantero del equipo contrario dentro del área, la única explicación posible es que el adversario se ha dejado caer, diga lo que diga el árbitro.
Ante tal panorama, con la política convertida en el necesario medio para el logro de un fin inmediato: el poder, imprescindible para justificar la propia existencia de las organizaciones políticas, la única vía posible es exprimir las leyes a fin de alcanzar la meta, independientemente de cuál haya sido la voluntad de los electores y de si los necesarios aliados se encuentran en el vecindario o en las antípodas ideológicas.
Esa ansia de mando inmediato explica paisajes políticos como los que pueden contemplarse en Canarias, donde a pesar de que se atraviesa una crisis que aconseja prudencia y estabilidad, a lo largo de los dos últimos años se han sucedido nada menos que 19 rupturas de acuerdos entre partidos y 10 mociones de censura. Se trata de una cifra tan contundente que surge la irremediable pregunta: ¿qué motivos arguyen los promotores de las mociones de censura para llevarlas a cabo?
La respuesta es sencilla: una característica común de los cada vez más numerosos aficionados a la presentación de mociones de censura es su aversión a justificar tal decisión con argumentos objetivos. Las mayoría de las veces el alcalde ejerciente no ha robado dinero, o al menos no existen pruebas de ello, el municipio vive más o menos en paz y los vecinos prestan más atención a los resultados de la Liga que a los tejemanejes políticos. Así las cosas, se atribuyen una representación ciudadana que trasciende claramente las fronteras democráticas: "Nuestra decisión responde al clamor popular", tal fue la justificación esgrimida por el propio Marcos Brito. Curiosamente, la apelación al "clamor popular", en este caso a su favor, fue el mismo recurso que empleó la hasta ese día alcaldesa para desacreditar la censura en su contra.
El asalto al poder al menor resquicio, desde el mismo momento que las matemáticas políticas lo hagan posible y sin atender a situaciones reales de desgobierno, se ha convertido en un fenómeno intrínseco a la política canaria cuyos detractores probablemente mañana se conviertan en cómplices. Y viceversa.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

domingo, 4 de octubre de 2009

ZAPATERO NECESITA CARIÑO

Coalición Canaria lo ha vuelto a lograr. Con sólo dos diputados ha sido capaz de negociar de tú a tú los presupuestos estatales. La necesidad de apoyos de un presidente del Gobierno en horas bajas ha facilitado tan alto grado de entendimiento.

En política, cuando alguien aparentemente ofrece algo a cambio de nada, sólo existen dos explicaciones: maneja información que los demás desconocen o, simplemente, se halla sumido en un ingente grado de desesperación que le obliga a hacer favores para posteriormente pasar la gorra. En ocasiones ambos escenarios llegan a superponerse. Cómo, si no, explicar el sorprendente trato que recibe Canarias en el proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado para 2010. La suma de obra pública y convenios a financiar arroja un resultado negativo para las Islas: 25 millones de euros menos que en el presente ejercicio, pero en el país de los ciegos el tuerto es el rey, y tal y como están las cosas el presidente canario, Paulino Rivero, haría bien en ir buscando el canto con el que golpear su pulcra dentadura.
El Ministerio de Economía y Hacienda jamás lo ha tenido tan fácil para justificar una considerable reducción de la aportación estatal a las comunidades autónomas. La crisis, a la que no es ajena ni una sola de las instituciones públicas de este país, se ha tornado en la perfecta patente de corso para convertir el no en la respuesta habitual al incesante chaparrón de exigencias autonómicas. Y a buen seguro que así lo ha entendido la ministra Elena Salgado. Basta con echar un vistazo al cuadro de inversiones previsto por el Estado para el próximo año para comprobar que el gasto baja sensiblemente en la mayoría de las comunidades autónomas, incluidas algunas de las gobernadas por el PSOE. Sube en otras, unas pocas, y prácticamente se mantiene en Canarias, donde la reducción se limita a un 1,07%. No obstante, si se toma como referencia el total de la inversión estatal, las Islas pasan de recibir el 2,3 % en 2009 al 2,4% el próximo año.
Junto al Archipiélago, sólo incrementan su participación en el global de la inversión estatal País Vasco, La Rioja, Navarra, Extremadura y Castilla y León.
Pero por si quedara alguna duda de que el huevo, como reza el dicho popular, quiere sal, la Comunidad Autónoma de Canarias se ha encontrado con un regalo valorado en nada menos que 245 millones de euros: la cifra que queda eximida de pagar el próximo ejercicio en concepto del extinto ITE. Y todo ello sin contabilizar los cuantiosos fondos estatales que a partir de 2010, y probablemente durante un trienio, recibirá el Archipiélago dentro del denominado Plan Canarias, una suerte de bálsamo contra la crisis que, digan lo que digan Rivero y el vicepresidente segundo del Ejecutivo estatal, Manuel Chaves, cabe considerar clave para que tanto el Gobierno canario como la propia Coalición Canaria se hayan decidido a cultivar nuevas y productivas amistades.
Siete es el número clave para el presidente del Gobierno estatal, José Luis Rodríguez Zapatero, porque siete son los votos necesarios de los diputados de la oposición para aprobar la ley más importante del año, la de los Presupuestos Generales, que adquiere mayor protagonismo si cabe en un escenario donde el vil metal brilla por su ausencia. En el caso de que esos ansiados sufragios no se consiguieran, Zapatero y los suyos sufrirían el mayor varapalo en sus seis años al frente de los designios de España. Pero su intención es ir mucho más allá.Y es que el presidente del Gobierno hace meses que contempla desde su trinchera en el Palacio de la Moncloa la celeridad con la que pierde afectos entre la opinión pública, producto de las dudas que alberga el respetable acerca de la capacidad de su primer ministro para hacer frente a los problemas que atraviesa España, principalmente el que lleva camino de convertirse en el deporte nacional: la destrucción de empleo.
La espantada del anterior ministro de Economía, Pedro Solbes, acaso el miembro del equipo gubernamental al que la ciudadanía consideraba más serio y menos dado a los histrionismos de los ministros novatos, ha acrecentado esa sensación de duda sobre la existencia de unos criterios políticos claros. Para más inri, Solbes, despechado y mal encarado con el propio Zapatero, cada vez muestra una boca menos chica a la hora de desacreditar las decisiones adoptadas por su ex jefe en materia económica, empezando por las dádivas repartidas en el proceso de reforma de los estatutos de autonomía, principalmente en el caso del catalán, y acabando por los presupuestos previstos para 2010.
Ante tan sombrío panorama, Zapatero necesita más que nunca acallar las voces críticas y la inquietud del populacho, y para ello el primer e imprescindible paso es evitar el descalabro en la votación a los presupuestos, que en el caso de producirse llevaría al líder del PP, Mariano Rajoy, a elegir las cortinas para su nuevo despacho junto a la carretera de La Coruña. El segundo es ir más allá de una victoria pírrica, aunar un apoyo superior al logrado para el presupuesto del presente ejercicio, lo que convertiría a otras fuerzas políticas en cómplices de las cuentas públicas y dotaría al Gobierno de una mayor fortaleza ante los ojos de los españoles.
Las matemáticas parlamentarias resultan harto diáfanas para un gobierno que se ha empeñado durante los últimos años en enemistarse con buena parte del vecindario, sobre todo con los nacionalistas catalanes, antaño tan magníficos colaboradores y cuyos diez votos, una vez desterrados de la Generalitat, se han perdido para la causa. Así, descartados tanto CiU como el PP, el Ministerio de Hacienda y el Grupo Parlamentario Socialista llevan meses tratando de ganarse los favores de los seis diputados del PNV, un partido que a pesar de haber sido desalojado del Palacio de Ajuria Enea ansía convertirse en el principal aliado del PSOE en materia presupuestaria, un papel que permitiría mitigar su pérdida de protagonismo en la realidad política vasca.
Dando por hecho que los tres parlamentarios de Esquerra Republicana cumplirán fielmente los acuerdos del tripartito catalán, y que tampoco será complicado hacerse con el voto afirmativo de UPN, el siguiente empeño del Gobierno ha sido ganarse a los dos diputados de Coalición Canaria, que una vez más ha logrado convertirse en objeto del deseo a pesar de su exigua presencia en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo.
El papel jugado por la portavoz de los nacionalistas canarios en el Congreso, Ana Oramas, ha resultado clave en todo el proceso. A su buena sintonía con los responsables parlamentarios del PSOE se ha sumado una notable prudencia a la hora de realizar declaraciones que entorpecieran unas más que provechosas negociaciones. El éxito en la misión ha sido tal que su peso político ha crecido, a la vez que se ha afianzado su papel de sucesora de Rivero en las filas de Coalición Canaria.
El teatrillo continuará hasta el 17 de diciembre, fecha prevista para que el Congreso apruebe los presupuestos, pero las cosas hace tiempo que han quedado claras. Coalición Canaria, le guste o disguste a sus socios del PP, que con seguridad no estarán dando saltos de alegría, ha retomado la vieja costumbre de aliarse con el más fuerte, el poseedor de la llave que da acceso a la caja fuerte.De forma paralela ( y van unas cuantas entre PSOE y PP), los dirigentes del aparato estatal socialista no han tenido reparos en desenterrar su antigua amistad con quienes se han convertido en encarnizados rivales de su hombre fuerte en las Islas, Juan Fernando López Aguilar, cuya perenne inquina hacia todo lo que tenga que ver con el nacionalismo canario ha quedado en un segundo plano como consecuencia de la necesidad de cariño parlamentario del jefe supremo.
Por mucho que los diputados canarios del PSOE intenten arrogarse el triunfo, CC los ha ninguneado una vez más. Falta poco para escuchar la tan manida frase: las negociaciones presupuestarias han sido cosa de dos, sin intermediarios capaces de hacer sombra a la siempre desconcertante fuerza que pueden ejercer dos solitarios diputados en los complicados engranajes del poder legislativo.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión