jueves, 30 de abril de 2009

HABÍA UNA VEZ UN PAÍS


Había una vez un país que tanto miraba al exterior, sobre todo porque dentro había muy poco que ver y demasiado que desear, que a la mínima oportunidad acabó por imitar a sus vecinos. Algunos iluminados lo calificaron como "la California europea", y a buen seguro que llegó a parecerse a tan próspero estado americano. Bastaba con echar un vistazo a los bosques de grúas que surgían por doquier, a los vehículos que circulaban por sus calles, al trepidante nivel de vida de sus gentes, para llegar a la conclusión de que aquello, si no Jauja, cerca estaba de serlo.
Muchos eran los atractivos de aquel vasto estado del sur, tantos que los ciudadanos de los territorios vecinos llegaron a considerarlo su segunda patria y abarrotaban año tras año sus playas para tostarse al sol e ingerir toda suerte de deliciosos mejunjes, unos cócteles que además de refrescar el gaznate eran capaces de atontar el cerebro y enloquecerlo a un tiempo.
A nadie le faltaba de nada en aquel estupendo país de diseño, un fantástico parque temático que en poco más de dos décadas no sólo fue capaz de olvidar las penurias que había tenido que soportar tiempo atrás, sino que en un desesperado intento por recuperar su gloriosa historia logró hacerse sitio, a empujones y codazos, pero a fin de cuentas logrando su objetivo, en la mesa donde se sentaban las más importantes naciones del mundo.
Pero un día, un maldito día de un maldito mes de un maldito año, algún espabilado cayó en la cuenta de que las facturas superaban con creces las posibilidades de aquel país que a todos había impresionado y ahora se llenaba de miedo. Y entonces alguien alzó la voz para pronunciar una contundente máxima del escritor George Bernard Shaw: "No tenemos más derecho a consumir felicidad sin producirla que a consumir riqueza sin producirla".

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

miércoles, 29 de abril de 2009

A SUS PIES, MADAME BRUNI

Los españoles estamos la mar de contentos con la visita que nos ha regalado la magnífica compositora y cantante Carla Bruni. Tan importante nos ha parecido su estancia entre nosotros que las principales autoridades, entre ellas los mismísimos Reyes y el presidente del Gobierno, la han recibido, la han invitado a almorzar y a cenar y hasta la han acompañado al Prado para que compare su belleza con la que fue capaz de crear el maestro Velázquez. Para no ser menos, los diarios nacionales han brindado las primeras planas a tan excelso personaje y los programas de televisión y radio buena parte de su minutaje.
A Carla Bruni cabe agradecerle que haya sonreído cuando se le ha requerido para ello, que haya saludado a diestra y siniestra y que se haya cambiado de atuendo en numerosas ocasiones, las suficientes para satisfacer a las insaciables revistas de papel cuché (dos vestidos cortos para los actos diurnos y uno largo para la cena de gala).
Y qué decir de su marido, un político francés bajito y simpaticón de quien se comenta que usa alzas, no vaya a ser que la diferencia de altura con su esposa lo convierta en un ser ridículo. Tal y como lo han reflejado los medios de comunicación, que para eso están, este buen hombre ha cumplido a la perfección el papel de acompañante de su estupenda señora. Así, si ella disfrutó de una agradable visita al Museo Reina Sofía, Nicolás (perdone que no recuerde su apellido) hizo lo propio en un edificio sito en la Carrera de San Jerónimo donde él y otros señores hablaron de terrorismo, crisis y alguna otra estupidez más.
Acaso la única nota discordante en esta visita haya sido la interpretación de La Marsellesa por parte de la banda de la Guardia Real, porque lo más adecuado hubiera sido el Quelqu’un m’a dit con la propia Bruni a la guitarra.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

viernes, 10 de abril de 2009

TRÁNSFUGAS E HIPOCRESÍA


Que el responsable de un partido político critique hasta la extenuación un caso de transfuguismo es como si usted o yo lamentáramos lo esquiva que se nos muestra la lotería sin haber comprado ni un solo décimo. En lugar de avergonzarse por la actitud de quienes deciden abandonar a sus compañeros tras enamorarse de los cantos de sirena del adversario, los dirigentes de las principales organizaciones políticas deberían mirarse al espejo y entonar el mea culpa, porque aparte de un pacto que se ha demostrado del todo inútil, casi payasesco vistos los resultados, no han dado ni medio paso adelante para legislar en contra de lo que ellos mismos, con esa manida pose de preocupación institucional, califican como grave atentado contra la democracia.Puede que el verdadero atentado contra la democracia, y también contra la libertad, resida en quienes se empeñan en apropiarse de la voluntad individual para convertir al desposeído representante público en una suerte de autómata cuya única misión sea acatar y cumplir órdenes de sus superiores, le parezcan buenas, malas, estrafalarias o estúpidas. Pero en cualquier caso, si tan terribles son los tránsfugas, si tanto daño hacen al común de los mortales como se afanan algunos en proclamar a los cuatro vientos, resulta difícilmente comprensible que los dos grandes partidos, PSOE y PP, no se hayan esforzado para, simplemente, eliminar cualquier posibilidad legal de que exista el transfuguismo, tanto el que obedece a intereses espurios como el que encuentra su origen en el razonable cambio de opinión de un ser humano que, aunque se presenta a los comicios bajo el paraguas de unas siglas determinadas, lo hace con su nombre y apellidos.Hasta que alguien se decida a impedirlo, el transfuguismo seguirá siendo una opción que disfruta de todo el sustento legal.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

miércoles, 8 de abril de 2009

EL PRESIDENTE Y LA TROPA

Hace ya unos cuantos años, muchos de los jóvenes en edad de cumplir el servicio militar que contaban entre sus familiares con un mando de alto rango comprobaban incrédulos que sus enmedallados padres, tíos o abuelos, si bien disfrutaban de la influencia suficiente para que les tocase "en suerte" un destino cómodo, apenas disponían de capacidad de maniobra para que, una vez en el puesto adjudicado, la placidez esperada cumpliese las expectativas. Allí eran otros los que mandaban, los militares de rango medio y bajo, en quienes recaía el peso de los cuarteles y a quienes correspondían las decisiones que afectaban al día a día de la tropa, incluido el temido calendario de imaginarias.
En un gobierno el presidente manda, y mucho, y probablemente sus ministros se pongan firmes como jamás lo hicieron en la ´mili´ cada vez que habla, pero tras una sonora bronca, tras una felicitación, tras un desplante o una palabra cariñosa, regresarán a sus despachos y junto a los suyos, los mandos medios y bajos, seguirán haciendo y deshaciendo a su antojo. Por ello, una remodelación como la que realizó ayer José Luis Rodríguez Zapatero va mucho más allá de un simple cambio de rostros. Salen unos ministros y entran otros, pero salen también quienes influían en las decisiones de los primeros, y quienes discutían con ellos, y quienes ejecutaban sus órdenes; y de forma paralela entran quienes influirán en los segundos, quienes discutirán sus ideas y quienes materializarán sus mandatos.
Hasta que la informática lo arregle, que uno a estas alturas, en materia de tecnología, ha llegado a creerse cualquier cosa, la política la harán las personas, y al igual que ocurre en los cuarteles, un modesto coronel seguirá influyendo más en la cotidianidad de la tropa que un laureado capitán general.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

martes, 7 de abril de 2009

IMBECILIDAD HUMANA


Si algún defecto cabe achacar al ser humano es su irrefrenable tendencia a la más absoluta imbecilidad, la suficiente para echarse las manos a la cabeza por la muerte de más de un centenar de italianos a causa de un terremoto y, al mismo tiempo, olvidar que cada día, uno tras otro sin que los medios de comunicación pongan el grito en el cielo, más de 25.000 personas, la mitad niños, mueren en los países subdesarrollados por no tener nada que echarse a la boca.
Visto lo visto, la vida de un italiano vale más que la de un africano o que la de un asiático, e incluso más que la de cien africanos y otros tantos asiáticos, y también parece más valiosa la de un británico, y la de un alemán, y la de un estadounidense, y la de un español y la de cualquiera que se halle en el próspero hemisferio norte de este injusto planeta. O acaso ocurra que nos hayamos acostumbrado a presenciar sin inmutarnos, sin emitir un mero signo de disconformidad, la manida imagen de esos bebés famélicos que sufren el agobiante asedio de cientos de moscas mientras esperan, desesperados y doloridos, resignados y sin dejar de preguntarse el porqué, a que la parca sesgue sus vidas con un golpe seco de su lacerante guadaña.
La opinión pública mira hacia Italia de la misma forma que ha corrido un tupido velo para evitar la triste visión de lo que ocurre en otras latitudes. Parece empeñada en convertir la catástrofe sísmica en un hecho excepcional cuando la realidad es que la humanidad se enfrenta a diario a una catástrofe mayúscula provocada por la inanición, una hecatombe que apenas encuentra acomodo en los grandes informativos. La opinión pública mira hacia Italia porque se siente ajena a los motivos que han provocado tanto dolor, algo que difícilmente podría hacer con otras zonas del mundo sin al menos ruborizarse.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

viernes, 3 de abril de 2009

EL NECESARIO CAPITALISMO


Que veinte poderosos señores y sus cortesanos se reúnan en Londres para buscar soluciones a la macrocrisis económica que atraviesa el planeta no tendría nada de malo si no fuese porque de tales señores, y también de sus cortesanos, cabría esperar a estas alturas mucho más que la mera aplicación de unos cuantos parches, para más inri de dudosa fortaleza, en una estructura que amenaza con desmoronarse. Casi desaparecida de la faz terrestre la ideología comunista, tan maravillosamente justa sobre el papel como absolutamente inaplicable, el siempre denostado capitalismo, una práctica que encuentra su origen en la producción de bienes y el intercambio de dichos bienes entre empresas y particulares, se ha quedado tan solo, se ha sentido tan autosuficiente y sobrado de fuerzas tras el deceso de su incómodo oponente, que ha cometido el error de vanagloriarse ante el espejo en lugar de abundar en la solución a sus más que evidentes taras.Una atenta mirada al conflictivo siglo XX y un análisis concienzudo de la primera década del XXI convierten en obvio el planteamiento de quienes consideran que la economía de libre mercado es la única fórmula conocida de generar riqueza y de propiciar el desarrollo de las sociedades, pero igual de obvia resulta la necesidad de limar unas deficiencias estructurales que ahondan sobremanera las injusticias entre las distintas regiones del planeta y dentro de las propias sociedades nacionales. Los albaceas del triunfante capitalismo están obligados a defenderlo como baluarte de la libertad del hombre y el bienestar de los pueblos, pero sin perder jamás de vista un sencillo precepto que tan bien definió el dramaturgo alemán Johann Wolfgang Goethe: "Nada hay más terrible que una ignorancia activa".

Santiago Díaz Bravo
La Opinión