viernes, 29 de abril de 2011

UN TÉ EN EL ARGANA

El atentado terrorista que ha dejado quince cadáveres y una veintena de heridos en el café Argana, un local situado en la popular plaza de Yemaa el Fna, el paraje urbano más emblemático de Marraquech, sitúa a cualquier hijo de vecino de cualquier ciudad canaria en el triste escenario de la tragedia.¿Cuántos de nosotros hemos dado con nuestras posaderas en sus cómodos sillones tras un agotador paseo por La Medina? ¿En cuántas ocasiones hemos emprendido el apasionante ceremonial del regateo junto a los avezados comerciantes situados en los bajos del inmueble?
La conjunción inadecuada de un lugar y una fecha es el único condicionante que requiere el azar para convertirnos en protagonistas de una desgracia, como bien comprobaron los 162 pasajeros que el 20 de agosto de 2008 tomaron el vuelo JK5022 que enlazaba los aeropuertos de Madrid y Gran Canaria, cuyos asientos en tantas ocasiones hemos ocupado; como desafortunadamente constataron el 11 de marzo de 2004 los 191 ciudadanos cuyas vidas sesgaron unas aparentemente inocentes mochilas en tres estaciones de tren madrileñas, entre ellas la de Atocha, por cuyos andenes tantas veces hemos transitado; como cruelmente advirtieron las 56 personas que murieron el 7 de julio de 2005 en un asalto indiscriminado a diferentes medios de transporte público londinenses, en los que en tantas oportunidades hemos recorrido las entrañas de la capital británica; como desesperadamente verificaron los 2.997 seres humanos que el 11 de septiembre de 2001 fallecieron en Nueva York tras el atroz ataque contra las Torres Gemelas, a las que una vez nos encaramamos para disfrutar de una visión de ensueño.
Ni la televisión ni internet poseen el monopolio del empequeñecimiento del mundo. Otra conjunción, la que conforman el abaratamiento de los viajes y la mejora de nuestras cuentas corrientes (en los últimos tiempos algo tocadas), junto a un irrefrenable deseo de abrir ventanas, de sentirnos parte de un planeta hermoso y rebosante de riquezas, ha permitido que nos familiaricemos con esos lugares que tan a menudo aparecen en los telediarios. Para lo bueno y para lo malo.
Y si antaño nuestros abuelos suspiraban tras escuchar las malas nuevas y daban gracias a Dios por mantenerlos alejados de aquellos infiernos, hoy en día un escalofrío recorre nuestro cuerpo cada vez que contemplamos la fatalidad recién acaecida en el emplazamiento donde un día estuvimos, afortunadamente en la fecha adecuada.
Pero nada es capaz ya de retenernos en casa, de reprimir las ansias de embarcarnos hacia un sinfín de destinos que ardemos en deseos de conocer y sentir, aunque a veces el miedo se rebele y trate de atarnos bajo el alféizar de nuestra puerta. Cuando el café Argana renazca de sus cenizas volveremos a sentarnos en torno a una de sus mesas y disfrutaremos de un delicioso té capaz de borrar cualquier mal recuerdo.
Santiago Díaz Bravo
ABC

lunes, 18 de abril de 2011

RONALDO Y EL PORTERO LOCO

LOS DÍAS PREVIOS no se hablaba de otra cosa en ventas y tabernas. Los padres, pero también las madres, azuzaban a sus retoños en pro de los colores amados, y estos, ganados para la causa, a menudo llegaban a las manos en el recreo como consecuencia de alguna insalvable diferencia de criterio sobre las grandezas y miserias de uno y otro equipo. El profesorado, qué remedio, se hallaba aquella semana en estado de máxima alerta, presto a sofocar con urgencia cualquier conato de violencia y, por qué no confesarlo, a propinar la mayor cachetada al hincha contrario, siempre tras exhibir una pose de forzada neutralidad. Afuera, si cualquier vecino se topaba en la calle, en una cafetería, en una tienda, con algún jugador de los suyos, se hallaba en la obligación de insuflarle ánimos y desearle la mayor de las suertes, que no podía ser otra que la victoria, mediante una sonrisa complaciente y una amistosa aunque respetuosa palmada en la espalda. Con cuidado, eso sí, no fuera a provocarle una contractura al valiente guerrero.
Y el esperado día llegaba. Y los nervios del respetable se hallaban a flor de piel desde primera hora. A algunos infantes, y también a quienes pintaban canas, les había costado un suplicio conciliar el sueño la noche anterior, pero allí estaban junto a la familia, los amigos y miles de acólitos en las gradas de Los Cuartos o El Peñón, participando en una fiesta donde ganar era sinónimo de felicidad y perder, Dios no lo permitiese, de desoladora desdicha. Qué grandiosas tardes de fútbol y emociones. Qué inolvidable experiencia sentirse parte de aquella tropa de aires marciales y vocerío desmedido.
Y es que en la cada vez más lejana niñez, un partido entre la Unión Deportiva Orotava y el Club Deportivo Puerto Cruz, vecinos y encarnizados rivales, se tornaba en un acontecimiento social de la máxima relevancia. Hasta que llegó la televisión, que todo lo puede, y vació las gradas de esos y otros estadios para poblar los sillones de los hogares y los bares suscritos a los canales de pago. Jubiló a Manolo, el portero «loco» que subía a rematar, y lo sustituyó por Cristiano Ronaldo, a quien jamás nos tropezaremos en el restaurante, en el parque o en la gasolinera, ni le desearemos suerte, ni le obsequiaremos con una amistosa palmada en la espalda. Las camisetas de los clubes locales yacen en el olvido porque acaso hayamos llegado a la estúpida conclusión de que merece más la pena ser espectador que protagonista.
Santiago Díaz Bravo
ABC

domingo, 10 de abril de 2011

LONDRES EN LA MEMORIA

QUIENES pisamos Londres en la década de los 80 nos sorprendimos con la ingente cantidad de razas y nacionalidades que transitaban por las calles de Candem Town, se acomodaban en la barra de un pub del Soho, tomaban la Central Line en Oxford Circus o paseaban en torno al sosegante lago de Hyde Park. El espectáculo era grandioso. La metrópolis británica devolvía con intereses los esfuerzos de quien se había dejado buena parte de sus ahorros en un pasaje de avión y un hotel de tercera categoría junto a Russell Square. Transcurridos dos decenios, aquellos fascinados trotamundos de ojos desorbitados nos hemos percatado de que Londres era el preámbulo de buena parte de los fenómenos sociales que han acaecido en el resto de Europa, como si la ciudad de residencia de «Su Graciosa Majestad» hubiese actuado a modo de laboratorio y el resultado de sus experimentos se hubiese ido aplicando a lo largo y ancho del territorio europeo.
Años después bastaba con deambular por París, Roma, Amsterdam, Ginebra, Berlín o Madrid para comprobar que la colorista sociedad londinense había encontrado reflejo en el continente y que su razonable, aunque perfeccionable, modelo de integración multinacional, étnica y religiosa se había expandido como respuesta lógica a un mundo donde los guardias de fronteras han tornado en antiguallas. Y si en un primer momento el proceso se limitó a las grandes ciudades y sus suburbios, posteriormente se fue ampliado a todos los rincones de la Unión. Y Canarias no fue la excepción. Entre sorprendidos y expectantes al principio; mitad resignados, mitad tolerantes con el paso del tiempo; condescendientes por último, los canarios asistimos desde hace lustros a la incesante llegada de inmigrantes provenientes de los lugares más variopintos. A la incipiente comunidad india, pionera del éxodo, se han ido sumando europeos, sudamericanos, africanos y asiáticos, un fenómeno que en parte debido al elevado grado de civilización de quienes habitamos estas islas, en parte a esa intrínseca capacidad de transmitir lo mejor de nuestra esencia, no ha desembocado en conflictos relevantes pese a la disparidad de costumbres y credos. Antes bien, la convivencia ha resultado armónica y productiva. Ahora, atosigados por una crisis económica que no entiende de nacionalidades, buena parte de quienes un día se decidieron a emigrar al Archipiélago retornan a sus países de origen. Afortunadamente no se irán todos, porque Canarias carecería de sentido sin su presencia; porque estas islas fueron, son y deben seguir siendo una fuente de mestizaje; porque aquel Londres que tanto admirábamos, que tanto ansiábamos, lo disfrutamos ahora en la puerta de casa.
Santiago Díaz Bravo
ABC