sábado, 28 de abril de 2012

JUEGO DE TONTOS

EL eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar ha vuelto a mentar la bicha al referirse a una de las más estridentes vergüenzas que exhiben las siglas a las que ha jurado fidelidad, escarnio que comparten con las del PP: la incapacidad de ambas formaciones de plantearse en serio la posibilidad de establecer un pacto de gobierno conjunto en Canarias. Ese empeño en negar la esencia misma de la política, que bebe de las fuentes del diálogo y el acercamiento de posturas; esa vocación de eternos segundones que les caracteriza —para atestiguarlo basta con comprobar los colores de la Presidencia y la Vicepresidencia durante los últimos ¡20 años!— hacen las veces de poderoso complejo vitamínico en beneficio del argumento al que con tanta frecuencia y suma vehemencia recurren los nacionalistas: PP y PSOE actúan en las islas como burdas marionetas plegadas a los intereses estatales de sus respectivas organizaciones.
Coalición Canaria lleva dos décadas besándose con uno mientras de soslayo, a hurtadillas, le guiña un ojo al otro y le regala una sonrisa picarona. Y el otro, porque la carne es débil, cae rendido a sus encantos. De la misma forma que dos tetas tiran más que dos carretas, según reza el dicho popular, unas llamaditas desde la capital y unos pocos cargos por estos lares pueden más que la coherencia en el discurso y los requerimientos del electorado.
Populares y socialistas, socialistas y populares, carecen de la legitimación necesaria para arremeter contra la hidra de siete cabezas que ellos mismos han alimentado. Cada vez que enumeran el cúmulo de despropósitos que asola a las islas, un canario se queda sin empleo, un enfermo sufre un nuevo aplazamiento de su intervención quirúrgica, una playa se contamina y un amigote de un amigo se ubica en algún empleo público irrelevante para cualquiera, salvo para el director de su entidad bancaria. Y es que populares y socialistas, socialistas y populares, han adquirido la fea costumbre de decir digo donde antes decían diego y, para más inri, parecen empecinados en tratar de convencernos de que un demonio adquiere la santidad en su compañía. En román paladino: insisten en que seamos imbéciles y nos alegremos por ello.
Populares y socialistas, socialistas y populares, solo lograrán redimirse de sus pecados cuando dejen de prestarse al juego que ha convertido en imposible la alternancia y, por ende, ha transformado la política canaria en un absurdo; cuando abandonen la pubertad, atraviesen el umbral de la madurez y logren deshacerse del arraigado complejo de dama de compañía que tanta risa y pena, a un tiempo, nos provoca; cuando, sencillamente, se muestren dispuestos a dejar de hacer el tonto.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 21 de abril de 2012

LO PÚBLICO Y LO PRIVADO


Los trabajadores que ha despedido la empresa pública Proexca lo están pasando igual de mal, igual de peor que mal, que los cerca de trescientos mil ciudadanos de las islas que en los últimos años han pasado a engrosar las listas del paro. A fin de cuentas, nada les diferencia: unos y otros son víctimas de una crisis económica que a estas alturas se caracteriza por una total falta de sutileza. Pero de lo que acaso no seamos tan conscientes es del flaco favor que las sociedades de capital público han prestado al tejido empresarial del archipiélago, incidiendo de forma directa en el agravamiento de un paisaje decadente que amenaza con instalarse más tiempo del debido.
Las administraciones canarias, en su haber con las mejores intenciones, en su debe haciendo gala de una escasa capacidad de prever las consecuencias de sus propias decisiones, se embarcaron décadas atrás en una vorágine que les llevó a aventurarse en toda suerte de aventuras empresariales, empeño que ha devenido en un doble efecto: por un lado, la dilapidación de fondos públicos en ámbitos que una economía moderna deja al libre albedrío de la iniciativa privada, mejor gestora de la cabeza a los pies e incluso con los ojos cerrados; por otro, una competencia desleal y desigual en diversos frentes que ha tenido como consecuencia el debilitamiento de la iniciativa privada. Al confundir inversión con intervención, los ayuntamientos, los cabildos y la administración autonómica han acabado por convertirse en patrocinadores de una de las más arraigadas taras de la economía isleña: la escasa competitividad.
La sombra de lo público ha sido tan alargada durante tantos años que lo privado ha carecido de la luz necesaria para fortalecerse, crecer y desarrollarse. Ahora, cuando las instituciones echan de menos aquellas suculentas cuentas corrientes de las que durante años se enorgullecieron, el precio de tamaña distorsión lo pagamos convirtiéndonos en víctimas de nuestra propia incapacidad para crear oportunidades de negocio y generar puestos de trabajo, una misión que en una economía real, alejada de los presupuestos de las administraciones, sólo pueden desempeñar los empresarios. Los privados, porque aunque esta simple aclaración resulte una redundancia, no lo es tanto en una tierra donde los conceptos han llegado a solaparse.
La omnipresencia de lo público, incluido el desorbitante protagonismo de unas subvenciones que para algunos subsectores hace tiempo que dejaron de ser un medio para tornarse en un fin, carga buena parte de las culpas de un escenario de depresión económica en el que las administraciones dan muestras de carecer de medios e ideas y los empresarios de andar faltos de esa pericia que solo se logra con el ejercicio diario.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 14 de abril de 2012

¿QUÉ HAY DE LO MÍO?


Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, habló días atrás de la posibilidad de que las autonomías devuelvan a la administración estatal las competencias en Sanidad, Educación y Justicia, un retorno que en la práctica supondría el desmantelamiento del organigrama de descentralización del poder que establece la Constitución de 1978, un ejército de militantes de partidos políticos de diferente signo, incluido el de la propia gerifalte madrileña, sintió que un desagradable escalofrío le recorría el cuerpo al tiempo que el estómago se le achicaba. A fin de cuentas, Aguirre acababa de poner en tela de juicio sus garbanzos, que muchos de ellos difícilmente se ganarían fuera de un sector público al que han accedido gracias a la intermediación de las organizaciones a las que han jurado fidelidad.
Dejémonos de ambages y reconozcamos a las claras que los partidos se han convertido en una suerte de oficinas de colocación que hacen uso indiscriminado de unas administraciones sobredimensionadas para situar en puestos más o menos relevantes a sus acólitos y, de esa forma, pagar adhesiones. Poco importa que el perfil del beneficiado no responda a los requisitos del cargo, porque ya se ocuparán los técnicos, especialmente aquellos que puedan presumir de no haber sido designados a dedo —¡también!—, de sacarle las castañas del fuego.
La costumbre de levantar el teléfono y preguntar «¿qué hay de lo mío?» es una constante tras cada cita electoral, sin distingos entre siglas, administraciones ni enclaves. Y Canarias, donde difícilmente podríamos embarcarnos, con posibilidades de éxito, en la búsqueda de referentes de racionalidad política, no es la excepción. Nada menos que tres administraciones, en el ámbito autonómico con cometidos que se repiten en ambas capitales, cuando no en las siete islas, sirven de sustento a cientos de militantes que han convertido el otrora noble arte de la gestión pública en un mero empleo, que no es poco en estos tiempos que corren.
Con todo, el aviso a navegantes de Aguirre se queda en un ligero chaparrón que cae sobre mojado, porque la reducción de los presupuestos públicos, una contundente consecuencia del deterioro económico, ha provocado de facto un enflaquecimiento de las administraciones del archipiélago que lastra la maniobrabilidad de los partidos a la hora de contentar a sus adláteres. Unos, los dirigentes, ven con preocupación como se reducen sus opciones de emular a los Reyes Magos; otros, los afiliados, comprueban que se aminoran sus posibilidades de medrar. Y es que la crisis no respeta a nadie, ni siquiera a enchufadores, enchufados y enchufables.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 7 de abril de 2012

TODOS BEODOS


Mi amigo Ángel se convirtió hace años en militante activo de su propio e inexistente partido político: Ciudadanos Responsables. Su decálogo ideológico no es tal, porque se limita a un solitario punto: la irremplazable obligación de todo hijo de vecino de implicarse en el día a día de los asuntos públicos. Expresado de forma interrogativa sería algo así como ¿qué haces tú, que tanto te quejas, para que las cosas mejoren? Aunque coincidimos en lo sustancial, un significativo matiz nos distancia: yo, mostrándome inmisericorde con la desidia ciudadana, tiendo a culpar a la casta política de los males mayúsculos. A fin de cuentas, a dicha casta corresponden bien las decisiones que han deteriorado la sociedad, bien la omisión de las resoluciones que podrían haber evitado, cuando menos mitigado, tamaña decadencia. Él, sin embargo, se empeña en repartir las culpas casi a partes iguales entre gobernados y gobernantes. Su deducción cumple a las bravas las premisas de la lógica aristotélica: en un sistema democrático, los segundos son una mera consecuencia de los primeros.
Discutimos a menudo al respecto, en ocasiones con la vehemencia propia del que se sabe asistido por la razón. Tras acabar la charla, una vez restablecida la paz, cada cual regresa a casa con la certeza de haber apaleado dialécticamente al adversario, más reafirmado si cabe en sus propias convicciones y lamentando los desacertados planteamientos ajenos. Es por ello que me ha fastidiado sobremanera el triste epílogo de un suceso acaecido días atrás en la ciudad de La Laguna, donde una concejala que conducía beoda y en sentido contrario, a quien la Policía se vio obligada a perseguir, ha purgado su indigno comportamiento con un mero cambio de departamento. Todo un presidente de Hungría dimite por haber plagiado una tesis doctoral hace dos décadas y una modesta edil lagunera se mantiene en la poltrona tras infringir la ley como una campeona. Una de dos: o por estos lares somos demasiado flexibles o al bueno de Pal Schmit, jefe de Estado húngaro, deberían haberlo recolocado al menos como ministro de Juventud y Cantos Regionales.
Y no es que realmente me importe que la ciudadanía lagunera y la del resto de las islas se haya limitado a emitir una sonrisa indulgente ante lo ocurrido; tampoco que esa misma ciudadanía vaya a pasar por alto éste y otros hechos similares en éste y otros municipios, en ésta y otras administraciones, a éste y otros partidos, a la hora del encuentro con las urnas. Lo que de verdad me importa, lo que me reconcome por dentro, es que no me va a quedar otro remedio que plegarme y darle la razón a mi amigo Ángel.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 31 de marzo de 2012

MÁS ALLÁ DE LA REFORMA LABORAL


Convocar una huelga general en un país con cinco millones de desempleados es como empezar un partido de fútbol ganando cinco a cero, porque poco más se va a detener una nación que en la práctica se halla cuasi paralizada por la decadente situación económica. Tal parón de facto, unido a un latente temor hacia posibles represalias del empresariado y al descrédito social, poco a poco tornándose en antipatía, que sufren unas organizaciones sindicales anacrónicas —se empeñan en seguir dividiendo a la población por clases— a las que se identifica como parte inseparable del problema, se hallan detrás del, cuando menos, dudoso éxito de la convocatoria del pasado jueves, sin obviar que conviven cifras de todos los tipos y colores. Cosa distinta fueron las manifestaciones con las que concluyó la jornada, especialmente multitudinarias en Canarias, la comunidad autónoma cuyos ciudadanos cuentan con más motivos para tomar las calles y protestar a diestra y siniestra contra los que están, los que se fueron, los de más allá y los de más acá. A fin de cuentas, en el fondo del conflicto que se escenificó anteayer subyace la incapacidad de la economía para generar y mantener un volumen de puestos de trabajo acorde con la realidad demográfica y con ciertos parámetros de calidad, y en eso, por estos lares, somos campeones de campeones.
Pero el análisis al que nos hallamos abocados tras el 29M no debe limitarse a discernir si la reforma laboral aprobada por el Gobierno de Rajoy concita un mayor o un menor rechazo entre la población de las islas, porque aunque los participantes en las manifestaciones no representan a la totalidad de la ciudadanía, la respuesta callejera fue lo suficientemente contundente para que haya quedado claro que malestar, haberlo, haylo. Y mosqueo mayúsculo, sin lugar a dudas, también. Por ello, el esfuerzo extra a la hora de interpretar lo acaecido debe permitirnos averiguar si esas decenas de miles de gargantas arremetían en exclusiva contra la modificación de la legislación laboral o dirigían su ira contra un estado de las cosas que va más allá de un mero, aunque determinante, cambio normativo. O lo que es lo mismo, si nos hallamos ante un caudal portentoso o ante la gota que ha acabado por desbordar el vaso.
Resolver tamaño dilema no es asunto baladí, porque poco tiene que ver una sociedad encabritada por una reforma concreta que otra iracunda por el funcionamiento de unos poderes públicos, incluyendo, como no podría ser de otra forma, a todas las administraciones, cuyo desprestigio sólo resultase comparable a la desconfianza hacia la capacidad de esos mismos poderes para reconducir la complicada situación que atravesamos.
Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 27 de marzo de 2012

SOSTIENE DÍAZ BRAVO


Puede que la razón estribe en los consabidos impedimentos para ejercer de profeta en tierra propia, puede que hallemos la respuesta en el síndrome del perro abandonado, ese entrañable ser capaz de regalar a su inesperado amo más fidelidad de la física y emocionalmente asumible. El caso es que pasado y presente lucen plagados de personajes que se convierten en santo y seña de un enclave ajeno que ni los vio nacer, ni contaba con motivos aparentes para que el destino estableciera tan sólidos vínculos. Y yo siempre he sentido cierta curiosidad por tales personajes además de una pizca de devoción, acaso porque me identifico con su causa debido a razones tan sólidas como peregrinas, valga la incoherencia, que ahora no vienen a cuento; acaso porque un buen día cayó en mis manos una obra maestra que me hizo reflexionar sobre ello.
Mi primer encuentro con la capital lusa se remonta a un par de años antes de que siguiendo la insistente recomendación, casi súplica, de un amigo, me sumergiese en las exquisitas páginas de Sostiene Pereira. Encantador y romántico son los términos que con mayor propiedad definen aquel desembarco inaugural en la desembocadura del Tajo. Nada menos; nada más. Un lustro más tarde, en mi siguiente visita, obediente lectura, magno descubrimiento y súbito enamoramiento literario de por medio, Lisboa se había convertido en la ciudad de mi admirado Pereira, a quien presentía caminando sosegadamente por sus aceras, discutiendo en cualquier esquina con el joven Monteiro Rossi, dando cuenta de una opípara comida en alguna vieja taberna de La Alfama al tiempo que charlaba de lo humano y lo divino con el doctor Cardoso o apoyado detrás de una vieja fachada de los barrios altos justificándose ante su santa, o más correctamente, ante su fotografía, por el tardío regreso al hogar.
Lo cierto es que tras acompañar durante tantos días al periodista Pereira a la vetusta redacción del diario Lisboa en la Rua Rodrigo Da Fonseca, visitar con suma frecuencia el Café Orquídea y, siguiendo sus consejos, combatir el verano lisboeta con limonadas dulces y frescas; recorrer a su vera la Avenida da Liberdade, la Praça do Rossio y los aledaños del Castillo de San Jorge, donde abandonábamos el tranvía en dirección a su modesto domicilio en la Rua da Saudade; atravesar el umbral de su casa y, antes de nada, saludar, imitándolo, a su fallecida esposa para luego narrarle las vicisitudes de la jornada; compartir con él sus disquisiciones sobre la vida, la muerte, el amor, la juventud, la religión, la enfermedad, la política y el periodismo, sostengo que en mis adentros nació una nueva Lisboa que permanecerá unida para siempre a su anciana figura.
Y eso que el bueno de Pereira poco tenía que ofrecerme. A su edad andaba sobrado de achaques y si su corazón latía era gracias a los avances de la medicina, sus posibles le permitían sobrevivir a secas, su carrera periodística se había estancado en la misión de dirigir una sección en la que era el único redactor, le hablaba al retrato de su esposa para tratar de convivir con su irreemplazable pérdida y se hallaba en esa etapa de la vida donde un amanecer más se convierte en uno menos. Cierto es que su rencuentro con las inquietudes juveniles despertó en él toda suerte de sensaciones, ansias de libertad y maquiavélicos planes, pero sostengo que para alguien que pocos años antes sentía fascinación por Capitán América, Thor, Ironman e individuos de tal calaña, la irrupción de aquel viejo maniático se convirtió en un seísmo vital.
Pereira carecía de cualquiera de los condimentos necesarios para tornarse en héroe, pero sostengo que lo logró ante mis ojos y ante los ojos de millones de lectores que hallamos en esta magistral obra de Antonio Tabucchi, un italiano tan enamorado de la ciudad lisboeta que no sólo ha logrado vincularse para siempre a ella, sino que le ha legado a uno de sus personajes más entrañables y reconocibles, el alivio a no pocos dilemas existenciales. Tal vez no haya allanado todas nuestras dudas; puede, incluso, que ninguna de ellas, pero sostengo que ha conseguido mitigarlas, que no es poco, y siempre he albergado la sospecha de que tamaño logro pueda ser considerado como la única solución ante la falta de cualquier otra opción real.
El mérito de Pereira, que es el de Tabucchi, consiste en demostrar con pruebas fehacientes e incontestables que el heroísmo, si es que existe, sostengo, nace de las debilidades, de las incongruencias, de la dudas, de los miedos, de la vejez, de todo aquello en principio alejado de los estereotipos propios de una adolescencia tan imberbe en lo capilar y en lo intelectual como limitada por el desconocimiento del mundo. Eso si existe, que dudas, haberlas, haylas, sostengo con contundencia.
Ahora sé que la próxima vez que me adentre en la Praça do Comercio y vislumbre la inconfundible estampa de Pereira, éste no vagabundeará en soledad. Sostengo que le acompañará quien tras su muerte, porque la muerte tiene esas cosas, se ha convertido en uno de los profetas de tan bella urbe. De tierra ajena, como mandan los cánones. Porque fue Antonio Tabucchi quien halló acomodó en la literatura con mayúsculas al bueno de Pereira, uno de los personajes lisboetas más universales, sostengo, si bien no cabe apuntarle al autor toscano el mérito de haberlo concebido, toda vez que admitió haber conocido en París a un periodista que se había exiliado tras sufrir serios problemas con el régimen de Salazar. En él se inspiró para plasmar sobre el papel la magistral novela. Y es que, a fin de cuentas, si un enclave tan portentoso como Lisboa, la ciudad que el escritor italiano amaba, figura en los mapas, nada más apropiado que homenajearla en lo literario con un hijo legítimo, debió sostener Tabucchi igual que lo hacía Pereira. Y yo, humildemente, me limito a sostener que se trata de uno de los libros más maravillosos que se han cruzado en mi vida.
Santiago Díaz Bravo
Creativa Canarias

viernes, 23 de marzo de 2012

CUANDO LA POLÍTICA ES PURO TEATRO


Sea sincero y reconozca que cada vez que un objetivo fotográfico pulula por las inmediaciones opta bien por contraer su prominente barriga, bien por estirar hasta lo imposible su encorvada espalda, bien por esconder la papada bajo un mentón artificioso, bien por adoptar una pose tan natural como la de Belén Esteban deleitándose con la lectura de «Parerga y Paralipómena», de Schopenhauer. En el caso de que admita su afición a tales prácticas, tan humanas, tan mundanas, convendrá conmigo en que exigir a los participantes en un debate parlamentario que abran de par en par las puertas de su adusta fachada, que intercambien ideas según la fórmula aristotélica de la dialéctica, deberíamos considerarlo, además de una perversión, una supina desfachatez.
En estos tiempos que corren, la clase política (¿debería decir casta?) no sólo carece de virtudes que la encumbren sobre el resto de los mortales, sino que encarna como nunca las más pedestres singularidades de la plebe. Atrás, muy atrás, quedan aquellas tardes en las que la tribuna se convertía en podio de malabaristas del verbo; atrás, muy atrás, aquel fluir de reflexiones que provocaba en el respetable una suerte de sentimiento a mitad de camino entre la admiración y la devoción. A veces hasta daban ganas de aplaudir al adversario ideológico, igual que cuando el delantero del equipo rival nos endosa un gol tras someter a nuestros defensas a un sinfín de meritorias cabriolas.
Así las cosas, nada debe sorprendernos que el supuesto debate sobre el estado de la nacionalidad canaria ni haya sido debate, ni nos haya aclarado el estado de la región. Si es que algo había que aclarar, que esa es otra. Uno y otros, otros y uno, cumplieron a rajatabla la máxima que pregonó a los cuatro vientos el gran Paco Umbral: «Yo he venido aquí a hablar de mi libro». Y de su libro hablaron, cada uno del suyo, sin pronunciar una sola palabra que no pudiéramos prever, sin pestañear ni despeinarse para evitar salir mal en la foto, convirtiéndose de facto en protagonistas de una película digna de una tarde de domingo, de ésas que aún cuando nos abandonamos a los cantos de Morfeo sobre el mullido sofá, podemos retomar en cualquier momento sin esfuerzo alguno, tan burda es la trama.
Los soliloquios acerca de un lugar llamado Canarias, porque así debería haberse denominado la ceremonia acaecida días atrás en la santacrucera calle Teobaldo Power, han evidenciado una vez más, y van unas cuantas, que la política, parafraseando la sentida canción de La Lupe, en ocasiones no es otra cosa que puro teatro.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 17 de marzo de 2012

EL SÍNDROME DEL PERRO DEL HORTELANO


Emulando al perro del hortelano del gran Lope de Vega, parte de la clase política de las islas parece empeñada en mantener al archipiélago anclado en el inmovilismo económico que lo ha llevado a encabezar las listas de desempleo, porque no olvidemos que si el resto de las comunidades de la piel de toro cuentan con sobrados motivos para lamentarse, por estos lares faltan muros donde golpearnos la cabeza. Tales dirigentes, que llevan décadas llenándose la boca con la palabra diversificación sin pasar del verbo a los hechos, que a poco que sean observadores habrán comprobado que el turismo, con ser importante, no lo es todo, se aferran ahora a una contundente campaña contra unas prospecciones petrolíferas que podrían suponer el primer paso para una regeneración de facto de la estructura económica, el antes y el después de la manida diversificación.
La razón asiste a quienes se desgañitan afirmando que la industria petrolera ni por asomo se convertirá en el ansiado maná generador de puestos de trabajo, también a quienes reiteran con vehemencia que se corren serios riesgos medioambientales. No obstante, los primeros olvidan que el objetivo nunca debe pasar por incidir en el error y sustituir un bicultivo, turismo y construcción, por otro, turismo y petróleo, sino por abrir la puerta a una actividad generadora de riqueza capaz de franquear, a su vez, otras puertas, incluyendo la de las energías renovables, en auge aunque incapaces aún de hacer sombra a los hidrocarburos; los segundos obvian que los riesgos ya forman parte de la cotidianidad de unas islas que además de contar con una importante refinería, se han convertido en ruta de paso de cientos de gigantescos buques rebosantes de crudo. El incremento del peligro que conllevaría la extracción de petróleo resultaría considerablemente inferior a los beneficios que devendrían.
Con todo, lo más preocupante de tan acentuada obcecación política es el tiempo y la energía que se malgastan en un repudio anacrónico y baldío. El reparto competencial manda y, guste o disguste, las prospecciones se van a realizar y el hidrocarburo se va a extraer. Se trata de decisiones que se enmarcan en el entramado legal que fija la Constitución, lo que las puede convertir en criticables, no podría ser de otra forma, pero jamás en ilegítimas, como pregonan los más drásticos opositores al proyecto.
Tal panorama debería hacer reflexionar a las autoridades locales y convencerlas de que la mejor opción pasa por aparcar los grandilocuentes discursos de reafirmación política y negociar el mayor número posible de prebendas para Canarias. Siempre podrán argüir ante sus correligionarios que, lejos de unirse al enemigo, se han aprovechado de él.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 10 de marzo de 2012

COMPLEJOS TELEVISIVOS


Uno de los rasgos que definen el carácter isleño es la tendencia a minusvalorar lo propio y sobrevalorar lo ajeno, un complejo que ha provocado el destierro de un sinfín de profetas al tiempo que ha facilitado la llegada de un ejército de anodinos expertos en casi cualquier materia. Esa es la única explicación de que una conferencia dictada en Las Palmas de Gran Canaria por la directora general de Televisión de Cataluña, Mónica Terribas, mandamás de uno de los entes autonómicos que más fondos públicos ha dilapidado, defensora de una fórmula caduca en continente y contenido, haya recibido el entusiasta aplauso de buena parte de la clase política y periodística, al extremo de que sus argumentos se han convertido de la noche a la mañana en el paradigma de la televisión pública. Nadie parece haber caído en la cuenta de que el modelo que defiende se encuentra en entredicho en su propia casa, nadie en que la crisis de dicho modelo obliga a renovarlo de la cabeza a los pies. Terribas vino a Canarias con la intención de vender restos de temporada y regresó a Barcelona con las manos felizmente vacías.
Ese provincianismo recalcitrante, unido a la urgente necesidad de justificar ante la opinión pública la existencia de medios de comunicación de titularidad autonómica, convirtió a Terribas en el ansiado salvavidas. Si la directora de la televisión catalana lo dice, tiene que ser verdad, parecía la consigna. Tristemente, nadie se percató de que la invitada, en lugar de impartir docencia, acaso debería haberla recibido. Nadie reparó en la posibilidad de que el modelo aplicado en Canarias supere con creces al catalán en equilibrio, sostenibilidad y eficiencia; nadie en la posibilidad de que en éste y algunos otros asuntos, al menos en éste y algunos otros, nos hayamos adelantado al común de las autonomías.
Esa evidente sensación de inseguridad que embarga tanto a dirigentes políticos como a responsables de medios públicos nace de la sospecha de que las cosas, bien por imposibilidad, bien por impericia, se están haciendo regular tirando a mal. El modelo, aunque fundado en el sentido común, no lo es todo, resulta necesario dotarlo de alma, y una televisión pública, en el caso de que convengamos en las bondades sociales de su existencia, debe ceñirse a unos objetivos concisos en sus fines y a una estructura diáfana en su funcionamiento, virtudes ausentes en lo que se ha convertido en una suerte de cajón de sastre. Por ello, recurrir a Terribas es visitar a un médico que se limita a contarle al paciente lo que éste ansía escuchar.
Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 6 de marzo de 2012

MI PRIMERA VEZ


Allá por el año 2002, cada mañana abandonaba durante veinte minutos mi despacho en el barrio de Vegueta para dirigirme a una entrañable cafetería en la calle Reyes Católicos, donde daba buena cuenta de un café con leche, un pincho de tortilla y un modesto zumo de naranja. Día sí, día también, desembolsaba 230 pesetas por mitigar la gazuza matutina, a las que se sumaban otras 20 que iban a parar a un nutrido bote. Los fines de semana solía desplazarme a Tenerife, donde, en parte por aminorar los gastos del viaje, en parte porque la pitanza bien lo merecía, visitaba con frecuencia un recóndito guachinche en los altos de Santa Úrsula. Allí, rendir homenaje a Dionisos y colmar con desmesura  las oquedades del estómago suponía abonar en torno a 600 pesetas. Tan módica resultaba la cuenta que la propina fluía con sobrada generosidad.
Pero una mañana que creía como las demás, grata y fructífera, plácida y soleada, a estas alturas de aciago recuerdo, el hasta entonces amable camarero de Reyes Católicos cometió la osadía de reclamarme dos euros. Fue mi primera vez. Tras ordenar a unas atrabancadas seseras que realizaran una sencilla operación matemática, aplasté sobre el mostrador un par de lustrosas monedas con la efigie de Su Majestad, expresé con tono airado mis críticas hacia el café con leche cuasi frío, la tortilla poco hecha y un zumo que, en lugar de con naranjas, parecía haber sido elaborado con limones, y puse asfalto de por medio. Para mi disgusto, el episodio se repetiría días más tarde en el remoto figón chicharrero, que, iluso yo, imaginaba ajeno a la locura monetaria que acababa de invadirnos.
De nada sirvió que los gobiernos europeos se apresuraran a divulgar a los cuatro vientos una imperceptible inflación, a buen seguro con los dedos cruzados detrás de la espalda; de nada que entonces, ahora y probablemente dentro de un mes, dos meses, un año, dos años, los prebostes de las finanzas santifiquen al euro a pesar de todos los pesares. Usted y yo sabemos que aquel fue el principio de nuestros males, máxime en una comunidad como la canaria, caracterizada por unos sueldos exiguos y especialmente sensibles a los encarecimientos.
En pocas ocasiones macroeconomía y microeconomía se han hallado tan distanciadas. La primera, en manos de quienes adoptan las grandes decisiones y, ocurra lo que ocurra, se niegan a reconocer sus errores, desvaríos y precipitaciones, cuanto más a rectificar; la segunda, condenada a asumir las miserias de la primera, con el pataleo como único recurso y sumida en la añoranza de aquellos tiempos en los que dejábamos propina.

Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 28 de febrero de 2012

CULOS A SALVO


Tras la debacle de la Armada Invencible frente a las costas británicas, Felipe II marcó la pauta para los siglos venideros: cuando las cosas se tuerzan, la mejor opción será inculpar a los elementos. El cumplimiento a rajatabla de tal máxima por parte de los prebostes de la piel de toro, insulares incluidos, con la impagable connivencia de una ciudadanía desidiosa y acomodaticia, ha hecho posible que quienes se hallaban al frente del timón cuando se puso proa a la crisis continúen apoyando sus posaderas en el puente de mando. O dicho en román paladino: si esos prominentes culos, lejos de sufrir justos puntapiés, mantienen sus nalgas a salvo de la ira del populacho, es debido a la innegable capacidad camaleónica de sus propietarios, tan dados a señalar al cielo cada vez que se les quema el potaje.
Que los mandamases del archipiélago echen la culpa a la coyuntura internacional de todo lo malo que ocurre por estos lares, desempleo incluido, es como dejar abierta de par en par la puerta de la caja fuerte y pedir responsabilidades por los hurtos al fabricante. Basta con hacer algo de memoria, con repasar de forma somera las hemerotecas, para constatar que, aparte de pedir y gastar, Canarias se esmeró bien poco durante los años de bonanza para consolidar su endeble estructura económica. Durante décadas, los sucesivos gobiernos autonómicos han protagonizado multitudinarias peregrinaciones a Madrid y Bruselas con el ánimo de reivindicar a diestra y siniestra todo tipo de prebendas, las más de las veces logrando sonoros éxitos bien por su capacidad de convicción, bien por la extenuación del adversario. Pero, en realidad, ¿qué ha hecho Canarias por sí misma para sí misma?
¿Qué esfuerzos se han realizado en pro de diversificar la economía aparte de la promesa de hacerlo ejercicio tras ejercicio? ¿Qué medidas se han tomado para que los productos agrícolas sustituyan a las subvenciones como principal fuente de ingresos del sector agrario? ¿Qué decisiones se han adoptado para mitigar los gastos corrientes de la administración antes de romper la alcancía y comprobar que el cerdito se hallaba famélico? ¿Qué fórmulas ingeniosas se han aplicado a la hora de preparar a los jóvenes para enfrentarse a un mundo globalizado y multilingüe? Un sinfín de preguntas se agolpan en esta crónica de un fracaso anunciado, el de unos responsables políticos que, recurriendo de nuevo a la historia y parafraseando a la señora madre de Boabdil el Chico tras la pérdida de Granada, lloran ahora como mujeres lo que no supieron defender como hombres.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 18 de febrero de 2012

LA HORA DE LOS EMIGRANTES ILUSTRADOS


Durante décadas, Canarias sólo vio retornar a los emigrantes que habían hecho fortuna. El resto, la mayoría, avergonzados tras su infértil travesía, optaba por permanecer en la emergente Venezuela. Los recién llegados lucían rutilantes ropajes, anchos sombreros de cogollo y ampulosos pelucos japoneses. Sabedores del aura que inviste al éxito, caminaban por las aceras con la seguridad inherente al triunfador, en no pocos casos pavoneándose ridículamente ante sus congéneres. Sobrados de razones, se consideraban justos merecedores de los dulzores que les proporcionaba la vida tras una sucesión de amargos sinsabores.
Los retornados se convirtieron de la noche a la mañana en epicentro de todas las miradas y en paradigma del modus vivendi. De inmediato, cuenta bancaria de por medio, se alzaron al primer escalafón de la provinciana sociedad isleña, donde ejercieron como únicos inversores hasta la eclosión hotelera. Buena parte de la economía giró durante lustros en torno a ellos. Fundaron constructoras, abrieron supermercados e importaron todo tipo de productos. Paradójicamente, carecieron bien de la iniciativa, bien de los conocimientos, para hacerse valer en la que iba a erigirse como principal actividad del archipiélago: el turismo.
La impronta de tales indianos, arrojados emprendedores carentes de formación académica, ha marcado la cotidianeidad de las islas durante generaciones. Su limitada erudición no impidió que popularizaran sus gustos estéticos, culinarios y culturales, además de su modus operandi en el mundo de los negocios, gracias a la permeabilidad de una población tan empobrecida como fascinada por cualquier influencia externa. Provocaron, de facto, una venezolanización, sobre todo de la provincia tinerfeña, cuyas consecuencias se tiñen de claroscuro en un contexto histórico donde acaso hubiera sido conveniente un mayor dinamismo social y empresarial.
Ahora el trance se repite, aunque se añaden contundentes matices. Los jóvenes vuelven a poner el mar de por medio, pero cargan en sus maletas estudios avanzados, idiomas y una visión global del mundo. Les acogen Alemania, Reino Unido, Austria, Holanda o Estados Unidos, donde crecerán en lo profesional y en lo personal. Muchos de ellos, porque la nostalgia del insular es una pesada losa, retornarán. Y entonces concitarán la admiración de sus paisanos; y algunos se pavonearán ridículamente de sus merecidos logros; y aún en el caso de que no se hallen en disposición de aportar demasiado capital, traerán consigo conocimientos, experiencias y vivencias que se convertirán en un valioso recurso, confiemos que en el antídoto capaz de evitar la recaída en los errores de los últimos años. Y no es que me alegre de su marcha, conste, pero trato, cuando menos, de buscar algún rescoldo positivo al triste paisaje que contemplamos día a día.
Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 11 de febrero de 2012

CANARIAS PAGA A TRAIDORES


«Roma traditoribus non praemiat» fueron las palabras del cónsul Quinto Servilio Cepión cuando Audax, Ditalco y Minuro, lugartenientes de Viriato, líder de los lusos, reclamaron su recompensa tras haber dado muerte al valiente general mientras dormía. Se corresponda dicha frase con la verdad, sea una posterior invención de los cronistas romanos para tapar la vergüenza de tan miserable plan, evidencia a un tiempo el menosprecio con el que históricamente se ha premiado al traidor y el respeto que se brinda al bravo adversario. Dos mil años después, tal sistema de valores permanece intacto en Roma, en la actual Lusitania y, aunque nos cueste creerlo, en las mismísimas Fortunatae Insulae.
La designación de Luz Reverón, ex concejala nacionalista en Santa Cruz de Tenerife, experta en sebadales e inexperta en ordenación urbana, como directora de la administración del Estado en la apacible isla de La Gomera, en justa recompensa por su adiós a las filas de Coalición Canaria —su afiliación al PP es lo de menos incluso para los dirigentes populares—, supone un nuevo caso de traición, pero no al que fue hasta anteayer su partido, inhabilitado, como casi todos, para tirar la primera piedra so pena de sonrojarse, sino a una ciudadanía cada vez más reticente a vincular la actividad política con la coherencia y la honradez. ¿Dónde queda la ideología? ¿Dónde las convicciones si alguna vez las hubo?
Que uno de los sinos del género humano sea la permanente batalla entre un sinfín de demonios interiores no concede patente de corso para pasar del blanco al negro, o viceversa, de un día a otro, y mucho menos para considerar imbécil al respetable y pretender que se lo crea. Un personaje que el lunes blande una bandera y el martes otra, que el jueves abraza unos ideales que el miércoles aborrecía, que el sábado se pliega ante quien el viernes le producía repugnancia, que el domingo sale de paseo con sus nuevos compañeros como si no hubiera pasado nada y acepta la invitación a un suculento helado, se deprecia a sí mismo a la vez que devalúa el antaño noble arte de la política.
Con todo, esos denostados individuos de chaquetas multicolores serían erradicados de la «res publica» con la simple voluntad de que así sucediese. Bastaría con que las organizaciones políticas que les dan cobijo hicieran gala de esos imprescindibles prejuicios que permiten establecer la frontera entre lo decoroso y lo indecente. Y nunca es tarde para rectificar, como bien demostraron los romanos, que cuando menos, y a diferencia de lo que es habitual hoy en día, evitaron jactarse de lo ocurrido.
Santiago Díaz Bravo
ABC

domingo, 5 de febrero de 2012

LA LECCIÓN DE SPANAIR


Las vaguedades y ambigüedades de la supravalorada Constitución de 1978 continúan haciéndose presentes 33 años después, en esta ocasión alcanzando el súmmum del dislate: una insensata decisión adoptada por una comunidad autónoma acaba por afectar a todas las demás, especialmente a la que se halla más alejada geográficamente. Porque eso es lo que ha ocurrido con el «affaire» Spanair, se mire por donde se mire y a pesar de que determinados responsables se abrazan a explicaciones peregrinas para justificar el expolio de los fondos comunes y mitigar sus culpas. La Generalitat de Catalunya, aquejada de agudos delirios de grandeza que la han llevado a considerarse no sólo dueña de lo público, sino también preceptora de lo privado, ha protagonizado un sangrante caso de despotismo autonómico. Uno más a sumar a otros tantos que han tenido por escenario esa y otras administraciones, sin que quepa hacer distingo en función de emplazamiento o color político.
Los desvaríos de unos dirigentes que entienden la defensa de lo propio desde planteamientos autárquicos, harto anacrónicos en los albores de la globalización, motivaron que jugasen a ser empresarios sin serlo ni deber serlo, que distorsionaran el mercado en función de espurios intereses políticos, que abocaran a la quiebra a una compañía que podía haber salido adelante en otras manos —Iberia llegó a realizar una oferta—, que cerca de cinco mil personas perdiesen su empleo y, en lo que respecta a Canarias, que el cordón umbilical que enlaza al archipiélago con el exterior haya quedado tan debilitado como dos décadas atrás. La pérdida de plazas aéreas, máxime en un contexto en el que la mayoritaria compra por internet dota de un incontestable poder a la ley de la oferta y la demanda, conllevará un incremento de los precios; la entrada en escena de aerolíneas alternativas de bajo coste, en el caso de que finalmente se decidan a hacerlo, una disminución en la calidad del servicio.
Ante tamaño panorama llama especialmente la atención la tímida respuesta de las autoridades de las islas, tan dadas a poner el grito en el cielo por asuntos más leves. Acaso la afinidad ideológica con los promotores del megalómano proyecto, acaso el reconocimiento subrepticio de que la injerencia en el sector privado no es exclusiva de la casta política catalana, se encuentren detrás de tan introvertida reacción. Y eso no tiene por qué ser malo. A fin de cuentas, la leña del árbol caído jamás ha proporcionado buena lumbre. Lo que sería inaceptable es que mirasen hacia otro lado sin más, desaprovechando la oportunidad de aprender de los errores ajenos.
Santiago Díaz Bravo
ABC

martes, 31 de enero de 2012

EL INJUSTO OLVIDO DE LOS OLVIDADOS

En mis años mozos, un amable pariente preocupado por mi educación se echó las manos a la cabeza tras descubrir en mi modesta biblioteca un ejemplar de Mein Kampf. Con suma urgencia, no fuese a sufrir una severa taquicardia de infaustas consecuencias, me apresuré a aclararle que aquel muchacho que se hallaba ante sí no era, ni pretendía serlo, un espíritu renacido de las juventudes hitlerianas, sino un esforzado estudiante de periodismo, embarcado en la realización de un trabajo acerca de la génesis de la Segunda Guerra Mundial, que se había visto obligado a adquirir el libro en un puesto de segunda mano en la madrileña Cuesta de Moyano. Y era cierto, aunque también lo era que ya por entonces me fascinaba la biografía de los jerarcas nazis, unosiluminados lo suficientemente cuerdos para hacer valer en su provecho las desgracias de un país y lo bastante locos para hacer partícipes de su demencia a millones de personas. No obstante, con la sana intención de evitarle un disgusto a mi interlocutor, obvié mi querencia por la historiografía nacionalsocialista.
Aquella afición fue alimentada durante años por un sinfín de habladurías acerca de supuestos prófugos, incluidos destacados mandamases de las SS, que se habían instalado en el norte de Tenerife al concluir la contienda bélica, siempre con la connivencia del general Franco. La proliferación de germanos de avanzada edad en urbanizaciones de La Orotava, Puerto de la Cruz, Santa Úrsula, La Matanza o La Victoria no hacía sino acrecentar mis sospechas y las de mis amigos. Y tanto nos seducían aquellas teorías que llegamos al extremo de entablar conversaciones supuestamente casuales, aunque minuciosamente planeadas, con algunos de ellos en supermercados, talleres y tabernas con vistas a sonsacarles valiosas informaciones. Para nuestra decepción, tan arriesgadas misiones obtuvieron como única recompensa frases huecas, sonrisas displicentes y algún que otro desaire.
Tal era nuestra determinación que en una ocasión nos decidimos a seguir a un sospechoso. Turnos de vigilancia y toma de imágenes de por medio, husmeamos en los alrededores de su flamante aunque discreto chalé, donde nos percatamos de la existencia de descomunales medidas de seguridad que incluían cámaras de vigilancia en los rincones más variopintos. La idea de remitir aquellas señas al Centro Simon Wiesenthal rondó nuestras cabezas, pero contábamos con tantas pruebas del pasado delictivo de aquel buen señor como de la relación amorosa entre Keith Richards e Isabel Pantoja.
Con tales precedentes, comprenderán que mis juicios acerca de cualquier libro que aborde el periodo nazi se hallan impregnados de una ferviente pasión, la suficiente para que quien se enfrente a ellos adopte todo tipo de precauciones. Así que, una vez advertidos, me permito pasar a mayores y rendir los debidos honores a una obra de reciente lectura que me ha impactado sobremanera: HHhH, primera novela del francés Laurent Binet, cuyo extraño título obedece a las iniciales de la frase Himmler Hirn heisst Heydrich (el cerebro de Himmler se llama Heydrich), el dudoso halago que los miembros de la Gestapo dedicaban al que puede ser considerado como uno de los más viles asesinos del siglo XX.
Reinhard Heydrich, un militar para quien la única salida ‘honrosa’ —añádanse todas las comillas que se desee— tras ser expulsado del ejército fue el ingreso en las SS, vivió desde temprana edad bajo el yugo de la peor de las ignominias: la posibilidad de que fluyese por sus venas sangre hebrea. Fuese por su carácter en extremo violento, fuese por la necesidad de erradicar cualquier atisbo de duda acerca de sus ancestros, acabó convirtiéndose en el más cruel de los gerifaltes del Tercer Reich. Respetado y admirado por el mismísimo Führer, poco dado a los halagos, e irreemplazable mano derecha del Reichsführer Heinrich Himmler, fundó los einsatzkommandos, una fuerza represora que hacía gala de una crueldad inhumana, e ideó junto a Adolf Eichman, su fiel escudero, la Solución Final, uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad.
Con todo, a Binet, cuya obra ha logrado el prestigioso Premio Goncourt de primera novela, no cabe reconocerle originalidad alguna en lo que a la elección del personaje se refiere, porque aunque siempre a la sombra de sus superiores, sobre Reinhard Heyndrich se han escrito ríos de tinta y se han consumido miles de metros de material fílmico. La grandeza de HHhH no reside en la enumeración de los qués y los porqués del lugarteniente de Himmler, sin que ello sea óbice para reconocer las virtudes de tal narración, sino en la reivindicación de un lugar en la historia para los impertérritos luchadores que, al igual que los checos y eslovacos que desfilan por sus páginas, perpetraron valerosas acciones —en el caso del atentado contra Heydrich sin parangón en la Segunda Guerra Mundial— a sabiendas de que llevaban aparejadas la entrega de sus propias vidas.
Porque los méritos no se limitan a Jan Kubiš y Jozef Gabčík, los héroes que ejecutaron el célebre ataque en las calles de Praga. A fin de cuentas, ambos cuentan con cenotafios y plazas que llevan sus nombres, se les ha citado y se les seguirá mentando en no pocos discursos y han hecho acopio de numerosos homenajes. Los entrañables Jan y Jozef se tornan en una mera excusa para recordar, reconocer y admirar a Valčík, Ata, Jindriska, Hanka y tantos otros hombres, mujeres y niños —sí, niños que se convertían en personajes clave dentro de las operaciones de la resistencia— que lejos de resignarse a la fatalidad de la historia, trataron de variar su curso. ¿A cambio de qué? En la mayor parte de los casos, a cambio de la muerte. Triste premio. Hagamos lo posible entonces, debió pensar el autor galo, para cuando menos evitarles la injusticia del olvido.
Laurent Binet realiza un sano ejercicio de transparencia a lo largo de la novela, de sincera inseguridad me atrevo a apuntar, al expresar sin ambages al lector sus permanentes e irresolubles dudas acerca de la adecuación entre la realidad de los hechos y la realidad que plasma el papel —a estas alturas, tras ejercer más de dos décadas como periodista, pocas dudas me caben de que el papel, trate o no de adecuarse a la realidad, genera una realidad paralela—. Pero tamaña inseguridad por el continente trasluce una aguda incertidumbre por el trasfondo, porque escribir en negro sobre blanco los nombres de Valčík, Ata, Jindriska y Hanka, aún siendo personajes desconocidos para la generalidad del público, se torna en un nuevo acto de olvido, como consecuencia de injusticia y afrenta, hacia la memoria de tantos otros luchadores anónimos en ese y otros frentes, en esa y otras guerras.
HHhH convierte la literatura en una restitución de honores sin perder de vista sus limitaciones. Alejada de pavoneos, expresa a las claras una categórica conjetura: tal vez los más importantes no sean quienes están, sino quienes faltan. Y es precisamente esa humildad, ese contundente reconocimiento de sus propias carencias, lo que convierte a esta obra en una parada imprescindible tanto para los amantes de las letras como para los entusiastas de la historia, cuánto más para los afortunados en quienes confluyen ambas apetencias. Después de todo, convertir en protagonista al olvido acaso sea la única forma de rendir justas cuentas con los olvidados.

Santiago Díaz Bravo
Creativa Canaria




Reinhard Heydrich from Shankar Nandi on Vimeo.

sábado, 28 de enero de 2012

CAJAS: LO BUENO, LO MALO Y LO PEOR


Hasta hace poco, lograr financiación pública era una misión harto sencilla: el político de turno descolgaba el teléfono e intercambiaba unas pocas palabras con un representante cualificado de la caja de ahorros que, casualidades de la vida, bien había sido designado por el partido, bien se encontraba a las órdenes de algún comisionado. Ante tamaña tesitura, porque donde manda capitán a los marineros no les queda otra que callar y asentir para evitar servir de merienda a los tiburones, arrancar un sí se tornaba en un mero trámite. Esa práctica se repitió durante décadas en todas las provincias, convirtiendo estos organismos en burdos instrumentos partidistas y distorsionando con ello el mercado. La manida burbuja inmobiliaria, una de las causas de la crisis económica, se explica en buena medida por tales cambalaches. Y hasta aquí lo malo, que no es poco y ha motivado varias quiebras, inevitables fusiones y la posible conversión de los nuevos conglomerados en bancos al uso.
Porque también ha habido aspectos positivos, toda vez que, de forma paralela, las cajas de ahorro han desempeñado un papel crucial en el sostenimiento de proyectos sociales y culturales tan imprescindibles como imposibles de rentabilizar desde un punto de vista económico. La ley les obliga a adentrarse en territorios baldíos para la iniciativa privada a los que los bancos, por mucho que se esmeren en disimularlo, ni siquiera han hecho amago de asomarse.
Pero ha llegado la hora de lo peor, porque los desmanes cometidos y la necesidad de reorganizar el panorama de estas entidades, so pena de que definitivamente arrastren al país hacia el colapso, han mermado considerablemente los fondos que antaño se destinaban a un sinfín de servicios sin ánimo de lucro. La paradoja luce cruenta: el período de mayor debilidad de las cajas, incluida su posible extinción, coincide con el momento histórico en el que resultan más necesarias, imprescindibles incluso para llegar a aquellos recovecos de la sociedad a los que ni siquiera la administración es capaz de acceder.
La situación es especialmente dramática en Canarias, una comunidad con un sector público acuciado por los acreedores y un empresariado endeble y timorato. Las respectivas cajas provinciales han servido tradicionalmente de sostén a buena parte de la maquinaria social y cultural. Pero ahora, tras la anexión de CajaCanarias y La Caja de Canarias a grupos de ámbito nacional, donde las decisiones tienen mucho que ver con la supervivencia propia y poco o nada con la de las actividades a las que antaño apoyaban, todo ha comenzado a cambiar.
Una vez más, y van unas cuantas, los partidos políticos se ven abocados a resolver los problemas que ellos mismos han provocado.
Santiago Díaz Bravo
ABC

domingo, 22 de enero de 2012

CAMINANDO DEMASIADO TIEMPO HACIA NINGUNA PARTE


—¿Sigues trabajando?
—Y además cobro a final de mes.
Esta conversación, protagonizada por dos treintañeros en la cola de un hipermercado tinerfeño, refleja en pocas palabras el sombrío estado de ánimo de la población de las islas, embarcada en una travesía de dudoso destino con la única compañía de la inseguridad en las posibilidades propias y la desconfianza en la capacidad de maniobra de agentes sociales y poderes públicos. Si el estado de ánimo de una sociedad cabe considerarlo crucial para superar situaciones estructurales y coyunturales adversas, Canarias parece condenada a vagar durante largo tiempo por un desierto a cientos de kilómetros del mar, sin otra esperanza que la de hallar de vez en cuando algún oasis donde calmar la acuciante sed.
Medidas macroeconómicas aparte, la historia da fe de cuán determinante llega a ser el carácter de los pueblos a la hora de hacer frente a los contratiempos. Los milagros alemán y japonés serían difícilmente comprensibles sin tomar en consideración la extrema confianza de los derrotados en sus propias fuerzas y la asunción de los obstáculos como parte ineludible del devenir humano. Tal predisposición se vio potenciada en ambos países por dirigentes conscientes del momento histórico que les había tocado vivir y dispuestos a situarse a la altura de tan complicadas circunstancias. Desgraciadamente, por estos lares ni concurren ambos supuestos, ni se les espera.
En la cola de un hipermercado, en un encuentro casual entre amigos, en el recibidor de una consulta médica, en una reunión familiar, el sentimiento trágico de la vida que tan profusamente abordó Miguel de Unamuno parece haberse adueñado del antaño vivaz espíritu de los isleños. Quien más, quien menos, cuenta con algún pariente o amigo en paro; quien más, quien menos, ejerce de testigo de algún caso de penuria económica; quien más, quien menos, sufre de cerca el lacerante retardo de las listas sanitarias; quien más, quien menos, mira allende el océano a la búsqueda de la solución a sus males, igual que hicieron nuestros padres y abuelos.
Nos envuelve la sensación de que llevamos demasiados años caminando a toda prisa en dirección a ninguna parte. Nos preguntamos de qué sirvieron los desvelos de quienes nos precedieron, de qué nuestros propios esfuerzos. Y no nos valen respuestas ambiguas que convierten la desgracia de muchos en consuelo de tontos, porque si en otras latitudes andan mal las cosas, aquí andan peor.
Santiago Díaz Bravo
ABC