sábado, 26 de noviembre de 2011

CRÓNICA DE UNA SORPRESA ANUNCIADA

Si un alcalde nacionalista vasco o catalán requiriese la presencia del ejército para dar lustre a las fiestas patronales, atiborrase el pueblo de enseñas rojigualdas y organizara una jura de bandera civil, ocuparía las primeras páginas de los diarios. Los manuales periodísticos resultan clarificadores al respecto: la noticia surge cuando el niño muerde al perro. Y qué decir de la virulenta respuesta de los prebostes que velan por la pureza de las siglas políticas, quienes con denuedo tratarían de hacer ver a su adlátere la conveniencia de visitar a un psiquiatra y, seguidamente, dedicarse a otros menesteres. La vecindad, mientras, se dividiría de forma proporcional al arco ideológico del ayuntamiento y los festejos quedarían deslucidos tras tornar en un campo de batalla dialéctico. Eso, en el mejor de los casos.
Por contra, cuando un alcalde nacionalista canario, tras insistentes peticiones, logra contar con el ejército, adorna las calles con banderas nacionales y promueve una ceremonia de fidelidad a la patria, los diarios ofrecen crónicas donde se entremezclan sonrisas, abrazos, apretones de mano y entusiastas aplausos, entre ellos los de los mandamases de su propia organización política, quienes sin timidez aparente comparten protagonismo con capitanes y generales.
Ese paisaje de confraternidad refleja la paradoja de unas islas donde los mismos electores que seis meses atrás, en los comicios locales y autonómicos, prestaron un considerable apoyo a Coalición Canaria, ahora acaban de darle la espalda en las elecciones a las Cortes. Y no menos paradójico resulta que dicho fenómeno se repita desde hace dos décadas, con mayor o menor incidencia en la cifra de sufragios, y aún surjan voces que manifiesten sorpresa, acaso en un voluntarioso intento por obviar que la mayoría de los canarios, lejos de sufrir una suerte de esquizofrenia electoral, carecen de un sentimiento político que les incite a diferenciarse de los ciudadanos de otras regiones.
Si alguna conclusión cabe extraer de la historia reciente es que los ayuntamientos y las Cortes, en menor medida los cabildos, absorben las inquietudes del respetable. La conformación del Parlamento autonómico se queda en un mero resto de los comicios municipales. Son los candidatos a la alcaldía, en ocasiones ajenos al corpus ideológico de su partido, cuando no de planteamientos contrapuestos, quienes captan el apoyo del vecino y lo trasladan a la lista autonómica. No obstante, su concurso, determinante en la configuración del mapa político del archipiélago, pierde fuelle en la cita estatal y evidencia que a los nacionalistas canarios aún les queda un largo, larguísimo, trecho por recorrer para emular a sus homólogos de otras latitudes.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 19 de noviembre de 2011

PAGO, COPAGO Y REPAGO

Pese a lo que reza el refrán, las palabras mal dichas conviven con las mal interpretadas, y la utilización del término 'copago' a la hora de referirse al abono, por parte de los usuarios del Servicio Canario de Salud, de las atenciones recibidas, cabe calificarla de inadecuada por cuanto puede provocar un grave malentendido. El uso del prefijo 'co' unido al sustantivo 'pago' nos traslada a un escenario en el que los pacientes colaboran con la administración a la hora de hacer frente a los onerosos gastos sanitarios. Y hasta ese punto nada que objetar en el ámbito sintáctico, ni siquiera en el semántico si nos ceñimos al hecho en sí, esto es, al desembolso de una determinada cantidad que se suma a la que aporta la Comunidad Autónoma. Sin embargo, la palabra encierra una maquiavélica trampa desde el punto de vista político: nada menos que el olvido de la fuente que nutre las arcas de la hacienda pública, que no es otra que el bolsillo, cada vez más agujereado, de los ciudadanos, exactamente el mismo del que se obtendrían los fondos para materializar el hipotético copago. Ante tamaña paradoja, convendrán conmigo que 'copago' debería eliminarse del diccionario político y dejar sitio a 'repago', es decir, el pago por segunda vez.
Y no es que el repago, al que en una u otra ocasión se han referido representantes de los diferentes partidos empleando el término inadecuado, el último de ellos el presidente canario, Paulino Rivero, deba erradicarse del debate parlamentario, pero la clase dirigente, los periodistas y, sobre todo, los ciudadanos, están obligados a evitar por todos los medios el uso perverso del lenguaje, que en este caso provoca el olvido de lo esencial: absolutamente todo el dinero público cuenta con nombre y apellidos, los de quienes, con mayor o menor gusto o disgusto, aportan sus posibles para que pueda financiarse, entre otras áreas de la administración, la sanidad.
Llamar a las cosas por su nombre se torna en una exigencia ineludible, porque las inexactitudes y ambigüedades, y qué decir de las burdas falsedades, conllevan la pérdida gradual del sentido de la realidad y la conformación de un mundo paralelo capaz de devaluar el papel del ciudadano no sólo como destino de las decisiones políticas, sino también como origen de dichas decisiones. Por ello nada más erróneo y peligroso que obviar que se pague, copague o repague, el bolsillo será siempre el mismo. Y el agujero ya empieza a ser demasiado ancho.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 12 de noviembre de 2011

MONTESQUIEU Y EL FONDO DE REPTILES

No fue Alfonso Guerra quien se topó con el cadáver del Barón de Montesquieu en un rincón de la iglesia de Saint Sulpice. Cuando el entonces vicepresidente del Gobierno de España sentenció que la división de poderes había tornado en un recuerdo, se limitó a constatar el latrocinio cometido por los redactores de la Constitución de 1978, imprudentes al extremo de regalar a las Cortes, indirectamente a los partidos políticos, un bastón de mando absolutista. A pesar de todo, nos quedaban los contrapoderes. Al frente de ellos, comandando la impagable e irreemplazable labor de fiscalizar a la administración y concienciar a las masas, la prensa. De siempre se le denominó cuarto poder, pero aún no había llegado a serlo.
Estos días, como si el destino estuviera empeñado en recordarnos que el signo de los tiempos sigue cambiando, que el cuerpo inerte de Montesquieu, además de lucir yerto, apesta a estas alturas como consecuencia de su ingente putrefacción, que la prensa, ahora sí, se ha convertido en el cuarto poder tras cruzar la calle, nos enteramos de los supuestos pagos indecorosos de un consejero del Cabildo de Tenerife a un grupo de comunicación y a un periodista en particular. En el caso de que esas fundadas acusaciones tomen cuerpo tras superar el tamiz de la Justicia con mayúsculas, si es que aún seguimos confiando en la justicia con minúsculas, nuestro sistema democrático, ese del que tan orgullosos nos hemos sentido durante años, cuando las vacas engordaban sin parar, ese que, como todos los de su ralea, se asienta en los contrapesos, habrá colapsado y de Montesquieu no quedarán ni los restos.
Lo malo sería que los pagos a medios de comunicación y a informadores se confirmasen; lo peor, que con ello se dejaría entrever más de lo que se ve. Lo malo, que la credibilidad de la casta política ni siquiera encontraría acomodo en las alcantarillas; lo peor, que el periodismo le acompañaría en su descenso a las tinieblas. Lo malo, que las sospechas del respetable se convertirían en convicciones; lo peor, que las certidumbres se materializarían en una sensación de traición y abandono capaz de hacer converger en un mismo saco a un sinfín de pecadores y a un grupúsculo de inocentes. Lo malo, la presunción de que los fondos de reptiles forman parte del quehacer diario de los dirigentes públicos; lo peor, la certeza de que los reptiles son dados a poner huevos en una infinidad de recovecos.

Santiago Díaz Bravo
ABC

sábado, 5 de noviembre de 2011

LOS CAMAREROS ERRANTES

Llega el invierno, con el invierno la nieve, y con la nieve la temporada alta de los hoteles y restaurantes de las montañas austriacas, incapaces con sus actuales recursos de hacer frente a la previsible avalancha de clientes. No les queda otro remedio que sumar a sus plantillas cocineros, camareros y recepcionistas. Ardua misión en un país donde el índice de desempleo se sitúa en un escuálido 4,8 por ciento, el más bajo de Europa, máxime cuando se ofrece un contrato por unos pocos meses. Si a tal circunstancia se añaden los exiguos niveles de paro de los Estados vecinos y el requisito de una experiencia contrastada, las opciones se aminoran y la única salida es mirar allende los Alpes, por ejemplo hacia esas islas del sur adonde han dirigido sus ojos en anteriores ocasiones con tan satisfactorios resultados.
Porque no es la primera vez que los patronos de Austria reclaman profesionales canarios, y es precisamente esa insistencia, motivada, según aseguran los propios empleadores, por la productiva experiencia de ejercicios pasados, lo que permite valorar en su justa medida a un ejército de especialistas que históricamente ha sufrido el vilipendio de los antediluvianos empresarios hosteleros del archipiélago, tan cortos de miras como faltos de escrúpulos, tan aficionados a contratar y despedir sin tomar en consideración que la calidad del servicio es su principal valor y la estabilidad en el empleo el asiento de dicha calidad, tan culpables como el que más de que la oferta turística haya emprendido la senda de la cutrez.
Eludamos la siempre perjudicial autocomplacencia y evitemos obviar que el fenómeno que nos ocupa viene motivado por la urgencia en emplear de unos y la necesidad de ser empleados de otros, pero tampoco pasemos por alto que en la Unión Europea conviven más de 23 millones de parados, un fatal registro que dota a los empresarios austriacos de un sinfín de opciones. Sin embargo, en ese mar de abundancia se han decantado una vez más por los profesionales canarios y han reconocido con ello lo que los obtusos hosteleros y restauradores de las islas se empeñan en ignorar, acaso porque ninguneando la labor de sus trabajadores se ahorran unos euros en las nóminas, acaso porque entienden que los destinos emergentes no representan competencia alguna, acaso porque están convencidos de que los turistas que están por venir se caracterizarán por un grado de transigencia tan desorbitado como el que exhiben los actuales, acaso porque, sencillamente, se han decidido a hacer bandera de su enervante impericia.

Santiago Díaz Bravo
ABC