lunes, 13 de septiembre de 2010

BUENOS Y MALOS

Ninguna duda debe albergar la sociedad occidental acerca de la necesidad de tomar medidas contundentes contra los radicales islamistas, empeñados en que el mundo entero se retrotraiga hasta los oscuros siglos del medievo. Pero, de igual forma, ciudadanos y gobiernos occidentales deben tener claro que la única posibilidad de que corrientes tan beligerantes como el salafismo y el yihadismo queden neutralizadas pasa por el fortalecimiento del islamismo moderado, que aunque mayoritario, ha quedado ensombrecido por el ruido que provocan sus hermanos de credo. A posturas como la del caricaturesco reverendo Jones, un iluminado que ha llegado a amenazar con quemar cada día un ejemplar del Corán, cuya insignificancia no ha impedido que ponga en jaque a las cancillerías de medio planeta, se suman otras como la negativa ciudadana, además de las reticencias institucionales, a la construcción de una mezquita en las inmediaciones de la 'zona cero' de Nueva York. En ambos casos, los musulmanes civilizados, aquellos en cuyas creencias predomina el sentido común, vuelven a comprobar que se les da la espalda, que nadie piensa en ellos, que Occidente confunde una vez más la parte con el todo; al mismo tiempo, la hoguera de los extremistas se reaviva.
Nada sería más estúpido que ignorar la importancia del islamismo, una religión que profesan 1.200 millones de personas en todo el mundo y con la que necesariamente debemos convivir ahora y seguiremos cohabitando en los próximos siglos. De forma paralela a la inexcusable exigencia de que tanto los fieles como sus guías espirituales respeten los derechos humanos y las leyes vigentes, sin excusas, excepciones ni miramientos, ciudadanos y gobernantes occidentales harían bien en diferenciar entre buenos y malos y en allanar el camino de los primeros, porque su afianzamiento dentro del universo islámico es la única vía para que los jerarcas coránicos y civiles moderen unos planteamientos tan anacrónicos como arriesgados para el correcto devenir de las relaciones internacionales y la coexistencia dentro de las propias naciones.
Occidente está obligado a actuar desde una doble vertiente: por un lado, manteniendo una inquebrantable firmeza ante el barbarismo y la sinrazón que predican los radicales; por otra, tendiendo puentes que posibiliten que la inmensa mayoría de musulmanes tolerantes se sientan comprendidos, aceptados y acogidos por sociedades sometidas al imperio de normas democráticas y respetuosas con la libertad religiosa. La historia nos ha enseñado que las minorías, por serlo, no dejan de ser peligrosas. Los nazis y los bolcheviques también lo eran, pero el mundo perdió demasiado tiempo mirando hacia otro lado.

Santiago Díaz Bravo

jueves, 9 de septiembre de 2010

SUICIDIO SINDICAL

Las sociedades avanzan gracias a un cúmulo de equilibrios provocados por fuerzas contrapuestas. La dialéctica es el necesario combustible para el desarrollo social y económico, y el papel de los sindicatos resulta imprescindible dentro de tan complicado juego. Pero ese imparable avance obliga a los diferentes actores a renovarse, a tomar las medidas oportunas para inmunizarse ante el virus del anacronismo, principal causa de la pérdida de perspectiva y el consiguiente descrédito social.
Donde antaño se erigía el Muro de Berlín crecen hoy hermosos jardines; donde antes se sentaban infames enemigos de la dignidad humana lo hacen hoy atareados inversores, que en no pocos casos se arriesgan a perderlo todo a las primeras de cambio; donde hace décadas se reunían personajes comprometidos con la defensa de los derechos de los trabajadores, infatigables camaradas que actuaban en nombre de la justicia en un mundo dividido entre explotadores y explotados, se siguen citando sus sucesores, que tan respetuosos se muestran con la herencia de sus mayores que la conservan impoluta, sin separarse un ápice de unos preceptos convertidos en una suerte de religión.
La realidad ha cambiado a pasos agigantados, pero los grandes sindicatos permanecen apegados a las consignas de la hoz y el martillo, un ejercicio de nostalgia que poco a poco, ante los ojos de una sociedad que jamás ha dejado de necesitar sus servicios, los va convirtiendo en vetustos objetos de museo. Su discurso apenas ha variado con el paso de los años. Siguen entendiendo el papel del asalariado como el de una víctima del proceso productivo en lugar de considerarlo parte esencial de dicho proceso y, como tal, interesado en que las cosas marchen lo mejor posible. No se trata de renunciar a la necesaria defensa de los derechos de los trabajadores, sino de asumir que empleador y empleado, a fin de cuentas, navegan en el mismo barco y proa hacia el mismo puerto.
UGT y Comisiones Obreras han cometido un doble error al convocar la huelga general del próximo día 29: por un lado, debilitan con una decisión fuera de lugar la ya endeble economía patria, atentando contra quienes se propone amparar; por otro, se exponen a un rotundo fracaso en el seguimiento de la convocatoria, habida cuenta que las encuestas reflejan que una inmensa mayoría de la opinión pública no encuentra sentido a tan airada reacción. Con todo, como reza el dicho, no hay mal que por bien no venga, y acaso tales errores marquen el antes y el después que acelere la necesaria renovación de unas organizaciones arcaicas en sus planteamientos, ventajistas en su modus operandi y acomodadas en su papel de receptoras de fondos públicos. Sería un día memorable para este país si el previsible descalabro abriese las entendederas de los dirigentes de UGT y Comisiones Obreras, si gracias a ello los españoles lográramos contar con unos sindicatos eficaces y a la altura de todo tipo de circunstancias.

Santiago Díaz Bravo