jueves, 24 de diciembre de 2009

EL LAMENTO DE SCROOGE


Los creadores recurren a la Navidad con suma frecuencia al objeto de alcanzar la tan ansiada inspiración. Todos, porque no son pocas las imágenes que los grandes maestros de la pintura han plasmado a cuenta de ella en enormes lienzos, de la misma forma que cientos de novelistas han situado las andanzas de sus personajes en tan señalada época del año, notables directores de cine han reproducido en sus largometrajes calles rebosantes de luces y guirnaldas y destacados solistas y grupos han llevado al límite sus cuerdas vocales para ensalzar tal fecha. ¡Pero si hasta los Ramones dedicaron un tema a la Navidad! Merry Christmas, titularon la canción en un alarde de contundente originalidad.
Con todo, siendo exuberante el patrimonio del que podemos disfrutar y abominar a un tiempo, una obra, literaria para más señas, sobresale entre todas para tornarse en la más legendaria narración sobre los sentimiento pascuales: Cuento de Navidad, del siempre contemporáneo Charles Dickens.
Los tres espíritus a los que da vida el prolífico escritor británico en esta maravillosa historia, una suerte de regios fantasmas que se ganan la vida mostrando lo que fue, lo que es y lo que puede ser, forman ya parte del imaginario colectivo de la sociedad occidental. Pero siendo importantes y dando el miedo que dan, sobre todo al encontrárselos uno sentados a los pies de la cama, todo un ataque a la intimidad por muy extracorpóreos que sean, no llegan siquiera a hacer algo de sombra al personaje navideño por excelencia, o más correctamente, al personaje antinavideño más antinavideño de todo el universo de personajes antinavideños: el bueno de Ebenezer Scrooge. ¡Oh, perdón otra vez! Quería decir el malo de Ebenezer Scrooge.
Mister Scrooge, un tío Gilito cualquiera que se protege del frió londinense con un roído abrigo oscuro, ha aguantado durante casi tres siglos los improperios de millones de lectores. Y qué culpa tiene el pobre si su padre no acertó con el orden de las palabras que conforman el título de tan insigne obra, porque él, a fin de cuentas, ejerce su derecho a detestar la Navidad, el espíritu navideño y demás zarandajas. Qué diferente hubiese sido todo, se lamenta Ebenezer Scrooge, si Charles Dickens hubiese acompañado al espíritu de las navidades futuras en uno de sus viajes para constatar que la Navidad, si algo es, es un cuento.


Santiago Díaz Bravo
La Opinión

jueves, 17 de diciembre de 2009

ANIMALES Y LIBROS

Un viejo y mujeriego amigo mantiene desde hace años una singular teoría sobre las damas. En su opinión, y tan convencido se halla de ello como de que el cielo se extiende sobre nuestras cabezas, las féminas que convienen a un hombre deben cumplir un ineludible requisito: amar a un tiempo a los animales y a los libros.
Mi querido amigo, antaño ocupante habitual de las más afamadas barras del Puerto de la Cruz, donde durante lustros dio rienda suelta a amoríos con turistas de todas las edades y nacionalidades, decidió un buen día que había llegado el momento, si no de sentar la cabeza, porque tal actitud difícilmente resulta compatible con un varón en edad de merecer, sí al menos de hacerla reposar largo rato. Tan a la tremenda se tomó tal determinación que comenzó a frecuentar los parques portuenses con un yorkshire lanudo que le dejó en herencia su última novia y un libro deshecho y roído.
Bajo palmeras y flamboyanes comprobó que un ejército de jóvenes hermosas paseaba cada tarde a perros de todas las razas, las más de las veces animales consentidos y altivos. Les sonreía, las saludaba y en ocasiones cruzaba dos o tres palabras con alguna de ellas, pero sin llegar a mayores, porque el perro solo no le valía. Él buscaba a una mujer que acariciara a un perro con una mano y portara un libro en la otra. Le daba igual de qué autor se tratase, que fuese de su gusto o lo despreciase, que mantuviese prejuicios contra él o que ni siquiera lo conociese. Un animal y un libro. Ese era su objetivo y no cejaría hasta lograrlo.
Una tarde de invierno, al tiempo que la lluvia hacía acto de aparición, mi amigo comprobó con desbordante euforia como un enorme pastor belga arrastraba a una bella mujer que parecía incapaz de dominar a la fiera. Con las dos manos trataba de sujetar infructuosamente la correa, y del bolso que colgaba de su hombro sobresalía un libro de Paul Auster. Se levantó y la ayudó. Una nube rebosante de agua los obligó a refugiarse en una cafetería cercana.
Claudia era argentina, de Mar del Plata, y amaba a los animales. Y a los libros también. Era la mujer perfecta, la mujer que tanto tiempo llevaba esperando. Y se hizo de noche. Y él la acompañó hasta un portal en una callejuela junto a la estación de guaguas. Y ella le invitó a pasar. Y le sirvió una copa. Y al rato, bajo los efluvios del 100 Pipers, él hizo ademán de besarla. Y ella se aparto. Y miró al perro. Y miró al libro. Y le preguntó con rostro compungido: "¿Pero vos no sos maricón?".


Santiago Díaz Bravo
La Opinión

jueves, 10 de diciembre de 2009

LIBROS FORRADOS

Antaño, cada septiembre, nuestras madres materializaban la maravillosa costumbre de forrar los libros del colegio. Buscaban papeles hermosos, las más de las veces a cuadros, que convertían los fríos manuales de Matemáticas, Lengua Española o Sociales en objetos rebosantes de personalidad. El motivo no guardaba dosis alguna de romanticismo, porque no era otro que preservar la integridad de aquellos caros legajos durante los meses que iban a ser poseídos por unos pequeños pero destructivos seres llamados niños. Luego, con el paso del tiempo, la armonía de los elegantes papeles fue dando paso a unos espantosos adhesivos que dejaban a la luz las todavía más espantosas tapas. Qué se le iba a hacer. Era el progreso.
Cuál sería nuestra sorpresa cuando años más tarde, en los transportes públicos de grandes ciudades como Madrid, advertimos nuevamente la presencia de libros forrados. Pero ya no eran niños quienes los portaban, sino adultos, adultos que una vez fueron niños y con toda seguridad asistieron al colegio con una mochila cargada de libros forrados. Y los trataban con cariño, como si fueran de la familia, así que no parecía que proteger las tapas tuviese demasiado sentido. ¿Los resguardaban del frío? A saber, pero aunque esta sociedad se caracteriza por estar medio loca, no ha alcanzado tal extremo.
Y enseguida advertimos que aquellos lectores de obras desconocidas se violentaban cada vez que les mirábamos por encima del hombro con el ánimo de descubrir a qué título brindaban su atención. Y comprendimos entonces que trataban por todos los medios de preservar su intimidad, la de ellos y la de quienes les hablaban a través de los libros. Eran conversaciones privadas, y como tales nadie debía inmiscuirse, ni siquiera con la mirada.
El forro protegía los libros de posibles accidentes cuando éramos infantes y los protege de las miradas curiosas ahora que somos adultos. En uno y otro caso, un envoltorio es capaz de dotar de personalidad a un objeto que a pesar de la innegable riqueza de su contenido, cumple todos los requisitos de la producción industrial. Porque un libro de un mismo autor, editorial y edición es similar a otro del mismo autor, editorial y edición, igual que las latas de Coca Cola y los Big Mac. Un forro no modifica el contenido de un libro, pero atesora la virtud de lograr que los demás se pregunten qué leemos.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

martes, 1 de diciembre de 2009

UNA SENTIDA DISCULPA

Ciudadanos, instituciones y medios de comunicación hemos sido partícipes del más injusto linchamiento público del que se tenga constancia por estos lares: un joven se presenta en un centro médico con una niña de tres años ante la sospecha de que padece un serio problema de salud y se ve envuelto en una bacanal de absurdas acusaciones de maltrato y violación que provocan su detención y un enjuiciamiento social previo al proceso judicial. De inmediato se convierte en una suerte de monstruo merecedor de los más severos castigos, incluyendo su ejecución de tantas atroces maneras como opiniones expresan los indignados lectores de las páginas digitales donde se informa del caso. Inigualable trama para una película de terror.
Diego, en una fría celda, aturdido, desconsolado al conocer el fallecimiento de la niña, con la inquietante soledad como única compañera, tuvo que esperar interminables horas para que se esclareciera la verdad y se le restituyese el honor mancillado. Y recuperó la libertad, pero nadie le devolverá a Aitana, a quien adoraba e intentó salvar la vida. Y quién sabe si lo hubiese logrado de habérselo permitido. Tampoco volverá a contemplar su angelical sonrisa la angustiada madre, que en todo momento defendió a su compañero ante un público de oídos sordos. La existencia ya no será igual para ninguno de los dos. Tampoco para los periodistas, que creíamos que en esta profesión estaba todo inventado.
Y es que la contundencia del informe médico que inculpó a Diego, similar a otros cuya veracidad ha sido posteriormente refrendada por la Justicia, no hubiese hecho dudar ni al más radical de los escépticos. Pero eso ahora no sirve de nada, porque la prensa, socialmente necesaria, imperfecta como todo lo humano, está obligada a aprender de éste y otros casos y a convertir sus carencias en virtud. Mientras, valga una sentida disculpa.


Santiago Díaz Bravo
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