viernes, 30 de julio de 2010

EL ESPECTÁCULO DE LA VIDA

Grabación del programa 'Españoles en el mundo'

Una vez concluida la agotadora jornada laboral, tras cocinar para un ejército, lavar a mano kilos y más kilos de ropa y dejar los suelos como una patena, nuestras madres y abuelas se sentaban bajo el quicio de la ventana para observar a quienes transitaban por la calle. Si las obligaciones domésticas se lo permitían, podían pasarse horas acechando los andares de unos y otros. A ratos cuchicheaban con alguna vecina que se paraba a saludar, por lo general cuidándose de no levantar la voz, acerca de los dimes y diretes del pueblo. A escasos metros, nuestros padres y abuelos se arremolinaban junto a un grupo de amigos en cualquier taberna, en torno a un vaso de vino, para comentar las andanzas de éste o aquel. Cada vez que se abría la puerta del establecimiento, los ojos de los presentes se fijaban en el recién llegado, argumento más que sobrado para entablar una nueva conversación.
A lo largo de los siglos, las personas, sus vidas, sus alegrías y miserias, han sido el principal objeto de distracción de hombres y mujeres. Cuando el cinestas Pedro Almodóvar afirmó que el devenir de cualquier ciudadano podía convertirse en el guión de una película, no descubrió nada nuevo. Sólo durante unas décadas a lo largo de la historia, las que han coincidido con la eclosión del más invasivo y determinante de nuestros electrodomésticos, la televisión, se ha modificado dicha tendencia. Porque la televisión se convirtió en una nueva ventana, más cómoda, más servicial, que nos llevaba hasta el mismísimo salón otras vidas. Pero no eran vidas reales, porque este moderno aparato, heredero del teatro y del cine, convirtió la ficción en su principal quehacer, y junto a los actores, sólo las celebridades lograron hacerse un modesto hueco en esa nueva realidad. Políticos, cantantes, deportistas, astronautas, periodistas, escritores, científicos, asesinos en serie, también se tornaron en habituales invitados a las reuniones familiares. Mientras, las ventanas de toda la vida, las que daban a la calle, permanecían cerradas a cal y canto y los transeúntes se quedaban sin público. En las tabernas lo clientes ya no miraban hacia la puerta, sino hacia el atril que sostenía la pantalla luminosa.
Los ideólogos televisivos se han pasado décadas enfrascados en la materialización de nuevas fórmulas que les permitan hacer frente a una competencia cada vez más voraz, donde la posibilidad de ganarse el favor de unos pocos miles de espectadores deviene en el éxito o el fracaso de la cuenta de resultados. Y acaso llevados por la desesperación de quien sabe que su capacidad de inventiva ha llegado al límite, acaso porque han indagado en la naturaleza humana como último remedio, esos mismos ideólogos se han decidido a abrir nuevamente las ventanas que dan a la calle y plantar una cámara bajo el quicio.
La proliferación de los denominados 'realities', programas donde las vidas de ciudadanos del montón se convierten en protagonistas, supone una mirada hacia atrás al tiempo que hacia el interior de nuestras propias aficiones y querencias. Las televisiones han descubierto hace poco lo que el género humano descubrió hace siglos, que la vida es el mayor de los espectáculos, siempre novedosa, siempre sorprendente, capaz de saciar al más curioso e inquieto de los espíritus. La vida supera a la ficción porque la ficción, a fin de cuentas, no es sino un reflejo de la vida, un parásito que se ha ganado un importante prestigio como mero sucedáneo. Afortunadamente, los transeúntes han recuperado su público.

Santiago Díaz Bravo

jueves, 29 de julio de 2010

LA MANIOBRA DE LA CONFUSIÓN

Primera página de El Mundo. ¿Triunfaron
los animales? Desde luego, quien no ha triunfado
es el periodismo

Los políticos han vuelto a enfangarlo todo, en esta ocasión con la complicidad de algunos de los principales medios de comunicación del país. De forma escasamente sibilina, descarada a más no poder, los defensores de la 'tortura nacional' han arrimado el ascua a su sardina para convertir el debate sobre el toreo en un mero enfrentamiento político. De nada ha servido que la prohibición de las corridas en Cataluña haya partido de una iniciativa popular, porque para la casta política española o todo es negro, o todo es blanco. Los defensores de la barbarie se olvidan de mentar en sus argumentos al principal damnificado, el toro, y limitan el contenido de sus paupérrimos razonamientos al irrenunciable derecho de elección de la ciudadanía. Sin límites, sin cortapisas, como si viviésemos en un Estado anárquico donde cada cual pudiese hacer lo que le viniese en gana cuando le viniese en gana. Como si acaso ellos fueran respetuosos con el derecho a elegir de la ciudadanía por la que dicen velar.
Que buena parte de los diputados que votaron ayer a favor de la abolición de las corridas de toros lo hicieron movidos por un sentimiento de antiespañolidad, seguro; que buena parte de los representantes políticos que se pronunciaron ayer contrarios a tal decisión lo hicieron desde una iracunda convicción de anticatalanidad, más que seguro; que, a fin de cuentas, y a pesar de los pesares, la decisión adoptada es la correcta, sin lugar a dudas.
La principal asignatura pendiente de este país siempre a medio hacer es diferenciar lo importante de lo accesorio, y hemos vuelto a suspender guiados por unos representantes políticos que una vez más, y van unas cuantas, no han sabido estar a la altura.

Santiago Díaz Bravo

miércoles, 28 de julio de 2010

EL SEGUNDO ADIÓS A LA 'VERGÜENZA NACIONAL'

La decisión del Parlamento catalán de prohibir las torturas públicas de toros, un pseudo espectáculo propio de sociedades cuaternarias, ha permitido a los catalanes desprenderse de uno de los últimos vestigios de tercermundismo que perviven en España, tal y como hicieron hace años, y prácticamente sin polémica alguna, los ciudadanos canarios. 
La sensible diferencia entre lo ocurrido en Canarias y lo ocurrido en Cataluña revela el maniqueísmo de parte de los medios de comunicación de ámbito estatal a la hora de valorar lo que acaece en la comunidad catalana. Dichos medios se han empeñado en elevar la injustamente denominada "fiesta nacional", una costumbre bárbara con un minoritario número de seguidores, y que afortunadamente sigue decayendo año tras año, a la categorìa de símbolo de la unidad del Estado. Los periodistas que defienden con todas sus fuerzas la continuidad de la tortura animal en Cataluña y los representantes políticos que se sirven de tales periodistas parecen haber olvidado cuál es el quid del problema, el martirio gratuito de un animal bajo la mirada de un público envilecido, una bacanal de gozo ante el sufrimiento ajeno que trasladaba hasta hace dos décadas a Canarias, hasta ayer a Cataluña, y traslada todavía al resto de España a tiempos demasiado pretéritos, a épocas en las que aquellos elementos que definen la civilización humana aún se hallaban ausentes.
Defender las corridas de toros arguyendo el derecho de los ciudadanos a elegir, sin querer ver nada más, ninguneando el injustificable sufrimiento de un animal por el simple hecho de satisfacer los más repugnantes delirios humanos, resulta, aparte de un argumento harto estúpido, propio de mentes imbéciles que probablemente consideren iguales de imbéciles a los receptores de sus mensajes, una majadería que se descalifica por sí misma. Tal argumento legitimaría el maltrato de perros, gatos, pájaros y cualquier animal con total impunidad y bajo el paraguas protector de los poderes públicos. Demencial.
De la misma forma, equiparar la agonía de un toro, convertida en espectáculo, con el innegable sufrimiento, aunque controlado, limitado por diferentes medios y justificado de los animales que acaban sus días en un matadero se convierte en un acto de suma hipocresía. Las plazas de toros son templos del sufrimiento gratuito; los mataderos recintos que responden a una necesidad y se rijen por unos criterios que a pesar de los pesares, aminoran los minutos de calvario y la intensidad del dolor de los animales sacrificados.
Los catalanistas, tan tendentes en tantos asuntos a asumir un ridículo papel de víctimas del centralismo galopante, en esta ocasión andan sobrados de razón. Ahora son los otros, los más recios representantes del españolismo medieval, quienes envuelven sus irrisorios planteamientos en un halo de supuesto patriotismo, olvidando que lo que se votaba en Barcelona era algo mucho más simple y acaso mucho más importante. Porque Cataluña le ha hecho un gran favor a España, igual que se lo hizo Canarias hace ya 19 años. Ambas comunidades han dado los primeros pasos para que la falsamente denominada "fiesta nacional" acabe convirtiéndose, confiemos en que lo antes posible, en la "vergüenza nacional".
 
Santiago Díaz Bravo

martes, 27 de julio de 2010

TOROS

A QUIENES entendemos deleznable la práctica del toreo, lo que de verdad nos molesta no es que quienes la defienden lo hagan manteniendo unos irrisorios argumentos pseudoecologistas, que afirmen sin rubor que “la fiesta” resulta imprescindible para la conservación de tan brava especie; lo que ciertamente nos indigna es que nos tomen por imbéciles. El toreo, ni es arte, ni nada que se le parezca, sino una tortura gratuita convertida en un espectáculo execrable, una tradición que muestra a las claras que a España, Portugal, algunos países de América y determinadas regiones de Francia les queda aún un largo trecho para convertirse en sociedades civilizadas. Nada que ver con el arte porque, en primer lugar, el arte se engendra en la sesera de los artistas, y para los individuos en cuestión, los toreros, matarifes de escasa monta y ceñidos atributos, el arte es morirse de frío. Calificar de artistas a Manolete, Paquirri, El Cordobés o Jesulín de Ubrique se torna en un sacrilegio tal que, en busca de la equidad, ensañarse a pisotones con una cucaracha (eso sí, con elegancia y marcando lo que hay que marcar) podría equipararse a un Modigliani.
En nada se diferencia el toreo de esa otra salvaje y deplorable “fiesta” en la que los quintos, al trote de un caballo, arrancaban de cuajo la cabeza a una gallina atada boca abajo (las más de las veces fallando y provocando dolorosísimas lesiones al animal); y tampoco de la cuaternaria costumbre de tirar una cabra desde lo alto de un campanario. Es el sufrimiento por el sufrimiento, y lo que es peor: acompañado de vítores, aplausos y caspa, mucha caspa.
Los instrumentos que una sociedad articula para proteger a los animales permiten realizar un diagnóstico más o menos certero de su grado de civilización, y si el Parlamento de Cataluña finalmente se pronuncia mañana en contra de las corridas, será la segunda comunidad española, junto con Canarias, cuya Cámara legislativa adoptaba hace años una decisión en tal sentido pionera, valiente y ejemplar, que evitará a sus ciudadanos el agravio de sentirse tercermundistas
 
Santiago Díaz Bravo

viernes, 23 de julio de 2010

KOSOVO ESTÁ MUY LEJOS

La decisión de la Corte Internacional de Justicia de La Haya de avalar la declaración de independencia de Kosovo ha provocado que algunos políticos en España se echen las manos a la cabeza y otros se froten las manos. El Gobierno español es uno de los cinco ejecutivos de la Unión Europea, junto a los de Rumanía, Eslovaquia, Chipre y Grecia, que aún no ha reconocido la secesión de la ex provincia serbia, en ninguno de los casos atendiendo a un mero capricho, sino debido a la existencia de conflictos con minorías separatistas en sus territorios o, en el caso heleno, un sentimiento de solidaridad con la mayoritaria iglesia ortodoxa de Belgrado. El miedo ante un fallo que se consideraba poco probable era evidente, tanto como el disgusto que su materialización ha provocado en las fuerzas políticas de ámbito nacional, PSOE y PP, porque de sobra saben sus responsables que a partir de ahora los nacionalismos separatistas catalán y vasco cuentan con un argumento más para tensar la ya de por sí tensa cuerda constitucional. Y de poco valdrá que el propio tribunal, e incluso la administración estadounidense, firme partidaria de la creación del estado kosovar, hayan reiterado que el de los Balcanes es un caso extremadamente particular que no encuentra parangón en otras regiones europeas.
Y ciertamente no existen paralelismos de peso entre los argumentos políticos que han devenido en la independencia de Kosovo y los que puedan argüir los separatistas catalanes y vascos. Para empezar, más de un 80 por ciento de la población kosovar es de origen albanés y religión musulmana, y carece de un idioma de uso común con sus ex compatriotas serbios. Durante siglos ha sufrido una discriminación que ha incluido atroces brotes de violencia, e incluso ha sido objeto de políticas activas de limpieza étnica, y de esto no hace tantos años. Basta con remontarse a la década pasada, cuando un genocida de nombre Slobodan Milosevic asumió la presidencia de Serbia. Para más inri, la provincia de Kosovo ha padecido una histórica discriminación inversora que la ha conviertido en una de las regiones más pobres del continente. Los albano-kosovares jamás se sintieron parte de un Estado que les sometía, pero no les quería.
Cataluña y Euskadi, por el contrario, comparten una cultura, un idioma y un sentimiento religioso mayoritario con el resto de España, han sido especialmente mimadas en lo económico por el poder estatal, incluso durante el franquismo, especialmente las por entonces provincias vascongadas, y sufrieron las atrocidades de la Guerra Civil y la postguerra en igual medida que el resto de las regiones. La dictadura relegó a un tercer plano el protagonismo de sus idiomas autóctonos, pero tal situación ha revertido con la llegada de la democracia. Hoy en día disfrutan de administraciones propias con unas competencias cuasi federales y se hallan entre las comunidades más ricas y prósperas de la nación, además de permitirse tratar de tú a tú a la administración estatal en no pocos ámbitos. La diferencias con Kosovo resultan más que evidentes.
Pero, a pesar de todo, la búsqueda de puntos de convergencia o divergencia con el caso kosovar no es el quid de la cuestión, porque de lo que deberían darse cuenta de una vez tanto los partidos de implantación estatal como los nacionalistas es de que un territorio merecerá conformarse en un estado propio desde el mismo momento en el que una aplastante mayoría de sus ciudadanos así lo desee. El ansia de escindirse de una nación determinada vendrá marcada por la existencia de una identidad propia y el mejor o peor trato que dicha nación conceda al territorio en cuestión, pero se tratará, en cualquier caso, de un proceso a largo plazo en el que intervendrán varias generaciones. Nadie puede garantizar que un país vaya a mantener sus fronteras intactas por los siglos de los siglos, en primer lugar porque suspendería en historia, y en segundo lugar porque no se haría justicia al concepto de soberanía popular. Del mismo modo, nadie debería arrogarse un supuesto sentimiento secesionista que está aún muy lejos de ser mayoritario y que posiblemente no lo sea jamás. El nacionalismo separatista catalán y vasco encuentra su razón de ser en la exaltación de unos planteamientos sociales minoritarios que, a pesar de la periódica recriminación de las urnas, vincula sin timidez alguna, con suma desvergüenza, a una ficticia mayoría.
Lo que catalanes y vascos deseen en el futuro nadie lo sabe, pero lo que resulta a todas luces evidente es que en el año 2010 la inmensa mayoría de estos ciudadanos desea seguir perteneciendo a España, con mayores o menores niveles de autogobierno, que ese es otro debate, pero en ningún caso planteándose la conformación de un poder estatal propio. Los sucesivos resultados electorales reflejan claramente tal postura, también los estudios de opinión, incluidos los que realizan entidades vinculadas al entorno nacionalista, y hasta manifestaciones públicas como la protesta contra el fallo del Tribunal Constitucional sobre la reforma del Estatut catalán, que a pesar de mostrarse como un rotundo éxito de las tesis soberanistas, la realidad es que congregó, en el más generoso de los recuentos, a poco más de cien mil personas.
La previsible polémica entre políticos estatalistas e independentistas acerca de las repercusiones del caso de Kosovo en la realidad española resultará inevitable, y poco importará que las preocupaciones de la ciudadanía, incluidas las de Cataluña y Euskadi, se dirijan hacia derroteros muy diferentes. Los políticos, según han reflejado los últimos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas, son percibidos por la población como el tercer problema más importante de la nación tras la crisis y el desempleo, y por lo que se ve no están dispuestos a renunciar tan fácilmente a esa suculenta medalla de bronce.
Santiago Díaz Bravo

jueves, 22 de julio de 2010

LA FUMADORA DEL ATLANTE

Hace más de treinta años, en el tristemente desaparecido Teatro Atlante de La Orotava, un adusto acomodador de avanzada edad interrumpió a voz en grito la proyección de la película para recriminar a una mujer que fumase. No porque estuviese prohibido encenderse un pitillo, que antaño las películas se veían entre esquirlas de humo, sino porque, atendiendo a su recto entender, las mujeres no debían fumar. De nada sirvió que el marido de aquella moderna señora intercediera para mostrar su desagrado por la actitud del supervisor, ni siquiera que proclamase que él, como legítimo esposo ante los ojos de Dios y de la patria, le había concedido el privilegio de emular la arraigada costumbre masculina de sostener un cigarrillo entre los labios. Al matrimonio, empeñado en no transigir ante la exigencia de que la esposa se atuviese a los buenos modales, no le quedó otro remedio que abandonar la sala sin enterarse del desenlace de la cinta.
Esta anécdota, no tan pretérita, porque tres décadas no son nada, y que con seguridad se repitió con mayor o menor extravagancia en otros pueblos y ciudades de la España postfranquista, sólo tendría cabida en los tiempos que corren en un baúl de recuerdos cutres y casposos. Mi amigo Félix y yo, que con apenas 10 años de edad presenciamos aquella pintoreca escena, salimos del Atlante sin tener del todo claro quién tenía la razón, y ello a pesar de que, al igual que el resto de los infantes del pueblo, detestábamos al grotesco vigilante con todas nuestras fuerzas. Hoy en día sólo los más antediluvianos vecinos de este país, una ridícula minoría, verían con buenos ojos una vejación de tamaña magnitud.
Tanto la igualdad entre sexos y entre opciones sexuales como la aceptación, sin ambages, de aquellos ciudadanos considerados en otras épocas diferentes y hasta socialmente extravagantes, se han convertido en irrenunciables logros para una aplastante mayoría de los españoles. En algunos ámbitos la legislación ha superado con creces las expectativas más optimistas de los otrora marginados, tornándose incluso en referencia para países más duchos en las lides democráticas. Si actitudes como la del acomodador se consideraban dentro de la normalidad a finales de los setenta y principios de los ochenta, en la actualidad un incidente de este tipo se transformaría de inmediato en una noticia de alcance nacional. Y su protagonista en un esperpéntico hazmerreír.
El ejemplo es equiparable al incidente ocurrido hace unos días en el restaurante de Madrid donde dos lesbianas, tras besarse, sufrieron los insultos y supuestamente los golpes de un violento anciano. Gracias a que los tiempos han cambiado, y a que el presunto agresor abandonó precipitadamente el establecimiento antes de que llegase la policía, pudieron comer con cierta tranquilidad. El hecho de que los más importantes medios de comunicación hayan recogido el suceso evidencia lo extraño que resultan tales acontecimientos en una sociedad cada vez más secular, tolerante y respetuosa con los derechos civiles. Y si la noticia llega a oídos de la pareja que hace más de treinta años abandonó el Atlante antes de que acabase la película, probablemente sienta envidia hacia los dos niños que se sentaban a pocos metros, porque tuvieron la suerte de crecer en un país mucho más civilizado.


Santiago Díaz Bravo

miércoles, 21 de julio de 2010

LA INFELIZ FELICIDAD

Que el dinero no da la felicidad ya lo sabemos; que su aportación resulta imprescindible para acercarnos a ella, también; que una excesiva dependencia hacia el vil metal nos convierte en infelices, sin lugar a dudas. Uno de los últimos estudios del Instituto Gallup establece una clasificación de países atendiendo a los niveles de felicidad que dicen sentir sus habitantes. Los tres primeros puestos corresponden a Dinamarca, Finlandia y Noruega, estados con una situación financiera estable y una elevada renta per cápita. Pero, curiosamente, tanto Dinamarca como Finlandia, en menor medida Noruega, ocupan al mismo tiempo un lugar destacado en la clasificación planetaria de suicidios, cuyas cifras no encuentran su origen en una encuesta más o menos atinada, sino en los registros de inquilinos de las morgues. ¿Se puede ser feliz e infeliz a un tiempo, o es que el concepto de felicidad se asocia al de seguridad económica, se esté o no conforme con el tipo de vida que se sufre o disfruta?
Una magnífica novela del escritor finlandés Arto Paassilnna, cuyo título se tradujo al español como Delicioso suicidio en grupo (editorial Anagrama), narra las peripecias de una treintena de aspirantes a dejar este mundo que deciden viajar juntos por Europa con el objeto de buscar un lugar donde hacerlo con cierta dignidad. Con el paso de los días, durante el trayecto a bordo de un autobús denominado La muerte veloz, sabedores de que van a fallecer a corto plazo, los viajeros descubren otra vida, incluyendo descomunales juergas y amoríos varios. Los personajes de Paasilinna cuentan con sobradas razones para estar peleados con su propia existencia, pero la despreocupación por su futuro los convierte en seres libres y momentáneamente felices.
Una excesiva dependencia hacia los años venideros, las más de las veces ligada a la cuenta bancaria, coarta la libertad de los individuos y les impide experimentar en ámbitos de la vida que les reportarían sensibles satisfacciones. El ejército de ciudadanos que padecen tal enfermedad ha optado por abandonar para siempre la búsqueda de la felicidad. Se conforman con evitar ser infelices. Virgencita linda, que me quede como estoy, es su lema. O lo que es lo mismo: el triunfo de lo sucedáneo sobre lo auténtico.
La encuesta del prestigioso Instituto Gallup nos permite sospechar que la estabilidad económica se ha apropiado del concepto de felicidad, una confusión que deviene en la conformación de sociedades infelices a la vez que inconscientes de su propia infelicidad. 

Santiago Díaz Bravo

martes, 20 de julio de 2010

EL MIEDO

"De lo que tengo miedo es de tu miedo"
William Shakespeare


El miedo nos acompaña a todas horas como un verdugo con la guadaña en alto. Eterno compañero de viaje al tiempo que feroz enemigo, guía nuestros pasos aunque una falsa sensación de libertad nos impida percatarnos de su presencia. El miedo dicta nuestros actos cual caprichoso tirano, gobierna los pueblos y rige los destinos del mundo. El Libro del Génesis lo considera una consecuencia del pecado original; la biología moderna un necesario mecanismo de adaptación al entorno. Pero nadie osa restarle galones, porque sin él nada sería igual.

Tenemos miedo al paso del tiempo, a la oscuridad, a la soledad, a la compañía, a la muerte, al amor, al desamor, a lo desconocido, al individuo que nos observa desde detrás de una ventana. El miedo ha llevado al hombre a buscar cobijo bajo la fuerza común de la colectividad, pero la colectividad no puede sustraerse a su carácter humano y sufre sus propios miedos, el primero de ellos el que le provocan otras colectividades. En nombre del miedo se han fundado los estados y se han declarado todas las guerras que la historia ha conocido.

El miedo forma parte de la herencia que nos dejaron nuestros padres y que nosotros legaremos a nuestros hijos. Aunque siempre protagonista, su mayor o menor preponderancia marca el carácter de una sociedad, en ocasiones hasta el extremo de conformar una realidad ficticia capaz de aislarla del resto de las sociedades. El principal ejemplo de este fenómeno tan humano, tan inhumano a la vez, lo hallamos hoy en día en Oriente Medio. El principal enemigo de israelíes y palestinos, de palestinos e israelíes, unos pueblos condenados a entenderse a pesar de todo, acaso no sea el vecino, sino sus propios miedos, máxime cuando éstos afloran hasta el paroxismo entre sus adolescentes. Evidentemente, porque alguien se encarga de que afloren. Pesimista augurio para un futuro de necesario diálogo y entendimiento.

El siguiente documental, sorprendente e impactante, muestra el día a día de un grupo de estudiantes israelíes durante un viaje cultural a Polonia tras ser aleccionados por sus profesores acerca de los riesgos de dicha experiencia y, sobre todo, del supuesto sentimiento de odio que la población europea en general, y la polaca en particular, alberga hacia los judíos. Un miedo enfermizo, que se suma a un evidente complejo persecutorio, ha embargado al grupo, que además de hacerse acompañar de un agente de seguridad, se cuida incluso de cerrar las ventanas del hotel para evitar posibles ataques. La excusa es un supuesto clima antisionista entre la población polaca, que podría desembocar en actos de violencia contra los inocentes jóvenes. Cierto es que los ciudadanos israelíes han sido cruelmente castigados por el terrorismo islámico en diferentes países, lo que hace conveniente guardar ciertas precauciones, pero nos hallamos ante un caso caricaturesco.

No tengo la suerte de conocer Polonia, pero mi amiga Margot, que ha sido quien me ha enviado el enlace a este vídeo desde su bella ciudad de Poznan, me asegura que los miedos de los estudiantes y sus profesores no obedecen a un peligro real, habida cuenta que el aludido sentimiento antisionista es tan minoritario como en el resto de los países europeos.


El documental está subtitulado en inglés y polaco. Sorpréndanse como yo lo he hecho.

Santiago Díaz Bravo



lunes, 19 de julio de 2010

EL NUEVO HÉROE

Los directivos de las más rimbombantes empresas de selección de recursos humanos parecen haber hallado a su particular mesías: un señor calvo, regordete y bigotudo llamado Vicente del Bosque. De un día a otro, con la inestimable colaboración del gol de Iniesta, los errores de Robben y las paradas de Casillas, el seleccionador español de fútbol se ha convertido en el modelo a seguir, y a perseguir, por las grandes corporaciones a la hora de establecer una pautas de dirección y buscar a las personas adecuadas para ejecutarlas. Curiosamente, el único mérito de este buen hombre ha sido dejarse tiranizar por el sentido común, actuar siguiendo unas directrices del todo lógicas que suman a los conocimientos profesionales valores como la educación, la amabilidad y el respeto.
Acaso por simple, la forma de proceder de Vicente del Bosque ha despertado incluso el interés de los estudiosos del género humano, lo que evidencia hasta qué triste extremo la sencillez se ha convertido en un objeto de museo. Al entrenador se le admira por conducirse con calma, orden y serenidad, sin las extravagancias que con tanto ímpetu se han instalado en las vidas del común de los mortales. Antaño los héroes se forjaban a través de los grandes actos; hoy en día la naturalidad se ha tornado en hazaña.
Tan complejo se ha vuelto nuestro cosmopolita universo, tan rebuscado, que conceptos de siempre diáfanos duermen el sueño de los justos en el baúl de los recuerdos. Hace ya tiempo que la línea recta dejó de ser la distancia más corta entre dos puntos. Ahora la moda es el zigzagueo, la floritura que en tantas ocasiones nos hace perder la dirección correcta hacia el objetivo ansiado. Del Bosque se ha limitado a trazar esa raya sin titubeos, y todos le aplaudimos por ello, porque hemos perdido la capacidad de ser normales, porque el sentido común, otrora la materialización de la inteligencia humana, ha quedado degradado a la categoría de anécdota.
La misma sociedad que desprecia la simplicidad y vincula lo afable con lo débil es la que ahora vitorea a Del Bosque y ensalza sus virtudes. Es la misma sociedad que si Robben no hubiera fallado un gol cantado, lo consideraría un vulgar fracasado. Uno más.

Santiago Díaz Bravo

viernes, 16 de julio de 2010

LA LIBRE Y HONRADA PROSTITUCIÓN

¿Es el ser humano propietario de su propio cuerpo? ¿Debe contar el Estado, en cuanto depositario de la soberanía popular, con la potestad de tomar decisiones que afecten a la voluntad individual sobre el uso del propio cuerpo, aún en el caso de que el uso elegido no perjudique a terceros? ¿Es socialmente aceptable la explotación del propio cuerpo como instrumento mercantil? La anunciada voluntad del Gobierno español de prohibir los anuncios de prostitución en la prensa, que cuenta con el apoyo de la práctica totalidad de las formaciones políticas, abre un debate que trasciende la legislación publicitaria para adentrarse en el siempre complejo ámbito de la libertad individual, tantas veces socavada por unos poderes públicos demasiado tendentes a pecar de exceso de celo. A fin de cuentas, los argumentos esgrimidos por quienes defienden la adopción de cuantas medidas sean necesarias para erradicar la denominada "profesión más antigua de la humanidad" no son sino un compendio de confusiones, inexactitudes y planteamientos morales fácilmente rebatibles. El Estado vuelve a confundir sus legítimas atribuciones y se apropia una vez más de lo que no le pertenece.
La existencia de redes internacionales mafiosas que secuestran a mujeres para explotarlas sexualmente en países extranjeros es una cruel y espantosa realidad. Miles de personas sufren las prácticas de tales organizaciones, que se pemiten actuar ante los ojos de las autoridades policiales y judiciales con una impunidad rayana en lo caricaturesco. Decenas de bares de carretera que se promocionan con gigantescos carteles luminosos y clubes nocturnos de dudosa reputación han vendio los servicios de esclavas durante años sin haber sido objeto siquiera de una inspección rutinaria. Sería de justicia propinar cuando menos un prolongado tirón de orejas a los responsables de la administración española por su desidia ante tan aberrantes, anacrónicos e inhumanos sucesos, pero también, echando mano de un popular dicho patrio, por confundir el tocino con la velocidad.
La necesidad de potenciar la hasta ahora insuficiente lucha contra la trata de mujeres es la justificación del Gobierno para prohibir los anuncios de prostitución, así que, si no entendemos mal, los gobernantes españoles reconocen subrepticiamente que una legión de maltratadores lleva décadas anunciando sus fechorías en las páginas de los diarios, con llamativas fotos inclusive, e invitando a la ciudadanía a convertirse en cómplice de tamaños desmanes. Por lo visto, la capacidad de reacción de los responsables de la cosa pública, entre cuyas atribuciones figura garantizar el cumplimiento de la ley, deja bastante que desear. Pero en el colmo de la confusión, el Ejecutivo mete en el mismo saco a detestables delincuentes, a las víctimas de sus fechorías y a ciudadanas y ciudadanos libres, honrados y en sus cabales que optan por ganarse la vida a través de las relaciones sexuales.
El Estado no debe ser quien para impedir a un ciudadano que comercie con algo que le pertenece, su propio cuerpo, ni para justificar la invasión del ámbito privado arguyendo criterios morales comunes, toda vez que comportamientos inaceptables para determinados individuos resultan a un tiempo aceptables para otros. Si ante prácticas tan polémicas como el aborto, en la que se halla en juego nada menos que la vida humana, la sociedad está aún lejos de alcanzar un consenso que probablemente jamás logre, cuánto más en un asunto de menor calado como la prostitución, cuyo ejercicio libre y responsable es objetivamente menos censurable que el de los fumadores que contaminan los pulmones de quienes se encuentran alrededor.
El tan manido concepto de dignidad, mentado hasta la saciedad en los discursos políticos, encuentra su origen en la esfera personal y difiere sensiblemente de una persona a otra. ¿Es más digno limpiar restos de defecaciones en un urinario público que practicar una felación? ¿Es más digna la labor de un matarife que la de quien consiente un coito remunerado? Infinidad de prostitutos y meretrices optarían por las segundas opciones. 
Si bien es cierto que una prostituta alquila su cuerpo, una práctica inadmisible en la tradición judeocristiana, ¿es menos cierto que obran de igual forma los profesionales de cualquier otra disciplina? ¿No renta su cuerpo al patrón el operario de una fábrica durante ocho horas al día? ¿No lo hace el físico nuclear que pone sus cerebro a disposición de una corporación internacional?
La prostitución, una práctica lícita cuando se ejerce desde la libertad y la responsabilidad, no debería encontrar impedimentos legales en una sociedad que se considera desarrollada, pero que continúa siendo víctima de estigmas y tópicos absurdos. Prohibir que sus profesionales se publiciten no puede considerarse sino un acto de hipocresía y un atentado contra la libertad de las personas.

Santiago Díaz Bravo

jueves, 15 de julio de 2010

LA PRENSA, ZAPATERO, RAJOY Y EL BELLO AMOR DE LOLA Y MARCELO

Miércoles, 14 de julio de 2010. La protagonista de Bella Calamidades, una hermosa joven, de nombre Lola, que bebe los vientos por Marcelo Machado, un hacendado tan guapo como tonto del bote, se convierte un día más, y van unos cuantos, en epicentro de las mayores desgracias que a un ser humano puedan sobrevenirle. Con emoción contenida, 23 de cada cien televidentes españoles asisten impávidos a tan rústicos acontecimientos. A tiro de tecla, el histriónico Jorge Javier y su corte de aduladores desollan sin piedad a un amplio elenco de parásitos del papel cuché. Dieciséis de cada cien televidentes se convierten en testigos de la cruenta mofa. Justo al lado, un grupo de invitados a un 'reality' revelan las increíbles peripecias de sus bodas, incluida la de un heterosexual que de sobra conocía la naturaleza homosexual de su amada. Catorce de cada cien televidentes no pueden resistirse a emborracharse de vida con tan truculentas historietas. Algo más allá, dos viejos conocidos se tiran los trastos a la cabeza acaso con mayor inquina que Lola y Priscila, su competidora en el logro del amor de Marcelo. Pero a pesar de sus esfuerzos, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, apenas logran congregar a 6 de cada cien televidentes. Si la supervivencia del Debate sobre el Estado de la Nación dependiese de las cifras de audiencia, hace tiempo que lo habrían sustituido por un documental sobre el zorro siberiano, que a buen seguro alcanzaría unos números cuando menos similares a cambio de un menor coste de producción.
Las mediciones de las empresas especializadas revelan de nuevo el enorme desinterés con el que la opinión pública obsequia a sus dirigentes políticos. Acaso alguien sospechase que en esta ocasión, sin que sirviera de precedente, estando el país como está, con una crisis larvada que amenaza con pudrirlo todo, el seguimiento iba a ser masivo. Pero no. Quien más, quien menos, suponía que el debate iba a convertirse un año más en el teatrillo acostumbrado. Palabras y más palabras; aplausos y más aplausos; dimes y diretes que no desembocan en paraje alguno. Zapatero y Rajoy, Rajoy y Zapatero, volvieron a cumplir las expectativas mientras Lola se llevaba un nuevo disgusto a causa de las inseguridades de Marcelo.
Sin embargo, el ridículo seguimiento de la sesión parlamentaria, que denota de manera contundente el escaso valor que los españoles concedieron a dicho evento, no fue óbice para que la totalidad de los informativos de radio y televisión, junto a los diarios digitales, situaran lo dicho por el presidente y su principal adversario en la apertura de sus minutados y portadas. Y los kioscos no han sido la excepción. Que los planteamientos de ambos se limitaran a infantiles perogrulladas del tipo "yo haré lo que tengo que hacer" y "usted lo que tiene que hacer es marcharse" tampoco impidieron tamaña dosis de estrellato mediático. A fin de cuentas, el Debate sobre el Estado de la Nación iba a ser la noticia del día sí o sí, y si no, también. Poco importaba lo que en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo de verdad aconteciera. Si el líder socialista anunciaba la ampliación de la edad de jubilación hasta los 67 años y el líder conservador le pedía que convocara elecciones anticipadas, la sesión parlamentaria iba a tener reservada una amplia superficie en las primeras páginas. Si el líder socialista anunciaba su intención de abandonar la política para ingresar en los hare krishna y el líder conservador se sentaba en su escaño disfrazado de Caperucita, el espacios reservado en la portada iba a ser más o menos similar.
Los medios informativos dedicaron ayer, igual que harán hoy y mañana, una atención desmesurada al debate si a su atractivo para la opinión pública nos atenemos. Los profetas del periodismo más populachero, aquellos que defienden a capa y espada la conveniencia de dar al público sólo lo que éste mayoritariamente desea, cuentan con un argumento estadístico más que añadir a su amplio archivo de razonamientos. Si el pato a la naranja gusta menos que el arroz a la cubana, preparemos toneladas de arroz a la cubana y dejemos a los patos que naden a su aire en los estanques. Y las naranjas, para el zumo mañanero. Desde el punto de vista de un avezado restaurador, la duda no existe: cocino arroz a la cubana o cierro el restaurante. Pero, para bien o para mal, o para ambas cosas a un tiempo, los medios de comunicación se crearon para algo más que llenar los estómagos.
El oyente, el televidente, el lector, cuenta con el legítimo poder de seleccionar aquello que desea escuchar, ver y oir, pero esa potestad no debe menoscabar el primer deber del informador: diferenciar entre lo importante y lo accesorio y establecer una jerarquía de hechos que transmitirá a la opinión pública. Tal misión, a menudo ejercida con inevitables errores (errare humanum est), pero sustentada en la honradez y la pericia profesional, se ha tornado en más determinante si cabe en una sociedad tendente como nunca a lo fútil, a confundir lo trascendente con lo vano y con ello a borrar del mapa una escala de códigos y valores imprescindible para la convivencia. Que Zapatero y Rajoy no dicen sino sandeces, verdad; que Zapatero y Rajoy son más aburridos que Chiquito de la Calzada y más feos que Sara Carbonero, verdad; que Zapatero y Rajoy son más previsibles que Belén Esteban, verdad; que las decisiones de Zapatero y Rajoy van a incidir de forma determinante en nuestras vidas y en las de aquellos que nos rodean, verdad. Y ésta última verdad es la más trascendente de todas, la que enaltece a un hecho y lo convierte en un acontecimiento de interés público.
El mantenimiento y la consolidación de una frontera diáfana entre lo que es importante y lo que no lo es, una práctica por momentos amenazada como consecuencia de la epidemia de frivolidad que recorre las redacciones de todo el mundo (ni siquiera el prestigioso The Times, biblia de la prensa escrita, se ha salvado si atendemos al caso Casillas-Carbonero), es uno de los deberes inexcusable de la prensa denominada "seria", porque también la hay, y debe seguir existiendo, de más ligeros contenidos, pero cada cual en su sitio, sin que unos invadan los imperios de otros.
Con todas las matizaciones acerca de la verdadera libertad de los medios que se quieran tener en cuenta, la supervivencia de un periodismo previsible y aburrido (a pesar de los pesares y de intentos varios por ganarse el favor mayoritario del público) que lleva a sus primeras páginas el insulso debate entre Zapatero y Rajoy resulta imprescindible para que una sociedad evalúe el funcionamiento de su sistema político y la gestion de quienes supuestamente velan por los intereses de la población. Incluso el hastío que tales líderes provoquen en el respetable puede tornarse en un elemento de juicio acerca de su trayectoria.
La democracia aquí no vale. El periodista está obligado a ejercer a modo de dictador igual que lo hace el médico en su consulta. Si un paciente sufre una pulmonía, la sufre aunque la totalidad de su familia mantenga que se trata de un inocente resfriado. Si un hecho es lo suficientemente trascendente para dotarlo de un cierto protagonismo, habrá que actuar en consecuencia aunque se sospeche que la atención mayoritaria del público se dirigirá hacia incidencias ajenas. Lo importante, a fin de cuentas, es que Lola y Marcelo puedan disfrutar de su amor en una sociedad sana y libre.

Santiago Díaz Bravo

miércoles, 14 de julio de 2010

PROHIBIR PARA SALVAGUARDAR LA LIBERTAD

EN OCASIONES, las menos, se da la paradoja de que resulta imprescindible prohibir para salvaguardar la libertad, en casos como el de la utilización del burka y el niqab por la población femenina para evitar que la civilización occidental se postre ante el sinsentido de una costumbre de tintes medievales. El Senado español prohibió el uso de tales prendas en espacios públicos el pasado 23 de junio, si bien tal decisión debe ser refrendada ahora por el Congreso; la Asamblea Nacional de Francia lo hizo ayer con el apoyo de una aplastante mayoría, aunque con la ausencia de los diputados socialistas, quienes entienden que la redacción de la ley la convierte a todas luces en inconstitucional. El debate está abierto: defensa de la civilización o respeto de la barbarie, dicho ello sin ánimo alguno de imparcialidad.
Porque el quid de este asunto no es el uso de tales prendas, que sin lugar a dudas rebajan la dignidad de la mujer al papel de un mono de feria y por ello deben ser eliminadas de nuestras calles, y tampoco la imposibilidad de que las fuerzas policiales identifiquen a quienes las porten, una cuestión baladí. Lo realmente importante, y como importante urgente, es la necesidad de dejar claro que la sociedad europea no está dispuesta a transigir ante cualquier costumbre cerril por muchos afines que sume, a respetar lo que no debe ser respetado. El cristianismo radical evolucionó desde la barbarie. Ahora le toca el turno al islamismo radical.
Las voces más permisivas consideran que la prohibición no es el camino, que todos los esfuerzos deben centrarse en la educación de los recién llegados, incluso que la adopción de medidas coercitivas puede resultar contraproducente y provocar la radicalización de los afectados. Para ellos, el cambio vendrá solo. Es cuestión de tiempo. Quienes defienden tan paradisiaca postura ¿durante cuántas generaciones están dispuestos a asistir impasibles al pisoteo de los derechos de la mujer y de nuestras propias normas? ¿Mantendrán similar pasividad con el resto de los absurdos e inaceptables ritos que caracterizan al islamismo radical? Y en el caso de que su postura prevaleciera, ¿consideran realmente posible modificar los planteamientos de movimientos como el salafismo o el yihadismo, que no atienden a poder laico alguno?
Europa, tras siglos de incomprensiones, cientos de guerras y millones de muertes, ha alcanzado unas cotas de desarrollo económico y social, y de respeto a los derechos individuales, a las que no debe renunciar ni poner en peligro. Es más: está obligada a proteger tales logros para las generaciones futuras y abundar en su consolidación.
El europeo debe ser un continente abierto, a los musulmanes y al resto de los creyentes, pero resulta imprescindible establecer con claridad cuáles son las normas de convivencia, esas por las que tanta sangre se ha derramado y que nos han permitido convertirnos en sociedades razonablemente civilizadas. Imperfectas y necesarias de revisión en muchos ámbitos, pero las más avanzadas sin duda. Apostar por una permisibilidad entregada al paso del tiempo y a la buena voluntad de los radicales conllevaría riesgos extremos.Y tampoco olvidemos el flaco favor que haríamos a los islamistas moderados, que representan una aplastante mayoría en Europa, en España y en los propios países de origen.
Igual de aconsejable es guardar prudencia a la hora de establecer paralelismos con escaso fundamento entre las miserias de unos y las supuestas miserias de otros, ataques a la autoestima occidental las más de las veces provenientes de sectores extremistas, y por ello escasamente reflexivos, que ejercen su libertad de opinión en los propios países a los que critican. El caso más reciente es el de la identificación del burka y el niqab con el hábito de las religiosas católicas, una soberana majadería. Porque se podrá estar más o menos de acuerdo con la forma de vida de las populares monjas, pero estas buenas señoras, además de mantener su rostro al descubierto, han entregado su vida a un determinado credo partiendo de una decisión individual, sin que ello les impida votar, opinar, escribir, leer, ir al cine, ver la tele, beber, bailar, dejar el hábito, amancebarse y, si es menester, ciscarse en la puta madre de un obispo. Todo ello sin temer por su integridad física. La diferencia es abismal.
La iglesia católica ya mató lo suyo e hizo la vida imposible a millones de seres humanos durante siglos. Ahora su influencia se ha diluido en una sociedad cada vez más laica que la ha obligado a moderar sus otrora extremas posiciones. Ha llegado la hora de que lo hagan los islamistas radicales.
Mientras, las sociedades occidentales deben velar por el mantenimiento y fortalecimiento de unos derechos individuales que todavía hay quienes consideran producto de la casualidad.


Santiago Díaz Bravo

martes, 13 de julio de 2010

LA INSUFRIBLE AGONÍA DE LA DICTADURA CUBANA

Los primeros siete presos políticos liberados por Cuba, ayer tras llegar al aeropuerto de Madrid (AFP)

Los lamentos que se escucharon en los edificios gubernamentales de la habanera plaza de La Revolución el 9 de noviembre de 1989, el día que miles de ciudadanos de Alemania del Este cruzaron el muro de Berlín y pusieron el punto final a las posibilidades de supervivencia de los regímenes comunistas europeos, una consecuencia de la apertura previa de la frontera entre Hungría y Austria, se han tornado con el paso de los años en permanentes cantos nostálgicos sobre épocas pretéritas. Para la dictadura cubana, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Emplazada a tiro de piedra, y de misil, del satánico enemigo, víctima de una economía autárquica con escasas posibilidades de desarrollo donde la industria era una mera anécdota, la revolución cubana confió desde un primer momento su futuro a las dádivas del gran hermano soviético y de la República Popular China. La crisis de los misiles, el incidente más grave acaecido durante la Guerra Fría, que a punto estuvo de borrar a la humanidad de la faz de La Tierra, evidenció la enorme importancia estratégica de la isla para las autoridades soviéticas, al tiempo que lo incómodo y peligroso que resultaba para los Estados Unidos un vecino tan entregado a Moscú.
Ese protagonismo geoestratégico se tornó en bendición para Fidel Castro y sus acólitos en forma de cuantiosas ayudas de todo tipo. Los países afiliados a la hoz y el martillo no lograban cuadrar sus cuentas, pero el envío de presentes a los sufridos socios cubanos, una más que incómoda china en el zapato estadounidense, era una obligación inexcusable. Gracias a ese apoyo externo, la dictadura potenció servicios públicos como la educación y la sanidad, con evidentes logros que forjaron el mito del paraíso comunista cubano, una sociedad supuestamente justa donde cualquier ciudadano tenía derecho a prestaciones de la máxima calidad y eficiencia. Evidentemente, fuera de ese mito quedaban unas cárceles inhumanas plagadas de opositores, homosexuales, intelectuales, artistas y cualquier ciudadano que emitiese la más leve crítica política o cuya conducta fuese considerada anormal por el régimen; una censura caricaturesca por inflexible y una creciente corrupción cuyos principales benefactores eran los dirigentes del Partido Comunista.
Mientras Castro asentaba su influencia internacional, los prebostes de Washington, tras varios intentos con escaso éxito, incluida la invasión de la Bahía de Cochinos con combatientes cubanos, escudriñaban sus cerebros para idear una estrategia que rescatase a Cuba de las garras soviéticas. Descartada una intervención militar directa por el riesgo de que desencadenase un conflicto bélico de dimensiones planetarias, la solución era otra: acabar con Fidel. Si el carismático dictador moría, el régimen se quedaría sin referente y estaría abocado a transformarse, tal y como había ocurrido en tantos otros países. La agencia de espionaje estadounidense, la macabra CIA, de facto un ejército en la sombra por aquel entonces con escasa experiencia en el derrocamiento y reemplazo de dictadores, unas funciones en las que se doctoraría con el paso de los años gracias a un variado elenco de actuaciones en Centroamérica y Sudamérica, pergeñó todo tipo de planes con la inestimable colaboración de la oposición cubana en Florida y hasta de la propia mafia, que regentaba importantes negocios en la isla durante la etapa de Batista que ansiaba recuperar.
El general retirado Fabián Escalante, que dirigió durante décadas el contraespionaje cubano, cifra en 638 los planes ideados por la CIA para acabar con Castro, de los que se habrían ejecutado 164. Uno de los museos más célebres y visitados de la capital cubana, acaso por la falta de mayores atractivos museísticos, es precisamente el que muestra los pormenores de todos los fallidos intentos de atentado contra el dictador, una suerte de ridiculización del vecino estadounidense porque, a fin de cuentas, Castro ganó esas 164 batallas.
Pero las autoridades cubanas no contaban con que el berliner mauer cayese, y con él la Unión Soviética y los países satélite. La Guerra Fría pasó a la historia y Cuba perdió el privilegio de ser considerada la perla comunista del Caribe. Se convirtió en un mero santuario para nostálgicos de los predicamentos de Marx y Lenin, un parque jurásico al que habían dejado solo en mitad del territorio hostil. Entonces Castro miró hacia Pekín, pero los chinos estaban a otra cosa.
Aunque empezando la casa por el tejado, Den Xiaoping había puesto en marcha una serie de reformas tendentes a la liberalización económica del gigante asiático, una estrategia que a la larga se ha visto recompensada por la continuidad del régimen, pero que conllevaba un nítido acercamiento a los países capitalistas al tiempo que una actitud de desapego hacia los decadentes y cada vez menos numerosos estados comunistas. Aunque el gobierno chino guardó las formas, no estaba dispuesto a poner en riesgo sus planes para solventar los problemas de la minúscula Cuba.
Parecía que el régimen tenía las horas contadas, que una ciudadanía cansada de penurias iba a levantarse contra el ejército igual que había ocurrido en los países europeos. Pero Cuba quedaba muy lejos de Europa como para verse influida por el efecto dominó que se produjo tras la apertura de la frontera entre Hungría y Austria y la consiguiente caída del muro de Berlín. Todo siguió igual. En lo político, porque la desaparición de una economía sostenida internacionalmente, ficticia, y el regreso a una economía real, sin amigos capaces de sofocar las consecuencias del bloqueo económico impuesto por Washington, se convirtió en el principio del fin.
Una vez clausurada la Guerra Fría, y siempre contando con el visto bueno de la nueva Rusia, Estados Unidos bien podía haberse planteado la invasión y el derrocamiento del régimen comunista, pero la isla ya no era importante ni siquiera para el enemigo. De punto geoestratégico clave, Cuba se había convertido en un enfermo terminal cuya muerte se podía esperar con los brazos cruzados. Por qué derrochar esfuerzos cuando la atención debía centrarse ahora en la reconstrucción de la vieja Europa, incluido los siempre belicosos territorios de los Balcanes, en la anacrónica Corea del Norte y, sobre todo, en Oriente Medio, el conflicto que podía desestabilizar el orden mundial. Castro volvió a salvarse, pero su régimen se desangraba.
Las inversiones europeas en el subsector turístico, principalmente por parte de cadenas hoteleras españolas, y desde hace unos años la ayuda incondicional de una Venezuela empeñada en asumir el papel de mosca cojonera de los Estados Unidos, han permitido mitigar el acelerado deterioro de la economía cubana, pero la insatisfacción ciudadana se hace cada vez más evidente. Los opositores se permiten enfrentarse abiertamente al régimen sin abandonar La Habana, utilizando para ello con maestría el altavoz que ofrece la prensa internacional, desde donde airean las numerosas y contundentes vergüenzas de un sistema político que, visto lo visto, poco ha notado el supuesto paso de Fidel Castro a un segundo plano por motivos de salud.
La espera con los brazos cruzados a que caiga el comunismo cubano sigue siendo válida como estrategia, y porque los libros de historia enseñan que los cambios promovidos desde gobiernos extranjeros suelen derivar en conflictos de complicada resolución. Los cubanos de Cuba y los cubanos de la diáspora deben ser los encargados de transformar las cenizas de la revolución en una estructura administrativa democrática y moderna, tomando para ello como referencia la experiencia de la Europa del Este, donde la vieja guardia comunista encontró el acomodo suficiente en el nuevo mapa político como para evitar situaciones de violencia y permitir una transición pacífica.
Ante tal panorama, el papel de la comunidad internacional, principalmente el de España, un país vinculado a Cuba por responsabilidad histórica y por sinceros sentimientos de solidaridad entre ambos pueblos, debe ceñirse a mejorar en lo posible las complicadas condiciones de vida de los cubanos y a actuar a modo de mediador entre un régimen que funciona con respiración asistida y una oposición, interna y externa, que, ahora sí, ve cada vez más cerca el adiós definitivo a una pesadilla que dura ya demasiados años, nada menos que cincuenta, y que estuvo precedida de varias pesadillas de similar calado, entre ellas el desgobierno del también dictador Fulgencio Batista.
Las exitosas negociaciones entre el Gobierno de La Habana y la Iglesia Católica, con la decisiva participación del Ejecutivo español, para que desde hoy y durante los próximos meses abandonen el país más de medio centenar de presos políticos, evidencia el debilitamiento de un régimen que se muestra incapaz de controlar unos conatos de disidencia que corren el riesgo de multiplicarse.
Con un dictador que no acaba de dar el relevo a su hermano, a buen seguro porque el castrismo sin Fidel sería como un arroz con pollo sin pollo y sin arroz; con un hermanísimo siempre a la sombra que a estas alturas no sabe a ciencia cierta cuál es su papel; con una soledad cada vez más evidente, sofocada tan solo por las estridencia de la Venezuela de Hugo Chávez; con una oposición que se sabe respaldada sin ambages por la comunidad internacional y con un creciente poder de influencia incluso dentro del propio país, el régimen cubano atraviesa el peor momento de su historia.
Es la hora de la firmeza política, pero también de la paciencia y de la prudencia, porque la única estrategia válida para acabar de una vez con el comunismo cubano pasa por que los protagonistas del cambio sean los propios cubanos.Y quién sabe, puede que ni siquiera tengan que esperar a que fallezca el longevo dictador, aunque cuando esto ocurra, la suerte ya estará echada. Si se respeta la máxima de la no injerencia, el resultado no puede ser otro que el nacimiento de una nueva Cuba donde quepan todos, porque ya le va tocando a ese maravillo país un poco de felicidad.

Santiago Díaz Bravo



domingo, 11 de julio de 2010

LA VICTORIA DE LOS PERDEDORES

De la euforia desmedida a la sospecha de fracaso en unas pocas horas. Anoche, el presidente de la Generalitat de Cataluña, José Montilla, y el resto de los líderes políticos que acudieron a la manifestación contra el fallo del Tribunal Constitucional sobre la reforma del Estatut, se fueron a la cama convencidos de que había sido un gran día: la marcha de protesta en el centro de Barcelona, encabezada por una enorme senyera, había logrado congregar a un millón y medio de personas según las entidades organizadoras; a un millón cien mil si se atendía a la apreciación de la Guardia Urbana. Los medios de comunicación, catalanes y de ámbito nacional, se habían hecho eco del éxito de la convocatoria, y el propio Montilla se permitió la frivolidad de participar, a través del teléfono, en una corta entrevista en el programa de Tele 5 La Noria, con un entrevistador entregado a la causa, para cantar a un tiempo las excelencias de la reforma estatutaria y de la selección española de fútbol.
De madrugada, la Agencia EFE, un organismo estatal controlado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, sin vínculo alguno con los partidos y colectivos contrarios a la reforma del texto catalán, hacía pública una medición realizada por la empresa especializada Lynce (lynce.es) en las calles de la ciudad condal. Saltó la sorpresa. Y la victoria se tornó en despiadada derrota.
Lynce, una sociedad que aplica métodos vanguardistas para contabilizar las aglomeraciones, incluyendo cámaras de vídeo y fotografías aéreas, y cuyo primer conteo con repercusión pública fue el de la manifestación antiabortista celebrada el pasado mes de octubre en Madrid, que según los organizadores reunió a un millón doscientas mil personas, según el ayuntamiento a 250.000 y según esta empresa, a poco más de 55.000, ha fijado en 56.000 ciudadanos el número de asistentes a la protesta contra el fallo del Constitucional, con una estimación de posible error del 15 por ciento.
Tecnología aparte, el razonamiento de Lynce resulta contundente y difícilmente rebatible: las zonas públicas en las que se desarrolló el acto ocupan 100.000 metros cuadrados, lo que obligaría a alcanzar una densidad media de 10 personas por metro cuadrado para alcanzar el millón. Ni con diez meses a agua y lechuga. Algunos medios, como el diario El País, realizaron una estimación de asistencia superior, de algo más de 400.000 personas, en todo caso muy por debajo de la optimista nota de prensa de la policía municipal.
Con todo, empresa especializada de por medio o no, la manifestación de ayer en la ciudad Condal, mal que le pese a Montilla, a sus socios y a las organizaciones convocantes, evidenció una vez más el abismo existente entre la clase política catalana y el pueblo llano, entre los intereses de unos y otros, en definitiva entre el interés general y las veleidades políticas.
Aún tomando como referencia el millón cien mil participantes que "contabilizó" la Guardia Urbana, un cuerpo perteneciente al Ayuntamiento, institución gobernada por el PSC y por ello parte interesada, dicha cifra supone poco más del 20 por ciento de la población catalana con derecho a voto. Casi tres millones y medio de catalanes (3.456.130) de los cinco millones trescientos mil (5.320.395) que figuran en el censo electoral no estuvieron presentes. Evidentemente, muchos, acaso unos miles, hubieran querido asistir, pero les resultó imposible. Seamos generosos y sumemos unos cuantos cientos de miles. El paisaje no cambia, máxime porque la ausencia de apoyo popular se amplía en dos millones de personas(2.043.683) si se contabiliza a los ciudadanos sin opción de sufragio (la población de derecho de Cataluña suma 7.364.078 habitantes).
El panorama se torna aún más complicado para las fuerzas políticas catalanas si aparcamos el inmerecido beneficio de la duda hacia los datos policiales y aplicamos las más rigurosas cifras que aporta Lynce. En este supuesto, la participación popular en la protesta se limita a un ridículo 1 por ciento de los catalanes con derecho a voto, porcentaje que baja al 0,7 por ciento si se tiene en cuenta al total de la población. Este último matiz no es baladí, ya que carecer de los requisitos legales para poder emitir un sufragio no es óbice para participar en una manifestación. Si además tenemos en cuenta que los partidos movilizaron a sus militantes, quienes, como suele ser habitual, acataron y obedecieron la orden como si de soldados se tratase, la distancia entre lo estrictamente político y lo estrictamente ciudadano se amplía hasta convertirse en insalvable.
Pero las exiguas cifras con las que la sociedad catalana obsequió ayer a sus más destacados dirigentes políticos no suponen sino el refrendo de lo ocurrido en el referéndum del 18 de junio de 2006, una consulta popular sobre la reforma estatutaria que congregó a poco más del 48 por ciento de los electores, es decir, a 2.553.395 ciudadanos con derecho a voto de un total de 5.320.395. Una amplia mayoría de quienes acudieron ese día a los colegios electorales, un 73 por ciento, apoyó los cambios propuestos en el texto, pero no se debe obviar que ese porcentaje representa a un reducido 35% del electorado catalán, es decir, a 1.864.265 ciudadanos con derecho a voto.
Ante tan contundente panorama numérico, que los líderes políticos y los participantes en la manifestación se arroguen la representación del sentimiento catalán cabe considerarlo como una completa desfachatez, pero de sobran saben muchos de ellos, duchos en tal práctica, que la reiteración de una mentira hasta la saciedad la convierte en verdad ante los ojos de una opinión pública poco dada al análisis, demasiado acostumbrada a los planteamientos ideológicos prefabricados.
Cuentan para ello con la inestimable colaboración del altavoz en el que se han convertido unos medios de comunicación agradecidos en lo económico a la administración catalana, y por ello entregados sin tapujos a los designios partidarios, como bien se comprobó hace unos meses con la publicación conjunta de un editorial pro Estatut, uno de los sucesos más escandalosos en la historia de la prensa de este país. Podemos estar bien seguro de que aunque los números evidencien el fracaso, la manifestación conllevará un notable rédito político para sus promotores, principalmente para los grupos minoritarios más radicales, que mediante una interpretación torticera de lo ocurrido seguirán arengando a sus seguidores al tiempo que incrementando su capacidad de presión sobre los partidos mayoritarios y la prensa. Hacer cuanto más ruido posible siempre ha sido el mejor negocio para estos colectivos, que ayer convirtieron de facto la protesta en un acto en defensa de la independencia.
El mero hecho de que los medios de comunicación catalanes hayan concedido una veracidad rayana en lo religioso a los datos aportados por la guardia urbana, sin contraste ni matización alguna a pesar del interés partidario del ayuntamiento en la manifestación, evidencia una inaceptable implicación informativa, alejada de todo atisbo de ética periodística y de la buena praxis profesional. Una triste razón para que la ciudadanía desconfíe aún más de la prensa.
Los legítimos representantes del pueblo catalán hace tiempo que crearon una realidad ficticia, una burbuja que convive en paralelo a la realidad de los ciudadanos a quienes se han comprometido a servir. Sus objetivos no son los de aquellos, sencillamente porque la política por la política, sin aguzar el oído para escuchar más allá de las puertas de los lustrosos despachos, interesa a pocos, y esos pocos son, precisamente, ellos mismos.

Santiago Díaz Bravo




P.D.: ¡y que la selección le dé esta tarde la razón a nuestro querido Paul!

sábado, 10 de julio de 2010

TODAS LAS VERDADES (Y ALGUNAS MENTIRAS) SOBRE EL ESTATUT

Cuatro por el precio de uno. La enconada reacción de los principales partidos catalanes tras el fallo sobre el Estatut se ha convertido en una ópera bufa capaz de destapar a un tiempo las miserias del nacionalismo más ramplón, el escaso respeto a la ley por parte de un gobierno estatal con evidentes signos de desquiciamiento, las infantiles incoherencias de una oposición que ha perdido el norte y la ridiculez de un sistema de garantías constitucionales que roza el esperpento.
El petulantemente denominado Alto Tribunal, una expresión a todas luces exagerada para una institución de tan paupérrimo calado, ha evidenciado una vez más, y ya van unas cuantas, su completa dependencia del poder político. La filiación ideológica de sus magistrados, estómagos agradecidos elegidos a dedo por los responsables de los principales partidos, ha resultado determinante para tardar cuatro años en dictar una sentencia que tanta expectación había provocado y cuya influencia en la estructura administrativa estatal iba a resultar crucial.
Semana sí, semana también, la opinión pública tuvo la oportunidad de asistir a los dimes y diretes del enfrentamientos entre unos leguleyos y otros. El necesario distanciamiento entre la política mundana y el organismo responsable de garantizar el orden constitucional, el obligado hermetismo de tan elevados funcionarios, imprescindible para salvaguardar el prestigio y el respeto de los ciudadanos, se convirtieron en misión imposible ante un escenario burdelesco, irreflexivo y manchado por todo tipo de espurios intereses partidistas.
¿De verdad creía la presidenta del Tribunal Constitucional y los restantes once miembros de la mesa que los supuestos perdedores del pleito iban a aceptar sin más un fallo tan caricaturesco, producto de una gestación tan controvertida y salpicada por todo tipo de presiones políticas? ¿Lo creía Rajoy? ¿Y Zapatero?
Cuando en la década de los 80 el entonces vicepresidente del Gobierno, el socialista Alfonso Guerra, anunció abiertamente el deceso de Montesquieu, reconoció a las claras el déficit democrático que caracteriza a un país donde la totalidad del poder emana del Congreso de los Diputados. Un detalle más que reprochar a unas Cortes constituyentes que, aún reconociendo su valentía en aquellos complicados momentos, pasaron por alto demasiados detalles.
Pero no merecen mejor nota el presidente de la Generalitat, legítimamente convertido en un nacionalista de pro, y los líderes de Convergencia i Unió (CiU) y Esquerra Republicana (ERC). Su ambigua postura durante el largo proceso de espera no ofreció lugar a dudas, y quedó confirmada tras hacerse público el fallo: si la reforma del Estatut es considerada constitucional, incluidos los artículos más polémicos, el Tribunal será un organismo portentoso, y si es menester invitaremos a una pantagruélica cena a todos sus componentes; si, Dios no lo quiera, el texto termina marcado por el estigma de la inconstitucionalidad, nos hallaremos ante una horda de repugnantes guerreros del más férreo centralismo castellano, capaces de despreciar sin inmutarse la decisión del 73,9 por ciento de los electores catalanes. Contundente cifra ese 73,9 por ciento, tanto como la que refleja la participación en el referéndum que el 18 de junio de 2006 dio el visto bueno a la reforma: un 48,85 por ciento. Si la democracia se fundamenta en el respeto al sentir de las mayorías, Montilla y sus socios deberían revisar sus nociones de teoría política.
El desinterés hacia la reforma del Estatut mostrado por una ciudadanía tradicionalmente tan comprometida políticamente como la catalana adquiere una mayor notoriedad si se echa mano de los libros de historia. En el referéndum sobre el texto estatutario celebrado el 2 de agosto de 1931, la participación superó el 75 por ciento y la propuesta fue apoyada por un contundente 99 por ciento de los votantes. Tras la muerte del dictador, en la consulta que tuvo lugar el 25 de octubre de 1979, la participación ascendió a un 59,3 por ciento y el apoyo popular se cifró en algo más del 88 por ciento. La tendencia resulta evidente: el abismo entre la sociedad catalana y la clase política que dice representarla se agranda a pasos de gigante.
Con todo, lo realmente censurable de la actitud de los socialistas catalanes y de los nacionalistas moderados que lidera Artur Mas no es haber dado rienda suelta a una monumental rabieta, sino incumplir el sagrado deber de un representante público de respetar las instituciones y el ordenamiento legal vigente. El hecho de que todo un presidente de la Generalitat desprecie públicamente al Tribunal Constitucional, un organismo sobrado de carencias y defectos, pero fundamental al fin y al cabo en el funcionamiento del estado autonómico, revela de forma nítida la ralea política del ex ministro. Lo mismo cabe decir de CiU, una formación que tan a menudo se vanagloria de defender el orden constitucional y colaborar en el buen gobierno de España. Sólo ERC queda eximida de responsabilidad, porque su desprecio por las instituciones estatales y por la propia Constitución jamás ha sido un secreto.
Llegados a este punto, la cuestión es: si los altos cargos políticos no respetan la decisión del más importante tribunal del país, ¿debemos el resto de ciudadanos acatar los fallos de ese y de los restantes tribunales? Probablemente sin quererlo, los políticos catalanes han puesto en evidencia las miserias de un sistema del que ellos mismos forman parte y del que obtienen notable provecho.
Y empeorando lo presente surge la figura del presidente del Gobierno de España, el ínclito José Luis Rodríguez Zapatero, quien en el colmo de la desfachatez política, en el súmmun del desprecio a la Constitución y a los ciudadanos, propone a Montilla el desarrollo de un entramado legal que permita materializar los puntos de la reforma del Estatut que el propio fallo considera inconstitucionales. Resulta insólito, lo nunca visto: todo un jefe de Ejecutivo de un país europeo, en los albores del siglo XXI, descalificando a un tribunal, y no a uno cualquiera, y proponiendo a voz en grito un plan para incumplir el ordenamiento vigente. Si el presidente del Gobierno incumple la ley que él mismo está obligado a hacer cumplir, ¿quién va a ser el imbécil que la cumpla?
Ningún buen gobernante lo ha sido por satisfacer a todos, por quedar a bien con moros y cristianos. La toma de decisiones, el trabajo que indirectamente le encomendaron los españoles a Rodríguez Zapatero, conlleva encuentros y desencuentros, alegrías y malhumores. Un presidente de gobierno no es un Rey Mago, aunque da la impresión de que el nuestro aún alberga dudas.
Y qué decir del Partido Popular, una organización política que sin rubor alguno se ha permitido arremeter contra artículos del Estatut que previamente había apoyado en otras comunidades. Aspectos tan polémicos como la creación de un organismo judicial autonómico, el derecho a la muerte digna o la competencia exclusiva sobre las cajas de ahorro figuran en textos como el andaluz, que los populares votaron a favor con suma alegría y sin plantearse jamás una presunta inconstitucionalidad. Aunque justo es reconocer el papel de contrapeso que juega el PP frente a la excesiva generosidad de Zapatero ante las veleidades nacionalistas, sus incoherencias delatan una evidente catalanofobia. Sus crasos errores inhabilitan un discurso político que ha hecho de la igualdad entre autonomías la madre de todos sus objetivos.
El que bien podría denominarse 'caso Estatut', porque a fin de cuentas nos hallamos ante una crónica negra, supone un paso más en el desprestigio de la clase dirigente, que en este caso afecta de pleno a una institución sobre la que no deberían pender dudas: el Tribunal Constitucional, cuya politización y su consecuente tendencia a la parcialidad lo dejan huérfano de eficiencia y, lo que es peor, de respetabilidad y credibilidad.
Bien haría los responsables de un dislate institucional con nombre y apellidos en analizar desde la autocrítica el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), según el cual los españoles consideran que el tercer problema más importante del país, tras el desempleo y la crisis económica, lo conforman la clase política y los partidos políticos. Ojo al dato, como repetía hasta la saciedad un célebre periodista deportivo: si la sociedad considera un problema a quienes supuestamente deben solucionar sus problemas, ¿en qué absurdo país vivimos?

Santiago Díaz Bravo

viernes, 9 de julio de 2010

EL SUICIDIO DEL PERIODISMO







LA PRENSA está en crisis. Buena parte de la culpa la tiene el despunte de las nuevas tecnologías, principalmente internet, que han cambiado los hábitos de los usuarios hasta el extremo de convertir en anacrónicas fórmulas periodísticas antaño asentadas. Su principal víctima son los diarios generalistas matutinos. De forma paralela, la desaceleración económica ha provocado una caída histórica de los gastos en publicidad, la primera fuente de ingresos de medios escritos, audiovisuales y digitales, a quienes no les ha quedado otra opción que realizar dolorosos recortes en sus plantillas. En una actividad empresarial que se fundamenta en el trabajo intelectual, prescindir de una parte importante del personal conlleva una inmediata pérdida de calidad. Tan complicado panorama ha provocado que la siempre sana competencia por ganarse el favor de lectores, oyentes, televidentes y cibernautas haya alcanzado límites hasta hace unos años insospechados. Mil lectores arriba, mil abajo; cinco décimas más, cinco menos en las cuotas de audiencia, marcan la frontera entre la salvación y la quiebra.
A los medios de comunicación no les ha quedado otra opción que hacer de la necesidad virtud, aunque para ello hayan tenido que modificar sustancialmente su orden de prioridades. Ahora el objetivo no es informar, sino sobrevivir, y el hambre es muy fea. La tradicional preponderancia de los periodistas en la dirección de estas empresas ha dado paso al imperio de los economistas, que lejos de limitarse a hacer sumas y restas en los oscuros despachos del fondo del pasillo, ocupan ahora las dependencias nobles. Los patrones se aferran a sus estrategias como quien se agarra a un flotador en mitad del océano, y sus puntos de vista condicionan en multitud de ocasiones la labor informativa.
Una de las ancestrales y sagradas misiones de los informadores, interpretar la realidad con el objeto de diferenciar lo importante de lo accesorio y establecer una jerarquía de hechos noticiosos, ha pasado a un segundo plano. Ahora todos los esfuerzos se centran en llamar la atención a costa de lo que sea, en buscar la rentabilidad comercial hasta el límite de lo posible, y si se alcanza lo imposible, mejor que mejor. El criterio profesional se ha tornado en prescindible.
Tamaño cúmulo de dificultades y despropósitos permite comprender el creciente protagonismo de contenidos inexplicables, inauditos, inadecuados, inapropiados y literalmente soeces. Pero no nos ciñamos a la obviedad de los denominados 'programas rosa', una despiadada degeneración de la tradicional crónica social, porque hoy mismo hemos asistido al que probablemente quepa considerar el momento más absurdo y aberrante de la televisión de este país: la retransmisión en directo, nada menos que a través de dos cadenas de ámbito estatal, Cuatro y Telecinco, de los pronósticos sobre el partido por el tercer puesto y la final del Mundial de Sudáfrica que ha realizado el ya célebre pulpo Paul desde un zoológico alemán. En el caso de la primera de las cadenas, el paroxismo llegó al extremo de acompañar las imagenes del cefalópodo, que tardó más de 40 minutos en decantarse por las banderas alemana y española, con los comentarios de cuatro periodistas situados alrededor de una mesa en la localidad sudafricana de Bloemfontein. Lo nunca visto: una costosa interconexión televisiva entre tres países para conocer de primera mano la predicción de un pulpo.
El fenómeno no es exclusivo de la prensa española. Nada mas comenzar el Campeonato del Mundo, el diario más prestigioso del planeta, The Times, un clásico que desde 1785 hace gala de una inquebrantable seriedad, permitía que se desmoronase su merecido prestigio publicando en primera página tres fotografías del portero de la selección española de fútbol, Iker Casillas, cuando era entrevistado por su novia, la periodista Sara Carbonero, tras el fatídico encuentro ante Suiza. Bajo las imágenes, unas pocas líneas especulaban sobre la posibilidad de que la cercanía de su amada estuviera influyendo en el supuesto bajo rendimiento del arquero. En el siguiente partido ante Honduras, las agencias de prensa internacionales sirvieron a los medios más instantáneas de la reportera ejerciendo su trabajo que de los jugadores sobre el terreno de juego.
The Times, un medio que a pesar de su solidez en el mercado no ha logrado escapar a los devastadores efectos de la pérdida de ingresos, ha decidido abandonar su acostumbrada exquisitez periodística para arremangarse, bajar a la arena y batirse en duelo con The Sun, The Daily StarThe Daily Mirror. El hasta ahora profundo abismo que separaba a la prensa seria de la insustancial ha comenzado a cubrirse de sedimentos, los suficientes para pasar de un lado a otro con cierta facilidad.
El paisaje es dramático, porque los medios de comunicación, aunque empresas obligadas a cuadrar sus balances de ingresos y gastos, juegan un papel determinante en la conformación de la identidad social. Si el deber de los hospitales es curar y el de las comisarías mantener la seguridad y el orden, el de la prensa es interpretar la realidad bajo unos irrenunciables criterios de interés común, además de servir de reflectora de las expectativas ciudadanas. 
La prensa actúa a modo de referente, como un gran escaparate a través del cual es posible contemplar el mundo, condición sine qua non para tratar de comprenderlo. Si el escaparatista pierde los papeles aquejado de un repentino ataque de frivolidad, esa necesaria imagen se distorsionará y quedaremos huérfanos de nuestra propia realidad.


Santiago Díaz Bravo


P.D: en cualquier caso, confiemos en que el pulpo Paul haya acertado de nuevo