martes, 16 de diciembre de 2003

AQUELLA NOCHE


AÑOS ATRÁS, a las puertas de una animada cervecería portuense, hacía partícipe a un amigo de lo injusta que había sido la vida conmigo, al menos aquella tarde. A un dramático roce de cinco centímetros de longitud en el lateral derecho de mi flamante Renault 19 se había sumado, momentos después, aún sumido en un profundo disgusto, una multa por estacionar en un área de carga y descarga. Mis ruegos ante el estricto agente fueron en vano. Para más inri, aquel mes escaseaban mis recursos crematísticos, y la espera por el ingreso de la nómina se me antojaba eterna. Una mueca gentil y una seña para que el camarero escanciara una siguiente ronda sirvieron para escenificar su apoyo. Tampoco había sido un buen
día para él, harto como estaba de aguantar excentricidades laborales y, cuando no, de soportar reiteradas reprimendas maritales. Me vi en la obligación de hacerle una seña al camarero. Continuamos largo rato enfrascados en una conversación sobre nuestras mutuas desgracias, hasta que mis ojos advirtieron en la acera de enfrente, entre dos coches, a un joven cuyo cuerpo reposaba sobre un artilugio parecido a una silla de ruedas. Carente de piernas y por ello dependiente de aquella suerte de soporte rodado (no se trataba de una silla de ruedas al uso), había intentado sortear dos vehículos aparcados en batería para cruzar la calle, sin advertir que la diagonal que marcaba uno de ellos hacía que, a la altura del maletero, se acercase en exceso al otro y le impidiese el paso. El joven se había enfrascado en una batalla perdida: volver hacia atrás y buscar otra ruta; el empedrado de la calzada y el bordillo de la acera se lo impedían. No supimos cuánto tiempo llevaba allí, tal vez en algún momento mirando hacia nosotros y nuestro universo de preocupaciones mientras realizaba algún esfuerzo estéril por liberarse. No se lo preguntamos. Lo ayudamos a cruzar y nos ofrecimos a llevarlo adonde quisiera. Rechazó cortésmente el ofrecimiento y, tras estrecharnos la mano, continuó su camino.Volvimos a la cervecería. Estuvimos largo rato en silencio. La noche lucía estrellada. Maravillosa.
Santiago Díaz Bravo