lunes, 11 de agosto de 2003

EL ARTE DE CALLAR


SUCEDIÓ UNA NOCHE en uno de esos programas de entrevistas cuya escenificación invita a la intimación con el personaje. El periodista, con pose de estrella de cine, le hizo al gran Buero Vallejo la siguiente pregunta: "¿Qué opina sobre el aborto?". El gran Buero Vallejo, más grande si cabe desde aquel día, no tardó ni un segundo en responderle: "Lo siento. No tengo una opinión formada". No era intención del memorable dramaturgo eludir tan polémico asunto, ni siquiera pagar con un desaire la incomprensible altivez del locutor. Simple y llanamente, carecía de una opinión formada sobre el aborto. Aquella respuesta, aquel monumento a la honradez intelectual, marcó un antes y un después en mis relaciones con el desaforado universo de las tertulias periodísticas, que, sincerándome con ustedes, reconozco que aborrezco. Un viejo, sabio y redundante dicho: zapatero a tus zapatos, resume la idea que, a mi entender, debería convertise en norma a la hora de concebir cualquier foro de opinión. Porque de vergonzosos e intelectualmente patéticos cabe calificar esos mentideros donde los invitados hablan de economía cinco minutos después de discutir sobre genética y un cuarto de hora antes de abordar el mundo de la moda, las tendencias artísticas en boga, los resultados macroeconómicos, los hallazgos astronómicos o cualquier otro asunto que proponga el moderador. Y yo me imagino acomodado en una de esas sillas a alguno de los grandes sabios de la humanidad, a Platón, a Aristóteles, al mismísimo Leonardo, y pocas dudas me caben de que sus labios se sellarían cada vez que la tertulia se adentrase en materias ajenas a su sapiencia. Pero nuestros particulares sabelotodos no esquivan asunto alguno, muestran una locuacidad diarreica y, lo verdaderamente grave: prestan un flaco favor a las mentes menos privilegiadas, carentes de un sentido crítico que amortigüe todo el mal que en ellas causan unas afirmaciones adornadas por la impericia y la más descarada imbecilidad. En no pocas ocasiones, el silencio se convierte en la más irrefutable prueba de la sabiduría.


Santiago Díaz Bravo (11/08/2003)

sábado, 2 de agosto de 2003

EL ENIGMA DEL AUTOINCULPADO


EL AIRE se tornó frío, casi irrespirable, cuando don Jaime, con aquel tono autoritario que surgía de sus adentros salesianos cada vez que le convenía, amenazaba a la clase con alargar la jornada escolar hasta las siete de la tarde, ese día y todos los que fuesen necesarios, en tanto no se desvelara la autoría de la gamberrada. Aunque de reojo, treinta y nueve miradas confluían en el pupitre donde reposaba, sosegado, como si la cosa no fuese con él, quien todos sabíamos culpable del incendio que acababa de derretir la vetusta papelera de plástico gris y, de paso, motear la blancuzca pared con decenas de manchas negras. Un índice delator habría bastado para abandonar el aula dos minutos más tarde, encontrarnos con los amigos en El Llano, degustar el delicioso bocadillo de mantequilla, queso y jamón de york que preparaba mamá o atisbar (desde lejos, que la timidez era aún mayúscula) a las niñas que, recién acabada la jornada en La Milagrosa, cruzaban el parque entre risas y miradas atrevidas. Pero preferíamos mantener el silencio, y créanme si les digo que no tanto por miedo a las represalias de aquel infame y revoltoso repetidor (que dada su estatura, fuerza y predisposición encefálica tampoco era asunto menor), sino por el más que justificado pánico que nos infundía el estigma que acompaña de por vida a los chivatos. Entonces el mundo se volvió del revés, y una tenue voz que provenía de las últimas filas se alzó para confesar "fui yo". ¿Qué diablos pasaba? ¿Cómo podía ocurrir que aquel buen muchacho, incapaz de pronunciar una palabra más alta que otra, se autoinculpara de una falta que no habría cometido en quinientos años de vida? Salimos de uno en uno, no sin antes obsequiar con una última mirada, acaso de pena, con seguridad de agradecimiento, a nuestro absurdo liberador, a quien años más tarde me tropezaba en una cafetería portuense. En mitad del intercambio de tópicos y deseos no me resigné a obviar el hecho que protagonizase dos décadas atrás, un día antes de la fecha en la que, según me aclaró, lo llamé por vez primera por su nombre.


Santiago Díaz Bravo (02/08/2003)