miércoles, 25 de marzo de 2009

DEBATE SIN DEBATE


Debatir es argumentar y rebatir, improvisar y sorprender, rectificar y reafirmarse, un ejercicio dialéctico donde los aspavientos de los protagonistas y algún que otro "¡coño!" nunca estarán de más, que el respetable ansía emociones y un taco enfático no sólo disfruta del beneplácito popular, sino que incluso cuenta con opciones de convertirse en acreedor de una estruendosa ovación. Ello obliga a los actores a afanarse en lograr la mejor simbiosis posible entre conocimientos y habilidades oratorias, que tan importante es tener razón como saber convencer al contrincante y al siempre exigente aforo. Por este motivo, llamar debate al cúmulo de intervenciones con las que se despachan año tras año los participantes en el denominado Debate sobre el estado de la nacionalidad canaria no sólo se adivina incorrecto, sino que cabe calificarlo de auténtico disparate semántico. En un periodo histórico donde las ideologías han sufrido una traumática prejubilación a favor de los lemas, donde los ideólogos se dedican a criar malvas mientras asesores de imagen y publicistas acaparan todo el protagonismo, el antaño chispeante discurso político ha tornado en una suerte de monólogo multiusos que lo mismo sirve para expresar la contundencia de la opinión propia que la inexactitud de la ajena, sin dejar apenas espacio para desviarse por unos vericuetos diferentes a los que marca el estricto guión.Cuando el objetivo de desmontar los razonamientos del adversario para hacer prevalecer los propios se ha convertido en un mero anacronismo, cuando los oradores miran de reojo a la prensa porque la prensa es la única destinataria de los eslóganes que esgrimen ante el micrófono, es que la política ha dejado de ser política para transformarse en un preocupante y patético espectáculo de onanismo intelectual. Mientras esperamos a que el enfermo sane, resignémonos a disfrutar en la medida de lo posible con los Monólogos sobre el estado de la nacionalidad canaria.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

jueves, 19 de marzo de 2009

ECONOMÍA SUMERGIDA


Ni buena, ni mala, ni nada que se le parezca, porque la economía sumergida no es sino el reflejo de las carencias de la economía oficial, esa que estructuran los legisladores, dirigen desde sus lustrosos despachos oficiales, a veces con aciertos, los prebostes de las más dispares administraciones públicas y supuestamente defienden las grandes organizaciones sindicales. Si a un vecino de este país se le ocurre ponerse a vender paraguas en una esquina, si el propietario de un restaurante apalabra una prestación de servicios remunerada con un trabajador sin mediar documento alguno, si un desempleado se ofrece al patrón a cambio de mayor sueldo pero menores garantías, si un ejército de señoras cuida a un batallón de ancianos con problemas de movilidad sin otro compromiso que el acuerdo oral, las más de las veces nos hallaremos ante la evidencia de que fallan quienes legislan, quienes gobiernan y, sobre todo, quienes presuntamente defienden los derechos del trabajador. Los primeros porque se desplazan a una velocidad harto menor que la de una realidad que en las últimas décadas es puro dinamismo; los segundos porque se muestran incapaces de hacer frente a esa realidad, ni siquiera de exigir al legislador que lleve a cabo las adaptaciones necesarias; los terceros porque en este país los sindicatos parecen haberse auto convencido de que lo suyo son los grandes partidos, aquellos que juegan contra consejeros, ministros y presidentes de corporaciones, o lo que es lo mismo, que su clientela se ciñe a los asalariados de la administración pública y de las principales factorías. Por ello la economía sumergida convive con la oficial, con crisis y sin ella, porque es la defensa natural de la cotidianidad contra la remunerada incompetencia de quienes se llenan la boca hablando de desarrollo económico y contra aquellos que se jactan de ondear la bandera de los derechos de los trabajadores sin aclarar que se refieren tan solo a una parte de los trabajadores.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

miércoles, 11 de marzo de 2009

CONSUELO PARA TONTOS


Rita Martín, consejera de Turismo del Gobierno de Canarias, probablemente acabase el sábado con las orejas doloridas después de las decenas de tirones que le propinaron sus superiores. Que la principal responsable de la política turística, a quien se le presupone que maneja más información que nadie sobre la materia, dijera alegremente el viernes en una comisión parlamentaria que el turismo se halla "en caída libre" no parece la mejor manera de insuflar confianza a una ciudadanía temerosa de que las cosas vayan peor que ayer y mejor que mañana. Pero lo realmente curioso ha sido la reacción de la ilustrísima señora una vez recompuestos los pabellones auditivos, cuando acaso tratando de desdecirse sin que sonara a rectificación, no se le ocurrió otra cosa que anunciar a los cuatro vientos que el turismo no sólo se está yendo al garete en estas Islas, sino también en el resto de los destinos. De esta forma, cuando los trabajadores de un hotel reciban el finiquito, cuando el propietario de un restaurante cierre porque el género se le ha momificado a la espera de clientela, cuando un taxista devuelva el coche al concesionario, siempre quedará el consuelo de que en Málaga, en Mallorca, en Tarragona, otros como ellos también ocupan las horas sentados en un parque y confiando en que el tiempo, y con él la crisis, pase lo más rápidamente posible. En un parque porque ya ni obras hay a las que echar un ojo. Por ello es de agradecer que la consejera, voluntaria o involuntariamente, haya actuado con la mayor de las incorrecciones políticas y la menor de las precauciones dialécticas, porque tal vez sea la única forma de conocer la verdad, pero lo que no cabe aceptar es que haya recurrido al manido dicho "mal de muchos, consuelo de tontos". Y es que los tontos, estimada consejera, corren el riesgo de morir de hambre si se muestran incapaces de influir en su propia suerte.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

martes, 10 de marzo de 2009

LA LAGUNERA VÍA RUSA


Una leyenda urbana de esas que tanto nos apasionan echa la culpa a un desconocido funcionario de la ubicación del aeropuerto de Los Rodeos en mitad de una fábrica de niebla. Los mentideros populares aseguran que dicho funcionario, en un alarde de rigidez administrativa, interpretó que una cruz marcada a mano en un mapa era el lugar donde los sabiondos ingenieros, tras concienzudos estudios topográficos, habían decidido que debía situarse la pista. Grave error, amigo funcionario, porque se trataba justamente de lo contrario: el lugar donde las condiciones meteorológicas, siempre según la mencionada leyenda, obligaban a evitar la construcción de aeropuerto alguno, so pena de que se produjeran catástrofes aéreas como las que han acaecido en las últimas décadas.A aquel servidor público, no podía ser de otra forma, lo cesaron de sus funciones con cajas destempladas, pero el buen hombre, bien porque hizo de la necesidad virtud, bien porque hasta en el averno es conveniente contar con amigos, logró acomodo en otro importante departamento de la administración. Una vez aposentado en su nueva poltrona, cosas del destino, y he aquí el nacimiento de una nueva leyenda, tomó por el trazado definitivo de la lagunera vía de ronda el plano de una montaña rusa cuyos propietarios habían solicitado el preceptivo permiso para instalarse en las fiestas del Cristo. Los feriantes acabaron por desistir de su empeño: cómo era posible que les obligaran a pintar rayas discontinuas en mitad de los rieles. La Laguna, sin embargo, pasó a contar al poco tiempo con una suerte de circuito permanente al que cabe calificar no sólo de ruso, sino de doblemente ruso, es decir, a mitad de camino entre una montaña rusa y la siempre terrible ruleta rusa.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión