viernes, 15 de julio de 2011

LA CONFESIÓN DE CURBELO

Ningún hijo de vecino se halla libre de cometer una, varias o un sinfín de tonterías a lo largo de su vida, bien en su propia casa, bien en un parque público, bien en el trabajo, bien de madrugada en una vía de la capital de España. Y la policía, a la ley y la Constitución gracias, no suele andar por esas calles de Dios deteniendo a los ciudadanos porque sí. Porque le caigan mal, le parezcan feos o exhiban un pésimo gusto a la hora de combinar la camisa y la corbata. La recurrente relación causa-efecto entre un comportamiento inadecuado y la reacción de la autoridad se torna en evidente en estos tiempos que corren. Y es eso lo que convierte en inaceptable la intención del presidente del Cabildo de La Gomera y senador por dicha isla, Casimiro Curbelo, de despachar su paso durante unas horas por una comisaría madrileña calificándolo de mera anécdota. Porque a diferencia de cualquier otro hijo de vecino, Curbelo ejerce un cargo de representación pública y las peripecias que protagoniza, máxime cuando se convierten en incidente, se sitúan dentro de la esfera del interés general. Por sus hechos los conoceréis, reza el lema evangélico. Una perogrullada a fin de cuentas porque ¿existe acaso otra manera de alcanzar tal conocimiento?
Tan evidente resulta que el bueno de Curbelo no cometió delito grave­ alguno (de haberlo hecho el sobrepeso de la administración judicial le habría aplastado y hubiera acabado por trabar amistad con el personal de la comisaría) como que una callada por respuesta sólo provocaría conjeturas, sospechas y un sinfín de inconvenientes para su buen nombre y la ya de por sí deteriorada imagen de la clase dirigente. Si injusto es que paguen justos por pecadores, más lo sería que pagasen como consecuencia de un silencio mal entendido o, peor aún, de una huida hacia adelante sin ton ni son en el caso de que, como mantiene el senador, se trate de “una tontería”.
Por intrascendente que haya sido el motivo de su detención, si es que fue intrascendente, Curbelo, igual que cualquier otro representante público que se hallase en una situación similar, está obligado a dar la cara, a sonrojarse ante las cámaras si fuese menester y explicar los porqués de tan desagradable experiencia. Con arrojo, sin miedo, aún a sabiendas de que leyes y política no siempre comparten el mismo código de valores, de que a un representante público se le exige más que a cualquier otro ciudadano, de que pegarle a un policía, si es que fue eso lo que ocurrió, es tan feo como pegarle a un padre en cualquier caso, pero mucho más si el agresor es un cargo electo.


Santiago Díaz Bravo
ABC

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