domingo, 11 de octubre de 2009

SI PLATÓN ALZARA LA CABEZA


Las mociones de censura proliferan en Canarias como nunca antes. En el origen del fenómeno subyace el surgimiento de una clase política profesionalizada y la pérdida de los valores ideológicos. Ha llegado la temida hora del poder por el poder.

Si Aristocles Podros, alias Platón, hubiese tenido la oportunidad de asistir a la sesión plenaria celebrada el martes en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, en la que la alcaldesa Dolores Padrón fue obligada a ceder el bastón de mando al incombustible Marcos Brito, probablemente habría llegado a la conclusión de que la más conocida de sus obras, La República, cuyos radicales planteamientos en pro del gobierno de los sabios suavizó posteriormente en otro de sus textos célebres, Las Leyes, es perfectamente aplicable a la realidad política del siglo XXI, nada menos que 2.300 años después de haber sido escrita. A fin de cuentas, la idea que subyace en La República es harto simple: la práctica política, en manos de gentes inadecuadas, acaba por banalizarse y corre el riesgo de deteriorarse en exceso.
Pero las tesis de Platón, pensador universal y padre de buena parte de los planteamientos filosóficos que se han sucedido a lo largo de los siglos, trascienden lo que pueda acaecer en una pequeña localidad turística del norte de Tenerife para ser susceptibles de aplicarse a la praxis política del resto de los municipios canarios y del país. Y también, cómo no, a la restantes administraciones, porque en un mundo sin fronteras el trasvase de los modus operandi afecta a lo bueno, lo malo y lo peor.
La democracia, el más justo y teóricamente menos dado a los excesos de los sistemas políticos puestos en práctica por el hombre, cuenta entre sus grandezas la posibilidad de que cualquier ciudadano acceda a cargos de representación pública. Esa imprescindible apertura de la maquinaria de mando no se topa con más filtro que el de la nacionalidad y las sanciones penales y administrativas. Listos y tontos, hábiles e incapaces, honrados y corrompidos, tienen las puertas abiertas de par en par para convencer a sus iguales de que se hallan ante la persona idónea para manejar el timón de la nave. En tal tesitura, la virtud corre el riesgo de tornarse en decadencia.
Hasta hace unos años, el perfil del aspirante a ocupar un cargo de responsabilidad política era el de una persona entrada en años, por lo general con una contrastada experiencia en los ámbitos profesional o académico, las más de las ocasiones con la vida resuelta en lo económico y, condición sine qua non, acreedora de un notable prestigio social bien entre la mayoría de los paisanos de su demarcación política, bien entre sus acólitos ideológicos, porque la ideología, la defensa de un determinado modelo de organización política y económica, unida al ansia de transformar la sociedad hacia dicho modelo, era la fuente de energía capaz de comprometer a tales personas con los siempre complejos quehaceres de la cosa pública.
Tal perfil se ha ido convirtiendo en objeto de museo de forma directamente proporcional al preocupante proceso de conformación de una clase política profesionalizada, que precisamente por esta última condición contraviene el espíritu mismo del "gobierno de todos".
La inmensa mayoría de los ciudadanos que hoy en día se adentran en el laberinto político carecen de un bagaje vital, profesional y académico lo suficientemente extenso para ser plasmado en más de siete u ocho líneas de texto. Deciden dedicarse a tan honroso menester a muy temprana edad, las más de las veces ingresando en organizaciones juveniles vinculadas a partidos políticos poderosos, y a pesar de que en muchos casos atesoran el deseo de mejorar su entorno, la disciplina ideológica cuasi militar que caracteriza a tales organizaciones acaba matando cualquier atisbo de disentimiento.
El pensamiento único se ha convertido, valga la redundancia, en la única tarjeta de visita aceptada. Basta con echar un vistazo a los ayuntamientos de las islas, los cabildos y la propia administración autonómica para advertir la existencia de contundentes prototipos de esa nueva clase política, una estirpe que se ha doctorado en el ámbito nacional con la llegada al Palacio de La Moncloa de José Luis Rodríguez Zapatero, uno de los más claros exponentes del político profesional, que a su vez se ha hecho rodear en puestos de responsabilidad por jóvenes sin profesión conocida y con una experiencia vital que va poco más allá de la emancipación familiar y las primeras riñas de pareja.
Los partidos políticos modernos han perdido el horizonte ideológico para tornarse en oficinas de colocación. El objetivo es acaparar poder, el máximo posible y durante el mayor tiempo posible. La paciencia no encuentra acomodo en tales organizaciones, cuyo éxito depende en exclusiva del favor de la opinión pública. Y precisamente por ello han dejado de lado los planteamientos ideológicos, porque predicar unas determinadas ideas requiere tiempo para quien las expone y tiempo para quien las escucha, unos condicionantes que se antojan imposibles en un mundo donde impera lo efímero.
La vorágine de un periodo histórico marcado por la preeminencia de los medios de comunicación audiovisuales, en el que los partidos se las ven y desean para intercalar sus mensajes entre los cada vez más competitivos contenidos televisivos, ha enviado a los ideólogos a las oficinas del paro y ha dejado vía libre a los publicistas. Nada que objetar desde un punto de vista estrictamente laboral cuando lo cierto es que la ideología ha pasado a mejor vida. Su espacio ha sido ocupado por lemas del tipo "yes, we can", que lo mismo sirve para ganar unas elecciones presidenciales en los Estados Unidos que para vender millones de botellines de Coca Cola Zero.
Los partidos carecen de planteamientos ideológicos de peso, y los ciudadanos que se aferran a unos líderes y a unos colores lo hacen de forma visceral, como quien se transforma en incondicional seguidor de un equipo de fútbol. Si un defensa propio le rompe la crisma al delantero del equipo contrario dentro del área, la única explicación posible es que el adversario se ha dejado caer, diga lo que diga el árbitro.
Ante tal panorama, con la política convertida en el necesario medio para el logro de un fin inmediato: el poder, imprescindible para justificar la propia existencia de las organizaciones políticas, la única vía posible es exprimir las leyes a fin de alcanzar la meta, independientemente de cuál haya sido la voluntad de los electores y de si los necesarios aliados se encuentran en el vecindario o en las antípodas ideológicas.
Esa ansia de mando inmediato explica paisajes políticos como los que pueden contemplarse en Canarias, donde a pesar de que se atraviesa una crisis que aconseja prudencia y estabilidad, a lo largo de los dos últimos años se han sucedido nada menos que 19 rupturas de acuerdos entre partidos y 10 mociones de censura. Se trata de una cifra tan contundente que surge la irremediable pregunta: ¿qué motivos arguyen los promotores de las mociones de censura para llevarlas a cabo?
La respuesta es sencilla: una característica común de los cada vez más numerosos aficionados a la presentación de mociones de censura es su aversión a justificar tal decisión con argumentos objetivos. Las mayoría de las veces el alcalde ejerciente no ha robado dinero, o al menos no existen pruebas de ello, el municipio vive más o menos en paz y los vecinos prestan más atención a los resultados de la Liga que a los tejemanejes políticos. Así las cosas, se atribuyen una representación ciudadana que trasciende claramente las fronteras democráticas: "Nuestra decisión responde al clamor popular", tal fue la justificación esgrimida por el propio Marcos Brito. Curiosamente, la apelación al "clamor popular", en este caso a su favor, fue el mismo recurso que empleó la hasta ese día alcaldesa para desacreditar la censura en su contra.
El asalto al poder al menor resquicio, desde el mismo momento que las matemáticas políticas lo hagan posible y sin atender a situaciones reales de desgobierno, se ha convertido en un fenómeno intrínseco a la política canaria cuyos detractores probablemente mañana se conviertan en cómplices. Y viceversa.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

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