Pero superada la vertiginosa etapa de transición hacia un sistema democrático, las autoridades españoles se han quedado sin argumentos para avalar la desidia en la que llevan instaladas hace la friolera de 33 años, agravando con su actitud, con ese irracional empeño en mirar hacia otro lado, lo que los libros de historia califican como el más desastroso proceso de descolonización llevado a cabo por un país europeo.
La inexistencia de una política clara y valiente sobre el problema saharaui hizo acreedores a Suárez, Calvo Sotelo, González y Aznar de un cero patatero. A Zapatero, maestro en el arte de hacer creer que con él las cosas cambiarán, dan ganas de ponerlo de rodillas con los brazos en cruz tras lo ocurrido con la activista Aminatu Haidar.
Y es que el Gobierno español está obligado a hacer compatible el necesario estrechamiento de lazos con Marruecos, un país que ha tomado la senda de la cooperación y el progreso, con la imprescindible atención al pueblo al que un día dejó cobardemente a merced del invasor. No se trata siquiera de defender unos planteamientos políticos, los de la RASD, a estas alturas de dudosa conveniencia para su propios ciudadanos, sino de adquirir personalidad propia en un debate internacional del que España, de forma harto incomprensible, ha optado por automarginarse para tornarse en un pueril pelele.
Santiago Díaz Bravo
La Opinión
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