Los puristas de la literatura asisten impávidos a una revolución jamás imaginada. Las máquinas, que llevan siglos mostrando una devoción cuasi reverencial por los libros de papel, a quienes deben su creación en tanto sirvieron de depósitos del conocimiento, y con quienes se han llegado a aliar mediante ingenios tan contundentemente prácticos como la imprenta de Johannes Gutenber, amenazan ahora con sustituirlos.
Y es que el poder del universo digital es arrollador. Si una pantalla es capaz de transportarnos a cualquier lugar del mundo, de provocar llantos y risas, de azuzar ocultas pasiones, incluso de lograr que salte la chispa del amor eterno entre dos mortales -en ese caso un par de pantallas-, ¿cómo íbamos a pretender que el libro de toda la vida, de todos los siglos para ser más justos, un objeto tan simple, cuasi artesanal en estos tiempos que corren, quedase fuera de tamaña evolución?
Hasta el gran Vargas Llosa ha expresado abiertamente sus temores ante las consecuencias de la mecanización del libro, ante el riesgo de que las pantallas acaben por banalizar la literatura, de que el oficio de escritor, tan antiguo como los de asesino y meretriz y tan parecido a ambos, se torne en una suerte de esclavitud hacia lo efímero y pierda la vocación de atemporal que lo convierte en fedatario de la naturaleza humana.
Pero incluso el escribidor peruano es consciente de que no hay marcha atrás, de que los vendedores de electrodomésticos asumirán un irremediable protagonismo en el universo literario, de que los libros convencionales seguirán existiendo por los siglos de los siglos, de que los libreros también, y de que Cervantes, Shakespeare, Neruda y Auster compartirán anaquel con Fagor, Bosch, Siemens y Moulinex.
Santiago Díaz Bravo
La Opinión
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