jueves, 18 de febrero de 2010

EL ORGULLO DE MENTIR


Para escribir una novela no basta con asegurar que por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas: es necesario lograr que quienes leen tamañas estupideces lleguen a creérselas. Se trata del arte de la mentira, de torear la verdad con convicción y a sabiendas de que lo que realmente existe es lo que los demás creen que existe. Es por ello que no basta con ser un mentiroso, que con seguridad todos lo somos en mayor o menor medida (si alberga dudas al respecto, bucee en su interior y déme la razón), sino que resulta imprescindible ser mentiroso vocacional, un convencido de que mentir no sólo no es malo, sino que puede considerarse una de las grandes virtudes del ser humano.
El maquillaje facial, las vestimentas, las sonrisas forzadas, los apretones de mano convencionales, no son sino una suerte de mentira, porque la mentira es algo tan necesario como el aire que hace posible que nuestros pulmones funcionen como un perfecto fuelle, como el alimentos que recorre nuestro aparato digestivo para abastecernos del combustible necesario, como el amor que viene y va y a veces, las menos, se queda con nosotros.
Una novela maravillosa, una obra cuasi desconocida pero a la que cualquier lector que se precie de serlo debería hacer sitio en su biblioteca, Mentira, de Enrique de Hériz, puede servirnos de perfecta guía para adentrarnos en el conocimiento de todo lo que la mentira representa para la naturaleza humana. Durante el disfrute de su lectura, y a su término con mayor vehemencia, comprenderemos de forma clara y precisa que si algo nos caracteriza como seres vivientes es que somos unos completos mentirosos, y por extensión que si algo caracteriza a los novelistas es el hecho de ser unos completos mentirosos que además se jactan de serlo.
Pero no basta con pretenderlo. Mentir requiere un esfuerzo titánico, un trabajo previo similar al que realizaba un viejo amigo que cada vez que faltaba a clase, y lo hacía con frecuencia, tomaba de igual forma el tren que lo llevaba a la facultad, por si sufría alguna avería o huelga que pudiese ponerle en evidencia ante un interrogatorio de su severo padre.
Aquella era una soberbia mentira, y por ello un admirable logro humano. Dejemos de una vez de lado la vergüenza de sentirnos mentirosos y felicitémonos por albergar un insaciable instinto creador.


Santiago Díaz Bravo
La Opinión

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