sábado, 20 de mayo de 2006

ÓSCAR DOMÍNGUEZ


LA HISTORIA, lejos de quedarse en una mera sucesión cronológica de hechos, se torna en la identidad de un pueblo, en el espejo donde hombres y mujeres se miran para congraciarse con el pasado o vergonzarse de él, para sentirse a gusto o a disgusto en el pellejo de la sociedad de la que forman parte. Dentro de ella navegan los personajes, esos seres impagables, por buenos o por malos, a cuyo alrededor rondan los acontecimientos que ellos mismos provocan y padecen. En ocasiones la historia juega un papel terapéutico, sobre todo en aquellos pueblos cuyo presente luce plagado de insatisfacciones y el futuro se adivina sombrío, lo que la convierte en una suerte de refugio donde reafirmarse, buscar la grandeza perdida y hacer crecer sobre ella la esperanza en tiempos mejores. Entonces los personajes se transforman en modelos, en vidas que nos hubiera gustado vivir, en muertes que a veces, sólo a veces, se nos antojan tan grandiosas que sin envidiarlas, porque la parca es la parca y a nadie agrada, admiramos con la boca grande. Dentro de ese marasmo surge la elefantiásica figura de Óscar Domínguez, que respiró el mismo aire que Pablo Picasso, Wilfredo Lam, Man Ray y Paul Eluard, paseó su extraña figura por las bulliciosas calles de Saint Germain y amó sin querer, como sólo los grandes artistas saben hacerlo. Y nos enteramos de que nació en la calle de al lado, de que su azarosa vida fue de todo menos aburrida, y entonces nuestra corta y sosa historia isleña, huérfana de personajes grandiosos, vilipendiada por la aparición de personajillos elevados a figuras, deja de ser pobre y monótona. Y dirigimos nuestros ojos hacia París igual que lo hemos hecho siempre, con la mirada provinciana que nos es propia, para comprobar que uno de los nuestros, un personaje a quien no teníamos el gusto de conocer (y qué enorme gusto), décadas atrás se hizo un honroso y merecido sitio en una de las vetustas mesas del Café de Flore. Óscar Domínguez, aunque para ello se viese obligado a alimentar con sus restos una tierra que no era la suya, nos concede lo que el mediocre presente nos niega y lo que el incierto devenir vaya usted a saber. La historia, hermosa, cruel y paradójica, ha querido que una de nuestras esperanzas de futuro descanse varios metros bajo el suelo en un cementerio parisino.

Santiago Díaz Bravo
El Día

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