jueves, 10 de diciembre de 2009

LIBROS FORRADOS

Antaño, cada septiembre, nuestras madres materializaban la maravillosa costumbre de forrar los libros del colegio. Buscaban papeles hermosos, las más de las veces a cuadros, que convertían los fríos manuales de Matemáticas, Lengua Española o Sociales en objetos rebosantes de personalidad. El motivo no guardaba dosis alguna de romanticismo, porque no era otro que preservar la integridad de aquellos caros legajos durante los meses que iban a ser poseídos por unos pequeños pero destructivos seres llamados niños. Luego, con el paso del tiempo, la armonía de los elegantes papeles fue dando paso a unos espantosos adhesivos que dejaban a la luz las todavía más espantosas tapas. Qué se le iba a hacer. Era el progreso.
Cuál sería nuestra sorpresa cuando años más tarde, en los transportes públicos de grandes ciudades como Madrid, advertimos nuevamente la presencia de libros forrados. Pero ya no eran niños quienes los portaban, sino adultos, adultos que una vez fueron niños y con toda seguridad asistieron al colegio con una mochila cargada de libros forrados. Y los trataban con cariño, como si fueran de la familia, así que no parecía que proteger las tapas tuviese demasiado sentido. ¿Los resguardaban del frío? A saber, pero aunque esta sociedad se caracteriza por estar medio loca, no ha alcanzado tal extremo.
Y enseguida advertimos que aquellos lectores de obras desconocidas se violentaban cada vez que les mirábamos por encima del hombro con el ánimo de descubrir a qué título brindaban su atención. Y comprendimos entonces que trataban por todos los medios de preservar su intimidad, la de ellos y la de quienes les hablaban a través de los libros. Eran conversaciones privadas, y como tales nadie debía inmiscuirse, ni siquiera con la mirada.
El forro protegía los libros de posibles accidentes cuando éramos infantes y los protege de las miradas curiosas ahora que somos adultos. En uno y otro caso, un envoltorio es capaz de dotar de personalidad a un objeto que a pesar de la innegable riqueza de su contenido, cumple todos los requisitos de la producción industrial. Porque un libro de un mismo autor, editorial y edición es similar a otro del mismo autor, editorial y edición, igual que las latas de Coca Cola y los Big Mac. Un forro no modifica el contenido de un libro, pero atesora la virtud de lograr que los demás se pregunten qué leemos.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

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