Diego, en una fría celda, aturdido, desconsolado al conocer el fallecimiento de la niña, con la inquietante soledad como única compañera, tuvo que esperar interminables horas para que se esclareciera la verdad y se le restituyese el honor mancillado. Y recuperó la libertad, pero nadie le devolverá a Aitana, a quien adoraba e intentó salvar la vida. Y quién sabe si lo hubiese logrado de habérselo permitido. Tampoco volverá a contemplar su angelical sonrisa la angustiada madre, que en todo momento defendió a su compañero ante un público de oídos sordos. La existencia ya no será igual para ninguno de los dos. Tampoco para los periodistas, que creíamos que en esta profesión estaba todo inventado.
Y es que la contundencia del informe médico que inculpó a Diego, similar a otros cuya veracidad ha sido posteriormente refrendada por la Justicia, no hubiese hecho dudar ni al más radical de los escépticos. Pero eso ahora no sirve de nada, porque la prensa, socialmente necesaria, imperfecta como todo lo humano, está obligada a aprender de éste y otros casos y a convertir sus carencias en virtud. Mientras, valga una sentida disculpa.
Santiago Díaz Bravo
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