sábado, 12 de noviembre de 2011

MONTESQUIEU Y EL FONDO DE REPTILES

No fue Alfonso Guerra quien se topó con el cadáver del Barón de Montesquieu en un rincón de la iglesia de Saint Sulpice. Cuando el entonces vicepresidente del Gobierno de España sentenció que la división de poderes había tornado en un recuerdo, se limitó a constatar el latrocinio cometido por los redactores de la Constitución de 1978, imprudentes al extremo de regalar a las Cortes, indirectamente a los partidos políticos, un bastón de mando absolutista. A pesar de todo, nos quedaban los contrapoderes. Al frente de ellos, comandando la impagable e irreemplazable labor de fiscalizar a la administración y concienciar a las masas, la prensa. De siempre se le denominó cuarto poder, pero aún no había llegado a serlo.
Estos días, como si el destino estuviera empeñado en recordarnos que el signo de los tiempos sigue cambiando, que el cuerpo inerte de Montesquieu, además de lucir yerto, apesta a estas alturas como consecuencia de su ingente putrefacción, que la prensa, ahora sí, se ha convertido en el cuarto poder tras cruzar la calle, nos enteramos de los supuestos pagos indecorosos de un consejero del Cabildo de Tenerife a un grupo de comunicación y a un periodista en particular. En el caso de que esas fundadas acusaciones tomen cuerpo tras superar el tamiz de la Justicia con mayúsculas, si es que aún seguimos confiando en la justicia con minúsculas, nuestro sistema democrático, ese del que tan orgullosos nos hemos sentido durante años, cuando las vacas engordaban sin parar, ese que, como todos los de su ralea, se asienta en los contrapesos, habrá colapsado y de Montesquieu no quedarán ni los restos.
Lo malo sería que los pagos a medios de comunicación y a informadores se confirmasen; lo peor, que con ello se dejaría entrever más de lo que se ve. Lo malo, que la credibilidad de la casta política ni siquiera encontraría acomodo en las alcantarillas; lo peor, que el periodismo le acompañaría en su descenso a las tinieblas. Lo malo, que las sospechas del respetable se convertirían en convicciones; lo peor, que las certidumbres se materializarían en una sensación de traición y abandono capaz de hacer converger en un mismo saco a un sinfín de pecadores y a un grupúsculo de inocentes. Lo malo, la presunción de que los fondos de reptiles forman parte del quehacer diario de los dirigentes públicos; lo peor, la certeza de que los reptiles son dados a poner huevos en una infinidad de recovecos.

Santiago Díaz Bravo
ABC

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