sábado, 11 de febrero de 2012

CANARIAS PAGA A TRAIDORES


«Roma traditoribus non praemiat» fueron las palabras del cónsul Quinto Servilio Cepión cuando Audax, Ditalco y Minuro, lugartenientes de Viriato, líder de los lusos, reclamaron su recompensa tras haber dado muerte al valiente general mientras dormía. Se corresponda dicha frase con la verdad, sea una posterior invención de los cronistas romanos para tapar la vergüenza de tan miserable plan, evidencia a un tiempo el menosprecio con el que históricamente se ha premiado al traidor y el respeto que se brinda al bravo adversario. Dos mil años después, tal sistema de valores permanece intacto en Roma, en la actual Lusitania y, aunque nos cueste creerlo, en las mismísimas Fortunatae Insulae.
La designación de Luz Reverón, ex concejala nacionalista en Santa Cruz de Tenerife, experta en sebadales e inexperta en ordenación urbana, como directora de la administración del Estado en la apacible isla de La Gomera, en justa recompensa por su adiós a las filas de Coalición Canaria —su afiliación al PP es lo de menos incluso para los dirigentes populares—, supone un nuevo caso de traición, pero no al que fue hasta anteayer su partido, inhabilitado, como casi todos, para tirar la primera piedra so pena de sonrojarse, sino a una ciudadanía cada vez más reticente a vincular la actividad política con la coherencia y la honradez. ¿Dónde queda la ideología? ¿Dónde las convicciones si alguna vez las hubo?
Que uno de los sinos del género humano sea la permanente batalla entre un sinfín de demonios interiores no concede patente de corso para pasar del blanco al negro, o viceversa, de un día a otro, y mucho menos para considerar imbécil al respetable y pretender que se lo crea. Un personaje que el lunes blande una bandera y el martes otra, que el jueves abraza unos ideales que el miércoles aborrecía, que el sábado se pliega ante quien el viernes le producía repugnancia, que el domingo sale de paseo con sus nuevos compañeros como si no hubiera pasado nada y acepta la invitación a un suculento helado, se deprecia a sí mismo a la vez que devalúa el antaño noble arte de la política.
Con todo, esos denostados individuos de chaquetas multicolores serían erradicados de la «res publica» con la simple voluntad de que así sucediese. Bastaría con que las organizaciones políticas que les dan cobijo hicieran gala de esos imprescindibles prejuicios que permiten establecer la frontera entre lo decoroso y lo indecente. Y nunca es tarde para rectificar, como bien demostraron los romanos, que cuando menos, y a diferencia de lo que es habitual hoy en día, evitaron jactarse de lo ocurrido.
Santiago Díaz Bravo
ABC

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