domingo, 5 de febrero de 2012

LA LECCIÓN DE SPANAIR


Las vaguedades y ambigüedades de la supravalorada Constitución de 1978 continúan haciéndose presentes 33 años después, en esta ocasión alcanzando el súmmum del dislate: una insensata decisión adoptada por una comunidad autónoma acaba por afectar a todas las demás, especialmente a la que se halla más alejada geográficamente. Porque eso es lo que ha ocurrido con el «affaire» Spanair, se mire por donde se mire y a pesar de que determinados responsables se abrazan a explicaciones peregrinas para justificar el expolio de los fondos comunes y mitigar sus culpas. La Generalitat de Catalunya, aquejada de agudos delirios de grandeza que la han llevado a considerarse no sólo dueña de lo público, sino también preceptora de lo privado, ha protagonizado un sangrante caso de despotismo autonómico. Uno más a sumar a otros tantos que han tenido por escenario esa y otras administraciones, sin que quepa hacer distingo en función de emplazamiento o color político.
Los desvaríos de unos dirigentes que entienden la defensa de lo propio desde planteamientos autárquicos, harto anacrónicos en los albores de la globalización, motivaron que jugasen a ser empresarios sin serlo ni deber serlo, que distorsionaran el mercado en función de espurios intereses políticos, que abocaran a la quiebra a una compañía que podía haber salido adelante en otras manos —Iberia llegó a realizar una oferta—, que cerca de cinco mil personas perdiesen su empleo y, en lo que respecta a Canarias, que el cordón umbilical que enlaza al archipiélago con el exterior haya quedado tan debilitado como dos décadas atrás. La pérdida de plazas aéreas, máxime en un contexto en el que la mayoritaria compra por internet dota de un incontestable poder a la ley de la oferta y la demanda, conllevará un incremento de los precios; la entrada en escena de aerolíneas alternativas de bajo coste, en el caso de que finalmente se decidan a hacerlo, una disminución en la calidad del servicio.
Ante tamaño panorama llama especialmente la atención la tímida respuesta de las autoridades de las islas, tan dadas a poner el grito en el cielo por asuntos más leves. Acaso la afinidad ideológica con los promotores del megalómano proyecto, acaso el reconocimiento subrepticio de que la injerencia en el sector privado no es exclusiva de la casta política catalana, se encuentren detrás de tan introvertida reacción. Y eso no tiene por qué ser malo. A fin de cuentas, la leña del árbol caído jamás ha proporcionado buena lumbre. Lo que sería inaceptable es que mirasen hacia otro lado sin más, desaprovechando la oportunidad de aprender de los errores ajenos.
Santiago Díaz Bravo
ABC

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