miércoles, 3 de noviembre de 2010

PORREROS Y TERRORISTAS

Un 57 por ciento de los votantes de California ha rechazado la legalización de la marihuana, una decisión del todo democrática, qué duda cabe, pero a todas luces injusta. Sencillamente porque la democracia, cuando se excede en sus funciones, se convierte en una suerte de dictadura. Las prohibiciones deben formar parte del entramado social, resultan imprescindibles para una convivencia cívica, pero sólo hallan justificación cuando regulan las relaciones entre un ciudadano y terceros, nunca cuando se aplican a conductas individuales inocuas para el resto de los mortales. Pero éste es un mero punto de partida, porque el empeño numantino de los poderes públicos en mantener fuera de la ley la producción, distribución, venta y consumo de drogas es un diáfano ejemplo de hasta qué extremo es posible tropezar una y otra vez, estúpidamente, en la misma piedra. Resumamos tal cúmulo de despropósitos en tres puntos.

Un craso atentado contra la libertad de los ciudadanos. Los poderes públicos, en el caso de los países democráticos respaldados por la delegación de la soberanía popular, cuentan entre sus obligaciones la salvaguarda de la salud pública, pero ¿dónde se halla el límite? ¿Deben tener potestad nuestros vecinos, indirectamente a través de los parlamentarios, directamente en casos como el del referéndum de California, para prohibirnos que nos desplacemos a un establecimiento comercial, compremos la clase de droga que nos venga en gana y la consumamos donde nos plazca? Si conviniésemos que sí, contaríamos con todas las bendiciones para fundar un movimiento ciudadano que promoviese la prohibición de la bollería industrial, la carne de cerdo, el café y, cómo no, el alcohol y el tabaco, cuyos perniciosos efectos sobre la salud pública superan con creces los que provoca el consumo de drogas ilegales. Y también la ropa de colores chillones, por qué no; y pronunciar la palabra retruécano; y caminar hacia atrás; y mostrar preferencia por un equipo de fútbol que no sea el mayoritariamente apoyado por la ciudadanía. Desde la próxima liga, todos del Real Madrid o todos del Barcelona. Qué estupenda idea convocar un referéndum y, atendiendo al infalible resultado de las urnas, dejar fuera de la ley las muestras de afecto al resto de los clubes. La lista de majaderías sería interminable.  
Las autoridades sanitarias están obligadas a analizar las peculiaridades de los productos de consumo y fijar una serie de parámetros, de obligado cumplimiento por parte de productores, distribuidores y vendedores, que garanticen su calidad. Tienen el deber, asimismo, de informar a los ciudadanos, con esmero y reiteración, de los riesgos y efectos secundarios que se hayan detectado, pero está fuera de todo lugar que invadan la libertad de individuos mayores de edad y en sus cabales para impedirles que ejerzan su derecho a tomar sus propias decisiones y obrar en consecuencia. Hacerlo no pude considerarse sino un atentado a la libertad de pensamiento que fija el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, en el caso de la Constitución española de 1978, a los artículos 16 y 20.
Bien al contrario, nos hallamos ante la paradoja de que la prohibición supone en la práctica una reprobable desidia por parte de las autoridades, toda vez que el empeño en mantener el carácter ilegal de las drogas impide que se controle su calidad y facilita que tal mercado, del que se nutren millones de consumidores, se encuentre a merced de delincuentes transformados en alquimistas de andar por casa, las más de las veces duchos en todo tipo de adulteraciones con sustancias malsanas.

Una batalla onerosa y perdida de antemano. Respondamos a tres sencillas preguntas: ¿cuántas décadas llevan los Estados luchando contra el tráfico y consumo de drogas? ¿Cuánto dinero se han gastado? ¿Qué avances se han logrado? Las respuestas son harto contundentes y no dejan bien parados a los sucesivos gobiernos, porque a pesar de que la persecución de las redes del narcotráfico se remonta a 60 años atrás, pese a que se han destinado ingentes cantidades de dinero a tal fin (si bien menos del que hubiesen ingresado las haciendas públicas en concepto de impuestos tras una legalización), en cualquier ciudad del mundo es posible comprar prácticamente cualquier droga ilegal, la ampliación del catálogo de sustancias estupefacientes poco tiene que envidiar a la de un supermercado al uso y el número de consumidores crece de forma exponencial. Lo realmente paradójico es que, ante tal panorama, aún sean pocas y tímidas las voces que claman por revisar el actual modelo de relación entre sociedad y droga.
Pero no caigamos en el error de considerarnos unos iluminados, porque en petit comité, en los cenáculos ajenos a los ojos de la opinión pública, los prebostes políticos llevan años sopesando los pros y contras de una posible legalización. Y los pros ganan por goleada, pero a cambio de un coste electoral impredecible porque, como en tantos otros asuntos en los que el interés partidista prevalece sobre el sentido común, tomar una determinada decisión conllevaría el enfrentamiento directo con fuerzas políticas opositoras (aunque no pocas de ellas aplaudirían la legalización de puertas adentro y con la boca chica), grupos sociales conservadores y gobiernos de países vecinos.
Los ciudadanos de los países más poderosos del mundo contemplan incrédulos la ineficacia con la que sus gobiernos se enfrentan al 'problema' de la droga, pero en el subconsciente colectivo se ha instalado la convicción de que si se cejase en tal lucha, la situación empeoraría y las nuevas generaciones convertirían sus países en una suerte de Gomorra. No caen en la cuenta de que legales o ilegales, basta con que sus hijos salgan de casa con diez, veinte, cincuenta euros en el bolsillo y caminen un par de manzanas para que puedan adquirir cualquier tipo de sustancia, las más de las veces sucedáneos adulterados, más perjudiciales para la salud que cualquier narcótico puro.
En Holanda, una rara avis con un curioso modelo de tolerancia del cannabis y sus derivados, cuya distribución permanece penada pero la venta y consumo se han legalizado, el número de consumidores de dichas drogas es menor que el de países como España o los Estados Unidos, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En no pocas ocasiones, los miedos paralizan el sentido común.


Una fuente de financiación para las mafias internacionales y las organizaciones terroristas. Imaginemos por un momento que a los gobernantes de México, un país que vive inmerso en algo parecido a una guerra civil entre bandas de narcotraficantes, ante las que una policía inoperativa y corrupta apenas puede hacer frente, se les apareciese la Virgen de Guadalupe y les instase a legalizar la producción, distribución, venta y consumo de drogas. En un principio, tal decisión se traduciría en un duro golpe para la economía nacional: los sicarios colapsarían las oficinas de desempleo y unas cuantas funerarias presentarían suspensión de pagos, pero a la larga los beneficios para la nación, sociales y económicos, permitirían refundar un estado cuyos cimientos se tambalean como consecuencia del protagonismo adquirido por los clanes criminales.
A estas alturas los servicios de inteligencia han eliminado cualquier tipo de duda al respecto: la mayor parte de las grandes organizaciones delictivas y los más sanguinarios grupos terroristas tienen en el tráfico de drogas una de sus principales fuentes de financiación. Para que no deje de serlo, basta con que las naciones más prósperas, donde se concentran la mayoría de los consumidores, mantengan la ilegalización de las drogas.¿Conoce usted alguna mafia internacional especializada en el tráfico de naranjas? ¿De melones? ¿De sandías? ¿De papas? 
Sin desearlo, aunque a sabiendas de ello, los Estados colaboran en el sostenimiento de buena parte de las estructuras criminales y terroristas por su empecinamiento en no reconocer el fracaso de unas políticas antidroga tan anacrónicas como absurdas, costosas, ineficaces y contraproducentes. Mala táctica la de dar de comer al enemigo. Probablemente la decisión que afectaría en mayor medida a una organización como Al Qaeda, al punto de sesgar sensiblemente su capacidad operativa, sería la legalización de las drogas. Tanta importancia ha adquirido el tráfico de tales sustancias en sus planes que la propia Drug Enforcement Administración (DEA) estadounidense ha confirmado la existencia de relaciones entre los radicales musulmanes del norte de África y las FARC colombianas con vistas a facilitar la entrada de cocaína en Europa.

Por todo ello, tras el resultado del referéndum celebrado ayer en California, y aunque justo es reconocer que el simple hecho de haber convocado la consulta popular supone un significativo avance, las cosas seguirán como hasta ahora. Quien desee consumir cannabis u otra droga en Los Ángeles, San Francisco o cualquier ciudad de ese Estado lo seguirá haciendo, la administración continuará destinando recursos públicos a una guerra que jamás ganará y buena parte del dinero que recauden los traficantes irá a parar a las cuentas de las grandes organizaciones criminales. Una vez más, los prejuicios han podido con todo.

Santiago Díaz Bravo

No hay comentarios:

Publicar un comentario