sábado, 17 de septiembre de 2011

LAS CONSECUENCIAS DE UNA INDEFINICIÓN HISTÓRICA

Cuando Manuel Fraga Iribarne, uno de los padres de la Constitución de 1978, lanzó la idea de la administración única en un discurso ante el Parlamento gallego el 10 de marzo de 1992, ya era demasiado tarde. Por aquel entonces los gobiernos autonómicos se hallaban inmersos en una descontrolada carrera para conformar un ejército de funcionarios y habían constituido en algunos casos, proyectaban en otros, todo tipo de instituciones que tomaban como referencia el organigrama estatal, a veces rozando el esperpento.
La extrema falta de imaginación de las Cortes a la hora de diseñar el Estado de las autonomías, un modelo que promovía en la práctica un sistema cuasi federal, pero mantenía los viejos pilares administrativos, se tradujo en la creación de diecisiete miniestados cuya estructura imitaba en lo esencial el diseño del poder central, o lo que es lo mismo: el texto que legitimaron los españoles el 6 de diciembre de 1978 asentó los cimientos para que tanto las organizaciones nacionalistas, las de siempre y las recién llegadas, como las delegaciones regionales de los partidos de ámbito nacional perseveraran en el desarrollo de diecisiete modelos que se asemejasen al estatal.
El resultado no ha podido ser más anacrónico y sinsentido: la estructura del Estado se ha mantenido en todo su esplendor y en algunas áreas incluso se ha agigantado; al mismo tiempo, las autonomías han ido asumiendo competencias y medios. De forma inexplicable, en ningún momento se ha producido un intento serio de simbiosis que compatibilice esfuerzos y objetivos. Como cualquier familia mal avenida, cada cual ha marchado por su lado.
El texto constitucional, por lo demás un instrumento que se ha revelado útil para superar las heridas de la Guerra Civil, ha patrocinado de forma involuntaria, con unas devastadoras consecuencias para la hacienda pública, una duplicidad administrativa que ha alcanzado extremos caricaturescos. En la práctica, España se ha convertido en una suma de 18 estructuras gubernamentales en permanente conflicto de intereses y cada vez más ajenas unas a otras.
Dicho paisaje político ha devenido en bretes como el de la disparidad de los límites de endeudamiento y en galimatías como el de las calificaciones crediticias, en el que Canarias ha salido tan mal parada. Pero nada sería más injusto que adjudicar todas las culpas a los actuales gestores porque, como reza el dicho, aquellos polvos trajeron estos lodos, y la situación que hoy sufrimos, en las islas y en el resto de la nación, mucho tiene que ver con las decisiones que se adoptaron 33 años atrás.

Santiago Díaz Bravo
ABC

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