La
democracia, el más justo y menos dado a los excesos de los sistemas
políticos, cuenta entre sus grandezas la posibilidad de que cualquier
ciudadano acceda a cargos de representación pública. Esa imprescindible
apertura de la maquinaria de mando no se topa con más filtro que el de
la nacionalidad y las sanciones penales y administrativas. Listos y
tontos, hábiles e incapaces, honrados y corrompidos, tienen las puertas
abiertas de par en par para convencer a sus iguales de que se hallan
ante la persona idónea para manejar el timón de la nave. En tal
tesitura, la virtud corre el riesgo de tornar en decadencia.
La
mayoría de los ciudadanos que hoy en día se adentran en el laberinto
político carecen de un bagaje vital, profesional y académico lo
suficientemente extenso para ser plasmado en más de siete u ocho líneas
de texto. Deciden dedicarse a tan honroso menester a muy temprana edad,
las más de las veces ingresando en organizaciones juveniles vinculadas a
partidos políticos poderosos, y a pesar de que en muchos casos atesoran
el deseo de mejorar su entorno, la disciplina ideológica cuasi militar
que caracteriza a tales organizaciones acaba matando cualquier atisbo de
disentimiento.
El
objetivo de los partidos es acaparar poder, el máximo posible y durante
el mayor tiempo posible, porque el poder resulta imprescindible para
justificar su propia existencia. En ocasiones, la única vía para
lograrlo es exprimir las leyes, independientemente de cuál haya sido la
voluntad de los electores y de si los necesarios aliados se encuentran
en el vecindario o en las antípodas ideológicas.
Esas
ansias de mando inmediato explican paisajes políticos como el que puede
contemplarse estos días en el Cabildo de El Hierro, donde PSOE y PP se
han unido para apartar del poder a la nueva presidenta nacionalista,
cuya toma de posesión ha sido tan reciente, su gestión tan exigua, que
sus verdugos han sido incapaces de argüir una sola razón de peso para
justificar tamaña celeridad a la hora de guillotinarla.
El
asalto al poder al menor resquicio, desde el mismo momento que las
matemáticas políticas lo hagan posible y sin atender a situaciones
reales de desgobierno, se ha convertido en un fenómeno intrínseco a la
política canaria cuyos detractores probablemente mañana se conviertan en
cómplices. Y viceversa. Y precisamente por ello, porque las hemerotecas
existen, resulta tan grotesco escuchar los lamentos de quienes se
rasgan las vestiduras por la actitud de unos consejeros insulares cuyo
único pecado es seguir las enseñanzas del padre.
Santiago Díaz Bravo
ABC
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