sábado, 14 de enero de 2012

CONSUELO DE TONTOS


En los estertores de la década de los 80, casi cada mañana durante tres años, los mismos que residí en la calle Hermosilla de Madrid, desayuné en la cafetería Amazonas, un pequeño establecimiento atendido por cuatro camareros donde servían, a un precio inmejorable, un generoso zumo de naranja y unas deliciosas tostadas. Veinte años después, cada vez que visito la capital, suelo parar en el Amazonas, si no con vistas a desayunar, al menos con la intención de tomar un café y sumergirme unos instantes en los reconfortantes aromas del pasado. Allí siguen tres de aquellos cuatro camareros, más orondos, encorvados y canosos —adivino que ellos me verán a mí de la misma guisa—. El cuarto se jubiló hace un lustro.
Jamás les he preguntado la razón por la cual permanecen detrás de esa barra, cómo es posible que en veinte años no se hayan decidido a cambiar de trabajo, ni ellos ni la mayoría de los camareros y cocineros de los bares, cafeterías y tabernas que frecuentaba en mi etapa de estudiante a lo largo y ancho de aquella fascinante ciudad. En cualquier caso, no hace falta indagar demasiado. Los motivos resultan obvios: un sueldo cuando menos aceptable y unas condiciones dignas.
Ese vivificante paisaje humano que caracteriza a los establecimientos hosteleros y de restauración de Madrid, por extensión a los de muchos otros enclaves de la España peninsular, dista un abismo del que contemplamos en Canarias, donde las pésimas condiciones laborales obligan al profesional a convertirse en una suerte de nómada condenado a errar de por vida. La búsqueda de un nuevo destino, qué remedio, aunque siempre con la incertidumbre de si realmente mejorará lo que parece fácilmente mejorable, se convierte en su principal objetivo desde que asienta las posaderas en una determinada colocación. En tal tesitura, el correcto servicio al cliente se torna en un poder pero no querer. A fin de cuentas, de tontos sería dejarse la piel a cambio de tan poco y a sabiendas de que sus días entre esas cuatro paredes se hallan contados.
Es esa la razón por la que me asalta la sonrisa cada vez que los sabiondos se refieren al turismo y sus aledaños como la gallina de los huevos de oro. Hoteles, apartamentos, bares, restaurantes, salas de fiesta, emplean a cientos de miles de canarios, quién lo duda, pero no es menos cierto que el deslumbramiento provocado por tales cifras impide advertir la flagrante precariedad de esos cientos de miles de empleos. Mejor que nada, por supuesto. Consuelo de tontos, también.
Santiago Díaz Bravo
ABC

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