La presión policial primero, que agobió hasta extremos insoportables a la organización criminal, sobre todo en las épocas en las que se dispuso de la colaboración sin cortapisas de Francia, y más tarde la ley de partidos, que ilegalizó a Herri Batasuna y con ello eliminó de cuajo su estatus social y su principal fuente de ingresos: la gestión municipal, han hecho posible que hoy veamos más cerca que nunca el final de este colectivo mafioso. No nos engañemos: ETA no se va porque quiera, sino porque no le queda otro remedio después de perder batalla tras batalla contra las fuerzas policiales y recibir la puntilla de la ley, que sacó de la circulación a sus secuaces.
El ambiguo comunicado hecho público ayer no es sino el patético reconocimiento de la claudicación ante el sentido común, la fuerza de la democracia y la vida misma. La declaración de tregua permanente es la búsqueda de una salida digna a la derrota después de que el Gobierno de Rodríguez Zapatero abriera una válvula de escape de consecuencias, no obstante, aún imprevisibles. A él, y a José María Aznar, y a Felipe González, y a Leopoldo Calvo Sotelo, y a Adolfo Suárez, y a tantos y tantos cargos políticos, judiciales y policiales que han blandido la bandera de la libertad hay que agradecerles hoy sus esfuerzos para que los asesinos se retirasen al siniestro rincón que les reserva la historia de España y de Euskadi. Y hoy más que nunca se hace necesario mirar hacia arriba y decirles a las 851 víctimas mortales que su sacrificio no ha sido en vano, que finalmente, a favor de todo pronóstico, han ganado la guerra.
Santiago Díaz Bravo
El Día
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