jueves, 27 de enero de 2011

LA RESURRECCIÓN DE NAGUIB MAHFUZ

Las cosas no ocurren porque sí. Detrás de cada acción humana, individual o colectiva, se esconde un pasado plagado de desencadenantes. La revolución social que ha logrado acabar con la dictadura tunecina, el multitudinario movimiento ciudadano que trata de derrocar al régimen de Hosni Mubarak en Egipto, no son meras consecuencias de un hartazgo provocado por unas economías en evidente declive y una asfixiante carencia de libertad, el más ansiado alimento del alma humana. En la antesala de ambos levantamientos, y de los que probablemente se materialicen en otros países del Magreb en las próximas semanas y meses, se amontonan unos cuantos gérmenes, entre ellos la literatura, acaso la mejor medicina para remover conciencias y poner en marcha la maquinaria de la reflexión, capaz de tornarse a posteriori en la necesaria energía para el funcionamiento del músculo revolucionario.
La universalidad de las letras ha favorecido que tunecinos, egipcios, argelinos o marroquíes beban de autores europeos, americanos y asiáticos, pero sin olvidar a los escritores autóctonos, entre quienes destaca el gran Naguib Mahfuz. La concesión del Premio Nobel en 1988 a este literato nacido en El Cairo en 1911, la misma ciudad donde murió en 2006, doce años después de sufrir un atentado integrista, permitió no sólo que el mundo descubriera a un excelente escritor, sino, sobre todo, que se adentrara en una sociedad sobre la que se cernían toda suerte de prejuicios e injustos tópicos.
Obras tan excelsas y llenas de vida como El callejón de los milagrosEntre dos palacios,Hijos de nuestro barrio o Palacio del deseo nos abrieron la puerta a una civilización hasta entonces desconocida y desde ese momento fascinante. La propia concesión del más importante galardón de las letras universales a un escritor egipcio se convirtió en una sorpresa mayúscula, como si a nadie se le hubiese pasado por la cabeza que el otrora reino de los faraones pudiese parir a un escritor mayúsculo.
Mahfuz, que ansiaba un Estado donde modernidad y religión conviviesen en armonía, mantuvo durante su prolífica carrera un complicado equilibrio entre dos aguas. Los islamistas radicales le detestaban al extremo de haber intentado matarlo; los gobernantes lo aceptaban a regañadientes, sobre todo tras la concesión del Nobel, sin que ello impidiese la prohibición de algunas de sus obras. A pesar de ello, o precisamente como consecuencia de tan rocambolesca situación, el padre de Jan Aljalili, otra de sus célebre creaciones, se ha convertido en mucho más que un escritor, nada menos que en el cronista capaz de dar a conocer  a un pueblo con el que, para sorpresa de los occidentales, nos unen más cosas que las que no separan. Tal vez el mayor mérito de Naguib Mahfuz a ojos de Occidente haya sido dejar claro de una puñetera vez que el ser humano, viva donde viva, profese la religión que profese, comparte las mismas virtudes, idénticas miserias y similares aspiraciones.
Viendo estos días los noticiarios de la televisión y leyendo los periódicos, da la impresión de que los astros se han confabulado para que miremos hacia el Nilo y no sumerjamos en las maravillosas mentiras que nos ha legado el más grande de los escritores árabes.
Santiago Díaz Bravo
Creativa Canaria

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