viernes, 19 de agosto de 2011

CRÓNICA DE UN COSMOPOLITA PUEBLERINO


Ayer fue un día como otro cualquiera. Al saltar de la cama el frío me atenazó. Incluso en pleno estío, el frescor de la mañana orotavense no se permite tomar vacaciones. Luego a trabajar, y tras cumplir con los deberes del abnegado asalariado, un ligero guiso de pescado en un restaurante de Las Aguas recomendado por unos conocidos. Magnífico, como era previsible. Si acaso, poco abundante. Para la sobremesa, nada más idóneo que un paseo por la siempre animada Avenida de Colón, punto neurálgico de la vorágine portuense y escenario sin parangón para contemplar el siempre atractivo teatro de la vida. Pero antes un café en una soleada terraza realejera y una visita fugaz a un vivero de Santa Úrsula, que las rebajas hay que aprovecharlas y las horas de luz parecen extenderse como un elástico. Tanto que el adiós del astro rey nos sorprendió contemplando el mar desde un incomparable mirador del Puntillo.
Tan anodina resultó la jornada, tan convencional, que el guión de mi existencia, como los guiones de tantas otras existencias, tomó por escenario nada menos que seis municipios, cada uno de ellos con sus respectivas autoridades, policía, servicio de limpieza, polideportivo, centro cultural y depósito para vehículos vilipendiados por la grúa. Y no es que me haya empeñado en conocer mundo, que no sería mala cosa, sino que mi cotidianidad, como la de miles de canarios, deja en evidencia una división territorial anacrónica, respetuosa sin duda con las circunstancias que convergían en los menceyatos guanches, pero alejada de la realidad de un siglo XXI que se ríe de las fronteras igual que el XX se carcajeó de las distancias.
Los ciudadanos hemos vuelto a hacer vieja a la administración, que una vez más ha olvidado el carácter dinámico de una contemporaneidad cambiante, capaz de reinventarse y regenerarse cual cola de lagarto. Nada queda de aquellos tiempos en los que el pueblo natal tornaba en una suerte de nido inexpugnable que apenas se abandonaba de año en año. Poco de aquel sentimiento de pertenencia al exiguo territorio que dividía dos profundos barrancos.
Si Italia nos regaló los mimbres del Estado moderno, sus avanzados y aún vigentes textos jurídicos, sus bellas obras renacentistas, sus magistrales sones operísticos, su deliciosa pasta; si tan agradecidos y entusiasmados nos mostramos ante tan acertados presentes, ¿por qué motivo íbamos a perder la oportunidad de hacer nuestra esa brillante idea de fusionar un sinfín de ayuntamientos?

Santiago Díaz Bravo
ABC

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