So
pena de ser considerados en extremo sensacionalistas, pocos guionistas
hubieran convertido al Reino Unido en una nación sumida en la violencia y
el caos, de la misma forma que ni por asomo hubieran tomado en cuenta a
la plácida Noruega a la hora de encontrar acomodo a un macabro acto
terrorista. Sin embargo, lo advirtiéramos o no, ambos países contaban
con sobradas condiciones para tamaños desmanes. En el primer caso
hubiera bastado con echar un vistazo a las cifras de desempleo de los
suburbios; en el segundo con otorgar carta de naturaleza a las
advertencias de la legión de literatos que beben de las fuentes de la
realidad y llevan años dibujando un panorama de decadencia social y
fortalecimiento de los sectores radicales. Y es que las cosas no acaecen
porque sí, de la noche a la mañana, sin que previamente se emitan
señales que avisen de posibles riesgos.
Atendiendo
a las peculiaridades que se quiera, obviando paralelismos
fantasmagóricos y dando por hecho que el paisaje social es harto
diferente, el índice de desempleo juvenil del barrio londinense de
Tottenham, origen de las revueltas que han asolado el Reino Unido,
alcanza el 25 por ciento, unos 15 puntos por debajo del que registra
Canarias. Cierto es que la diversidad de nacionalidades, religiones y
formas de entender el mundo que confluyen en estas islas difiere
considerablemente del complicado puzle étnico británico, y también que,
por fortuna, ni la policía se ha excedido en sus atribuciones ni tiene
por qué ocurrir tal hecho, pero la señal de peligro existe, y obviarla,
además de una irresponsabilidad, devendría en una temeridad.
Según
el Instituto Canario de Estadística, 16.000 hogares sobreviven con
menos de 6 euros al día, unas cifras que se quedan en anécdota debido al
considerable peso de la economía sumergida, a Dios gracias soporte de
no pocas familias, pero la desestructuración social provocada por el
descalabro económico comienza a resultar evidente. La luz de alarma hace
tiempo que parpadea y los poderes públicos están obligados a centrar
sus esfuerzos en la generación de empleo, pero también en la atención de
los casos de extrema necesidad que afloran en tantos rincones. Eso
supone gasto, dinero, fondos a detraer de otras partidas. Si alguna vez
han tenido razón de ser los departamentos de asuntos sociales es ahora,
justamente cuando algunos parecen empeñados en convertirlos en los
parientes pobres de unas administraciones renqueantes. La alternativa
acaso sea ordenar a los cuerpos policiales que pongan sus barbas a
remojar.
Santiago Díaz Bravo
ABC
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