martes, 6 de marzo de 2012

MI PRIMERA VEZ


Allá por el año 2002, cada mañana abandonaba durante veinte minutos mi despacho en el barrio de Vegueta para dirigirme a una entrañable cafetería en la calle Reyes Católicos, donde daba buena cuenta de un café con leche, un pincho de tortilla y un modesto zumo de naranja. Día sí, día también, desembolsaba 230 pesetas por mitigar la gazuza matutina, a las que se sumaban otras 20 que iban a parar a un nutrido bote. Los fines de semana solía desplazarme a Tenerife, donde, en parte por aminorar los gastos del viaje, en parte porque la pitanza bien lo merecía, visitaba con frecuencia un recóndito guachinche en los altos de Santa Úrsula. Allí, rendir homenaje a Dionisos y colmar con desmesura  las oquedades del estómago suponía abonar en torno a 600 pesetas. Tan módica resultaba la cuenta que la propina fluía con sobrada generosidad.
Pero una mañana que creía como las demás, grata y fructífera, plácida y soleada, a estas alturas de aciago recuerdo, el hasta entonces amable camarero de Reyes Católicos cometió la osadía de reclamarme dos euros. Fue mi primera vez. Tras ordenar a unas atrabancadas seseras que realizaran una sencilla operación matemática, aplasté sobre el mostrador un par de lustrosas monedas con la efigie de Su Majestad, expresé con tono airado mis críticas hacia el café con leche cuasi frío, la tortilla poco hecha y un zumo que, en lugar de con naranjas, parecía haber sido elaborado con limones, y puse asfalto de por medio. Para mi disgusto, el episodio se repetiría días más tarde en el remoto figón chicharrero, que, iluso yo, imaginaba ajeno a la locura monetaria que acababa de invadirnos.
De nada sirvió que los gobiernos europeos se apresuraran a divulgar a los cuatro vientos una imperceptible inflación, a buen seguro con los dedos cruzados detrás de la espalda; de nada que entonces, ahora y probablemente dentro de un mes, dos meses, un año, dos años, los prebostes de las finanzas santifiquen al euro a pesar de todos los pesares. Usted y yo sabemos que aquel fue el principio de nuestros males, máxime en una comunidad como la canaria, caracterizada por unos sueldos exiguos y especialmente sensibles a los encarecimientos.
En pocas ocasiones macroeconomía y microeconomía se han hallado tan distanciadas. La primera, en manos de quienes adoptan las grandes decisiones y, ocurra lo que ocurra, se niegan a reconocer sus errores, desvaríos y precipitaciones, cuanto más a rectificar; la segunda, condenada a asumir las miserias de la primera, con el pataleo como único recurso y sumida en la añoranza de aquellos tiempos en los que dejábamos propina.

Santiago Díaz Bravo
ABC

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