sábado, 31 de diciembre de 2011

NARANJAS


De entre las variopintas vivencias que me narró mi añorada madre acerca de la Canarias de la guerra y la posguerra, una de las que más me impresionó fue la de las naranjas. Una mañana de Reyes, cuando apenas levantaba unos palmos del suelo, ella y sus hermanos, con la salvedad de Guillermo, el mayor, a quien la batalla del Ebro había arrebatado la vida, se despertaron con una inimaginable sorpresa: Sus Majestades de Oriente habían tenido a bien obsequiarles con una bolsa de lustrosas naranjas. La alegría debió ser tan descomunal en aquel hogar de campesinos embargado por el dolor y el desconsuelo, la dicha alcanzar tal extremo, que ocho décadas después aún se le iluminaban los ojos cada vez que lo contaba.
Año tras año, el 6 de enero, mientras pasaban de unas manos a otras llamativos paquetes que envolvían elegantes prendas de todas las tallas y colores, virtuosos electrodomésticos, brillantes relojes o sofisticados ingenios informáticos, mi madre encontraba cualquier excusa para hablar de las naranjas. No se advertía en sus palabras nostalgia, desaire o desagrado, y mucho menos reproche. Su único empeño era hacer ver a aquellos acomodados jovenzuelos que las cosas no habían sido siempre de color de rosa, que antaño los niños sonreían por mucho menos porque apenas tenían algo, que debíamos ser conscientes de lo bien que nos había tratado la historia.
Carambolas de la vida, días atrás, atrapado en un infernal atasco a las puertas de un centro comercial orotavense, advertí la presencia en el arcén de una furgoneta coronada por un cartel que rezaba Se venden naranjas. Nadie le hacía caso. Ni uno solo de los ansiosos conductores que hacían las veces de papanoeles o reyes magos parecía interesado en aquellos frutos. Tanto quienes accedían al estacionamiento como quienes regresaban a casa con los maleteros rebosantes de bultos pasaban de largo sin detenerse. Tal circunstancia me evocó, una vez más, el relato de las naranjas, y además de apartar mi coche a un lado y comprar una bolsa —deliciosas, por cierto—, me puse por obra trasladárselo a ustedes.
Y no es que me haya decidido a hacerlo guiado por un ataque de nostalgia, y mucho menos albergo la intención de reprocharles algo. Mi único objetivo es recordarles, igual que lo hacía mi madre, que hubo épocas difíciles, que la buena suerte no dura todo el tiempo y que si por algo se caracteriza la historia es por su irrefrenable tendencia a ir dando bandazos.
Santiago Díaz Bravo
ABC

1 comentario:

  1. En el Reino Unido todavía perdura la costumbre de insertar alguna naranja, o mejor aún, una mandarina, como recuerdo de tiempos pasados, más difíciles en lo económico, cuando naranjas y mandarinas eran algo exótico (y caro). Por supuesto, el colmo de los lujos era recibir un plátano de Canarias.

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