jueves, 14 de febrero de 2008

PROHIBIDO TRABAJAR


Las sociedades no progresan porque sí, sino que lo hacen de forma directamente proporcional a las capacidades de los ciudadanos que forman parte de ellas. La principal diferencia entre un país como Alemania, motor productivo de Europa a pesar de haber padecido dos cruentas y destructivas guerras, y otro como Ruanda, por citar un ejemplo de desvertebración social y económica, no radica, huelga decirlo, en que unos son arios y otros negros, ni en la mejor o peor suerte de estos o aquellos, que la de los germanos ha sido bastante horrenda. Si la RFA salió adelante tras la Segunda Guerra Mundial fue gracias a la ayuda financiera de los Estados Unidos y, sobre todo, a la existencia de un tejido humano capaz de aplicar sus vastos conocimientos en derecho, biología, medicina, ingeniería, química, arquitectura, electricidad, fontanería, carpintería, albañilería o agricultura, lo que posibilitó la creación de empresas innovadoras con un elevado nivel de competitividad. En sólo unas décadas, la pericia profesional de buena parte de la población volvió a situar a la Alemania occidental a la cabeza del viejo continente. La suculenta ayuda aportada por los aliados no habría servido de nada si se hubiese topado con un muro de incompetencia laboral como el que caracteriza a la mayoría de los países infradesarrollados de América del Sur, África y Asia, donde la carencia de expertos en las diferentes materias del conocimiento ha impedido el asentamiento de unas bases económicas sólidas y con perspectivas de desarrollo. Hasta tal extremo llega la importancia de los profesionales en los índices de bonanza económica que la única salida para buena parte de los estados del denominado tercer mundo pasa por la “importación” de cerebros, bien motu proprio, bien mediante la implantación de empresas foráneas. Precisamente por ello, porque el progreso económico de cualquier territorio, y consiguientemente el social, pasa en buena medida por la existencia de especialistas nativos, y en el caso de que falten por su reclutamiento, existe el riesgo de que las medidas proteccionistas sobre el empleo que pretende aplicar el Gobierno canario acaben por desvalorizar el tejido productivo. Si las ventajas para la contratación de isleños llevan al gerente de un hospital a decantarse por un ginecólogo residente en Arrecife por el mero hecho de serlo, a pesar de que cuenta sobre su mesa con un currículum infinitamente más brillante de un ciudadano de Bruselas, la sanidad canaria perderá una magnífica oportunidad de mejorar. Y lo mismo ocurrirá con la ingeniería, y con la arquitectura, y con la agricultura, y con la construcción, y con el comercio… Tal vez haya llegado el momento de eliminar de entre nuestras sienes la idea de que quienes arriban al Archipiélago lo hacen para arrebatarnos los puestos de trabajo, aunque sólo sea porque en no pocos casos la aportación profesional de los recién llegados supera con creces a la de los locales, y de ello, con total seguridad, nos beneficiamos todos. Por eso y porque un sistema de acceso al empleo en exceso proteccionista está abocado a convertirse en una puerta abierta al triunfo de la mediocridad.


Santiago Díaz Bravo
La Gaceta de Canarias

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