jueves, 22 de julio de 2010

LA FUMADORA DEL ATLANTE

Hace más de treinta años, en el tristemente desaparecido Teatro Atlante de La Orotava, un adusto acomodador de avanzada edad interrumpió a voz en grito la proyección de la película para recriminar a una mujer que fumase. No porque estuviese prohibido encenderse un pitillo, que antaño las películas se veían entre esquirlas de humo, sino porque, atendiendo a su recto entender, las mujeres no debían fumar. De nada sirvió que el marido de aquella moderna señora intercediera para mostrar su desagrado por la actitud del supervisor, ni siquiera que proclamase que él, como legítimo esposo ante los ojos de Dios y de la patria, le había concedido el privilegio de emular la arraigada costumbre masculina de sostener un cigarrillo entre los labios. Al matrimonio, empeñado en no transigir ante la exigencia de que la esposa se atuviese a los buenos modales, no le quedó otro remedio que abandonar la sala sin enterarse del desenlace de la cinta.
Esta anécdota, no tan pretérita, porque tres décadas no son nada, y que con seguridad se repitió con mayor o menor extravagancia en otros pueblos y ciudades de la España postfranquista, sólo tendría cabida en los tiempos que corren en un baúl de recuerdos cutres y casposos. Mi amigo Félix y yo, que con apenas 10 años de edad presenciamos aquella pintoreca escena, salimos del Atlante sin tener del todo claro quién tenía la razón, y ello a pesar de que, al igual que el resto de los infantes del pueblo, detestábamos al grotesco vigilante con todas nuestras fuerzas. Hoy en día sólo los más antediluvianos vecinos de este país, una ridícula minoría, verían con buenos ojos una vejación de tamaña magnitud.
Tanto la igualdad entre sexos y entre opciones sexuales como la aceptación, sin ambages, de aquellos ciudadanos considerados en otras épocas diferentes y hasta socialmente extravagantes, se han convertido en irrenunciables logros para una aplastante mayoría de los españoles. En algunos ámbitos la legislación ha superado con creces las expectativas más optimistas de los otrora marginados, tornándose incluso en referencia para países más duchos en las lides democráticas. Si actitudes como la del acomodador se consideraban dentro de la normalidad a finales de los setenta y principios de los ochenta, en la actualidad un incidente de este tipo se transformaría de inmediato en una noticia de alcance nacional. Y su protagonista en un esperpéntico hazmerreír.
El ejemplo es equiparable al incidente ocurrido hace unos días en el restaurante de Madrid donde dos lesbianas, tras besarse, sufrieron los insultos y supuestamente los golpes de un violento anciano. Gracias a que los tiempos han cambiado, y a que el presunto agresor abandonó precipitadamente el establecimiento antes de que llegase la policía, pudieron comer con cierta tranquilidad. El hecho de que los más importantes medios de comunicación hayan recogido el suceso evidencia lo extraño que resultan tales acontecimientos en una sociedad cada vez más secular, tolerante y respetuosa con los derechos civiles. Y si la noticia llega a oídos de la pareja que hace más de treinta años abandonó el Atlante antes de que acabase la película, probablemente sienta envidia hacia los dos niños que se sentaban a pocos metros, porque tuvieron la suerte de crecer en un país mucho más civilizado.


Santiago Díaz Bravo

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