viernes, 30 de julio de 2010

EL ESPECTÁCULO DE LA VIDA

Grabación del programa 'Españoles en el mundo'

Una vez concluida la agotadora jornada laboral, tras cocinar para un ejército, lavar a mano kilos y más kilos de ropa y dejar los suelos como una patena, nuestras madres y abuelas se sentaban bajo el quicio de la ventana para observar a quienes transitaban por la calle. Si las obligaciones domésticas se lo permitían, podían pasarse horas acechando los andares de unos y otros. A ratos cuchicheaban con alguna vecina que se paraba a saludar, por lo general cuidándose de no levantar la voz, acerca de los dimes y diretes del pueblo. A escasos metros, nuestros padres y abuelos se arremolinaban junto a un grupo de amigos en cualquier taberna, en torno a un vaso de vino, para comentar las andanzas de éste o aquel. Cada vez que se abría la puerta del establecimiento, los ojos de los presentes se fijaban en el recién llegado, argumento más que sobrado para entablar una nueva conversación.
A lo largo de los siglos, las personas, sus vidas, sus alegrías y miserias, han sido el principal objeto de distracción de hombres y mujeres. Cuando el cinestas Pedro Almodóvar afirmó que el devenir de cualquier ciudadano podía convertirse en el guión de una película, no descubrió nada nuevo. Sólo durante unas décadas a lo largo de la historia, las que han coincidido con la eclosión del más invasivo y determinante de nuestros electrodomésticos, la televisión, se ha modificado dicha tendencia. Porque la televisión se convirtió en una nueva ventana, más cómoda, más servicial, que nos llevaba hasta el mismísimo salón otras vidas. Pero no eran vidas reales, porque este moderno aparato, heredero del teatro y del cine, convirtió la ficción en su principal quehacer, y junto a los actores, sólo las celebridades lograron hacerse un modesto hueco en esa nueva realidad. Políticos, cantantes, deportistas, astronautas, periodistas, escritores, científicos, asesinos en serie, también se tornaron en habituales invitados a las reuniones familiares. Mientras, las ventanas de toda la vida, las que daban a la calle, permanecían cerradas a cal y canto y los transeúntes se quedaban sin público. En las tabernas lo clientes ya no miraban hacia la puerta, sino hacia el atril que sostenía la pantalla luminosa.
Los ideólogos televisivos se han pasado décadas enfrascados en la materialización de nuevas fórmulas que les permitan hacer frente a una competencia cada vez más voraz, donde la posibilidad de ganarse el favor de unos pocos miles de espectadores deviene en el éxito o el fracaso de la cuenta de resultados. Y acaso llevados por la desesperación de quien sabe que su capacidad de inventiva ha llegado al límite, acaso porque han indagado en la naturaleza humana como último remedio, esos mismos ideólogos se han decidido a abrir nuevamente las ventanas que dan a la calle y plantar una cámara bajo el quicio.
La proliferación de los denominados 'realities', programas donde las vidas de ciudadanos del montón se convierten en protagonistas, supone una mirada hacia atrás al tiempo que hacia el interior de nuestras propias aficiones y querencias. Las televisiones han descubierto hace poco lo que el género humano descubrió hace siglos, que la vida es el mayor de los espectáculos, siempre novedosa, siempre sorprendente, capaz de saciar al más curioso e inquieto de los espíritus. La vida supera a la ficción porque la ficción, a fin de cuentas, no es sino un reflejo de la vida, un parásito que se ha ganado un importante prestigio como mero sucedáneo. Afortunadamente, los transeúntes han recuperado su público.

Santiago Díaz Bravo

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