lunes, 20 de julio de 2009

COLLEJA A DON FRANCISCO


Una nación debe tener el mismo derecho a vanagloriarse de su pasado que a avergonzarse de algunos de los hechos y personajes que conforman su historia. Situar en el mismo lado de la balanza lo bueno y lo malo sería, además de una mentira, una estupidez, porque no existe ni un solo motivo para ocultar los pecados propios, máxime cuando por más que lo intentásemos jamás hallaríamos un solo estado que no guarde un álbum de vergüenzas.
La diferenciación entre lo que una sociedad considera éxitos y lo que tilda como fracasos, una división clara, aunque siempre discutible, entre lo positivo y lo negativo de lo acaecido décadas y siglos atrás, se torna en un sano ejercicio de reflexión colectiva, susceptible incluso de fortalecer el sentimiento de pertenencia a un grupo.
Los estados están lejos de ser entes inertes. Están tan vivos como cualquier organismo biológico. Nacen, crecen, enferman, sanan, se transforman y en ocasiones, incluso, fallecen. Proclamar a los cuatro vientos las bondades de una nación sin hacer siquiera referencia a sus miserias es una negación de la evidencia, como bien han entendido los alemanes, empeñados en trazar una frontera no sólo histórica, sino incluso penal, entre un garbanzo negro llamado Adolf Hitler y todo lo bueno que ha atesorado el pueblo germano durante centurias.
Por ese motivo, porque nada sería más injusto e hipócrita que hacer sitio en el mismo saco a ángeles y demonios, decisiones como la adoptada por el Ayuntamiento de Santa Cruz de retirar a Francisco Franco los honores de hijo predilecto hacen más nítida la historia de España, siempre compleja, siempre interpretable, pero sobre todo huérfana de una distinción contundente entre los acontecimientos y personajes que promovieron el avance de este país y quienes lo sumieron en un evidente retroceso.

Santiago Díaz Bravo
La Opinión

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