jueves, 8 de julio de 2010

MUCHO MÁS QUE UN GOL

Aficionados anoche celebrando la victoria en la plaza de España de Barcelona. FOTO: Llibert Teixidó (La Vanguardia)

EN OCASIONES, más de las convenientes, acontecimientos ajenos a la política destapan la ineficiencia y las vergüenzas de la clase dirigente, evidenciando de forma paralela el abismo entre la sociedad y quienes se vanaglorian de representarla. Un gol, un imparable cabezazo del capitán del Fútbol Club Barcelona en un lejano estadio de Sudáfrica, ha terminado de confirmar que España existe no sólo como ente territorial y administrativo, sino como un sentimiento de pertenencia a un grupo que engloba a más de 46 millones de personas. Y eso, en definitiva, es una nación.
Los anacrónicos movimientos separatistas, moderados y radicales, legítimos en cuanto asumen una legalidad vigente que pretenden modificar mediante unos planteamientos respetables, probablemente sufrieran anoche el mayor varapalo de su reciente historia. Se han percatado de una vez por todas de que la clientela de sus chiringuitos es escasa, y de que buena parte de ella se rinde a las primeras de cambio ante el abominable enemigo de la unidad nacional. De forma paralela, los profetas del catastrofismo, los implacables voceros que claman contra el retorno de los reinos de Taifas, han hallado argumentos de sobra para calmar sus azorados e incendiarios discursos.
Y no es que la brillante clasificación de la selección española de fútbol para la final del Mundial haya cambiado nada en esta compleja nación, porque su único e indirecto mérito ha sido desenterrar a golpe de tiqui-taca los vínculos históricos y culturales que con el paso de los siglos han conformado un sentimiento llamado españolidad, o como diablos se denomine o quiera denominarse, un territorio común del que comulgan todos los pueblos de España.
Al hecho de que la espina dorsal del equipo nacional esté formada por los jugadores del primer club de Cataluña, una entidad deportiva convertida en bandera política no sólo por los separatistas catalanes, sino también por los de otras regiones, a menudo con la connivencia de los dirigentes del propio club, se sumó anoche la proliferación de enseñas rojigualdas en la totalidad de las comunidades autónomas, una espontánea respuesta popular ante la convicción de que se forma parte de un todo. No hubo excepciones, ni siquiera Cataluña y Euskadi, sobre el papel los territorios más beligerantes hacia la idea de unidad.
La gloriosa noche futbolística reflejó hasta qué extremo las nuevas generaciones de españoles se hallan libres de los fantasmas del pasado, hasta qué punto ajenas a los complejos que impiden la exhibición de la bandera que una vez fue de los vencedores, pero que el desarrollo de unos modos sociales basados en el respeto y la tolerancia ha acabado por convertir en un símbolo común. Anoche fuimos restigos de una contundente metáfora que muestra a las claras una victoria más de la sociedad sobre la estirpe política, el triunfo de lo que nos une sobre aquello que algunos se empeñan en que sirva para separarnos, para negar la existencia de un todo común que lejos de poner en riesgo la existencia de cada una de sus partes, las acepta tal cual son y las enriquece.
España, un país siempre a medio hacer por mor de sus peculiar herencia bélica y por los errores cometidos a la hora de redactar el texto constitucional, cuyos autores se encontraron ante la necesidad de buscar imposibles equilbrios entre un ejército vigilante y unas reivindicaciones descentralizadoras inaplazables, ha sufrido la proliferación de organizaciones políticas que justifican su existencia en lo que entienden como una urgente necesidad de traspasar poder desde una centralidad voraz e insensible hacia una periferia discriminada. Curiosamente, cuando tal proceso ha dado como resultado la estructura estatal más descentralizada de Europa, muy por delante de los lander alemanes, las revindicaciones de dichos partidos, en un evidente ejercicio de supervivencia tras unos logros que podrían tornarse en argumentos contra su propia continuidad, se han intensificado hasta poner en duda la fortalece de los lazos entre unas comunidades determinadas y el resto, los lazos que justifican la realidad nacional.
Pero la reacción protagonizada por la ciudadanía tras la victoria sobre Alemania no se queda en la indirecta reivindicación de la españolidad (o, repito, como quiera llamarse). Si el debate se limitase a una guerra de banderas, se trataría de un asunto baladí, una exteriorización sin otro valor que el de la mera celebración de un éxito deportivo. Su importancia va mucho más allá, porque supone la constatación de que existe una suma de fuerzas que concede a esta nación un sinfín de posibilidades de desarrollo económico y social, garantizando, en definitiva, que los ciudadanos de todas y cada una de sus partes disfruten cada vez de una mayor calidad de vida, tal y como ha ocurrido en las tres últimas décadas a través de lo que mundialmente ha dado en calificarse como "el milagro español".
Los libros de historia evidencian que la existencia de una identidad nacional se halla directamente vinculada al crecimiento económico y la consiguiente bonanza social. Estados Unidos, Alemania, Francia, Suecia, Noruega, Japón o Reino Unido ( en este caso a pesar del conflicto de Irlanda del Norte, que ha impedido que esta región alcance los ratios de desarrollo del resto de la nación) dan buena muestra de ello. Los españoles, también. Ahora sólo falta que se percaten aquellos de sus dirigentes políticos que han dado prioridad al interés partidario sobre el interés real de la ciudadanía, sobre un sentimiento de pertenencia a un todo que se ha hecho evidente al grito de gol.
 
Santiago Díaz Bravo

4 comentarios:

  1. ¡Soberbio, Santiago! ("grande, Santiago" que diría un platense). Tu mensaje directo y tu prosa, cada vez más brillante, le han puesto voz, de manera escrita, al pensamiento de millones de españoles. A ver si superamos de una vez "facheces y rojeces" y podemos gritar sin complejos: ¡VIVA ESPAÑA!

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  2. Muy bueno.
    No podría ser de otra manera.

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  3. Estupendo. Buenísimo.

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  4. Que manera tan extensiva, profunda y emotiva de decir GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!

    Santiago, nos encantas!!

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