miércoles, 14 de julio de 2010

PROHIBIR PARA SALVAGUARDAR LA LIBERTAD

EN OCASIONES, las menos, se da la paradoja de que resulta imprescindible prohibir para salvaguardar la libertad, en casos como el de la utilización del burka y el niqab por la población femenina para evitar que la civilización occidental se postre ante el sinsentido de una costumbre de tintes medievales. El Senado español prohibió el uso de tales prendas en espacios públicos el pasado 23 de junio, si bien tal decisión debe ser refrendada ahora por el Congreso; la Asamblea Nacional de Francia lo hizo ayer con el apoyo de una aplastante mayoría, aunque con la ausencia de los diputados socialistas, quienes entienden que la redacción de la ley la convierte a todas luces en inconstitucional. El debate está abierto: defensa de la civilización o respeto de la barbarie, dicho ello sin ánimo alguno de imparcialidad.
Porque el quid de este asunto no es el uso de tales prendas, que sin lugar a dudas rebajan la dignidad de la mujer al papel de un mono de feria y por ello deben ser eliminadas de nuestras calles, y tampoco la imposibilidad de que las fuerzas policiales identifiquen a quienes las porten, una cuestión baladí. Lo realmente importante, y como importante urgente, es la necesidad de dejar claro que la sociedad europea no está dispuesta a transigir ante cualquier costumbre cerril por muchos afines que sume, a respetar lo que no debe ser respetado. El cristianismo radical evolucionó desde la barbarie. Ahora le toca el turno al islamismo radical.
Las voces más permisivas consideran que la prohibición no es el camino, que todos los esfuerzos deben centrarse en la educación de los recién llegados, incluso que la adopción de medidas coercitivas puede resultar contraproducente y provocar la radicalización de los afectados. Para ellos, el cambio vendrá solo. Es cuestión de tiempo. Quienes defienden tan paradisiaca postura ¿durante cuántas generaciones están dispuestos a asistir impasibles al pisoteo de los derechos de la mujer y de nuestras propias normas? ¿Mantendrán similar pasividad con el resto de los absurdos e inaceptables ritos que caracterizan al islamismo radical? Y en el caso de que su postura prevaleciera, ¿consideran realmente posible modificar los planteamientos de movimientos como el salafismo o el yihadismo, que no atienden a poder laico alguno?
Europa, tras siglos de incomprensiones, cientos de guerras y millones de muertes, ha alcanzado unas cotas de desarrollo económico y social, y de respeto a los derechos individuales, a las que no debe renunciar ni poner en peligro. Es más: está obligada a proteger tales logros para las generaciones futuras y abundar en su consolidación.
El europeo debe ser un continente abierto, a los musulmanes y al resto de los creyentes, pero resulta imprescindible establecer con claridad cuáles son las normas de convivencia, esas por las que tanta sangre se ha derramado y que nos han permitido convertirnos en sociedades razonablemente civilizadas. Imperfectas y necesarias de revisión en muchos ámbitos, pero las más avanzadas sin duda. Apostar por una permisibilidad entregada al paso del tiempo y a la buena voluntad de los radicales conllevaría riesgos extremos.Y tampoco olvidemos el flaco favor que haríamos a los islamistas moderados, que representan una aplastante mayoría en Europa, en España y en los propios países de origen.
Igual de aconsejable es guardar prudencia a la hora de establecer paralelismos con escaso fundamento entre las miserias de unos y las supuestas miserias de otros, ataques a la autoestima occidental las más de las veces provenientes de sectores extremistas, y por ello escasamente reflexivos, que ejercen su libertad de opinión en los propios países a los que critican. El caso más reciente es el de la identificación del burka y el niqab con el hábito de las religiosas católicas, una soberana majadería. Porque se podrá estar más o menos de acuerdo con la forma de vida de las populares monjas, pero estas buenas señoras, además de mantener su rostro al descubierto, han entregado su vida a un determinado credo partiendo de una decisión individual, sin que ello les impida votar, opinar, escribir, leer, ir al cine, ver la tele, beber, bailar, dejar el hábito, amancebarse y, si es menester, ciscarse en la puta madre de un obispo. Todo ello sin temer por su integridad física. La diferencia es abismal.
La iglesia católica ya mató lo suyo e hizo la vida imposible a millones de seres humanos durante siglos. Ahora su influencia se ha diluido en una sociedad cada vez más laica que la ha obligado a moderar sus otrora extremas posiciones. Ha llegado la hora de que lo hagan los islamistas radicales.
Mientras, las sociedades occidentales deben velar por el mantenimiento y fortalecimiento de unos derechos individuales que todavía hay quienes consideran producto de la casualidad.


Santiago Díaz Bravo

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